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No importa si el salario se gana trabajando en aguas internacionales bordeando la costa europea o desembarcando mercadería en África: al regresar a El Salvador se debe pagar a la Mara Salvatrucha el tributo que esta exige según el rango del “embarcado”.
Hay que resistir la tentación de describirlo como un “viejo lobo de mar”. Uno, porque la frase es muy trillada. Dos, porque no es viejo, es solo que se embarcó por primera vez a los 18 años y está ya muy curtido en el oficio de marino. Y tres, porque los “viejos lobos de mar”, donde se les pronuncia o se les escribe, colindan con el oficio de piratas, realizan rudas tareas de marinos de inicios del siglo pasado: levan anclas, recogen velas, sueltan amarras… Omar, en cambio, limpia pisos, sirve cócteles en bares de lujo, se ocupa de que los bufetes estén siempre bien surtidos, saca brillo a la estancia de los turistas en inmensos hoteles flotantes...
Pero uno no comienza su carrera de marino trabajando de la noche a la mañana en un pulcro crucero. Hay que recorrer mugrientas salas de máquinas, llenarse de sus aceites, soportar las temperaturas de horno de esos cuartos o alimentar a ingratos estibadores en buques cargueros, o a trabajadores de barcos tanqueros, que transportan toneladas de combustible, limpiar sus habitaciones, tener temple: un buque mercante tarda más de un mes, zarpando de las costas estadounidenses, hasta las africanas, en Kenia. Un mes donde no ves más que cielo y agua. “Desde el barco parece que el mar no tiene fin”, añora Omar, y da la razón a los antiguos marinos que, a la vista del océano, creían que este se derramaba por los bordes planos de la Tierra.
Están también las cosas buenas: a veces un marinero que se pasea por la cubierta alcanza a ver el espectáculo de una ballena que saluda, o de una manada de delfines que compiten contra el barco, brincando por el agua. Y están las cosas malas, como la pesadilla del mal tiempo, que irrita al mar y menea al buque. Ahí los marinos, dice, se encomiendan al Todopoderoso. A veces, la inclinación del barco es tan fuerte que la hélice propulsora queda temporalmente fuera del agua y la embarcación tiembla como en un terremoto.
Años de buen comportamiento, de no emborracharse, de no terminar liado a las trompadas con nadie, de trabajar 11 horas diarias sin chistar, de aprender a balbucear y a entender instrucciones en inglés, de sacar las cartillas de certificación internacionales… rinden fruto cuando se consigue entrar a formar parte de la tripulación de un crucero, como el Fantasía, que es espléndido, que se mira grande incluso en el mar, que no navega en mar profundo, donde abundan las tempestades, sino en costas idílicas del Mediterráneo, que tira a la basura la comida que sobra de los bufetes, que consiente cada capricho del turista europeo, que lo mima en sus muchas piscinas de hidromasaje o canchas de tenis o espacios solo para adultos… y que paga un buen sueldo al marino que limpia, que sirve o que tira como basura la comida de los bufetes.
Los marineros salvadoreños no se embarcan en Acajutla. ¿Cuán caro le puede salir a un crucero atravesar el Atlántico solo para recoger a los camareros? Las empresas que contratan centroamericanos les pagan los pasajes de avión hasta Europa y ahí se embarcan desde distintos puertos, sobre todo italianos. Solo hay tres empleados de empresas navieras en el Puerto de Acajutla: se les conoce como embarcadores y de ellos depende quién trabaja y quién no. Reclutan, programan viajes y llevan los registros de trabajo de cada marino contratado por las empresas. Saben el “rango” de cada marino, o sea si trabajan como aseadores, o camareros, o en atención de habitaciones y, desde luego, el salario de cada uno.
El salario mínimo de un marino es de 700 dólares y puede llegar hasta 2 mil al mes. El tiempo mínimo de servicio es de siete meses, en los que la cama y tres tiempos de comida están asegurados. Pero no siempre hay trabajo, y generalmente, cuando un marino regresa a Acajutla, ya ha enviado a su familia todo su salario a través de un sistema de envío europeo, que cobra una comisión.
Acajutla es un municipio en el que se libró una guerra –como en el resto del país- entre la pandilla 18 y la Mara Salvatrucha. Solo que en este lugar el asunto se resolvió definitivamente en 2011, cuando la MS-13 consiguió asesinar o expulsar a todos sus enemigos y sus familiares. Esa guerra arrasó con el barrio La Playa, que solía ser un paseo juerguero al lado del mar, con una disipada vida nocturna, controlado por el Barrio 18, y ahora convertido en un desolado cascarón, a modo de monumento a la guerra pandillera.
Con la derrota de la 18, la MS-13 prosperó en el municipio sin necesidad de hacer mucho ruido: se fue colando, como el salitre, en todas partes, en todos los negocios. Todo mundo sabe quién manda ahí: lo sabe el alcalde, lo saben los restauranteros, los operadores de mototaxis, los dueños de autobuses… y, desde luego, lo saben los marineros.
Fue en 2011 cuando le tocaron a Omar la puerta por primera vez: llegó hasta su casa un muchacho desarmado que simplemente le informó que la pandilla quería su parte. El chico pronunció el nombre del palabrero de la zona y a Omar –que desde luego no se llama Omar- eso le bastó como amenaza suficiente para pagar. La pandilla conocía su salario, su rango y el nombre del barco en el que había servido en las costas de Europa.
La segunda vez fue peor, porque llegaron tres muchachos distintos a pedirle tributo para tres palabreros diferentes. Tampoco regateó.
Los pandilleros han establecido una especie de tabla de cobros, que va desde los 30 hasta los 200 dólares, según el salario del marino. Cada vez que se regresa de un viaje, lleno de grasa del cuarto de máquinas, o de tedio, después de varios meses de ir de puerto en puerto en África; luego de ver la aleta caudal de una ballena que saluda, o de servir cócteles con sombrillitas a parejas pudientes de polacos, o españoles, mientras navegan la ribera italiana… los marineros salvadoreños saben que a su regreso espera la MS-13 con la mano extendida.