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En una profesión solitaria, donde cada quien ve por lo suyo. ¿Qué hacer cuando te ofrecen dejarte en paz a cambio de que mirés para otro lado cuando extorsionan a tus empleados?
Ha tenido una historia acelerada. La vida se le fue pasando por el parabrisas, mientras la miraba tras un volante: se supo hombre cuando aprendió a conducir, a los 12 años, y lo confirmó cuando consiguió su primer empleo, a los 15.
Aquí hay que detenerse un poco: en teoría, en te-o-rí-a, en El Salvador los niños de 15 años no pueden ser choferes del transporte público; o sea que no pueden –los niños de 15 años- ser responsables de conducir buses o microbuses atestados de vidas humanas que se meten en los laberintos de Soyapango, como una lata de sardinas bramante… y que era la ruta que él comenzó conduciendo a los 15 años, sin licencia de conducir, y con el único aval de su padre, que era el dueño del microbús.
A los 19 años –hemos dicho ya que el taxista ha tenido una vida acelerada- dejó aquel empleo porque el horario de un microbusero es casi un apostolado y si se le mezcla con el vicio del licor da como resultado un hombre que descuida a su familia, o sea, a su mujer y a su hijo recién nacido. Así que aunque se mantuvo en el sector del transporte de pasajeros, se buscó un modo menos demandante: sería taxista y viviría sin patrón ni horario.
Como la mayoría de taxistas, alquiló un carro para trabajar, del que debía costear la gasolina y el alquiler antes de tener alguna ganancia. Aprendió que los sábados por la tarde conviene poner atención al llamado de parejas de enamorados, o parejas, a secas, que buscan un carro que les acorte el camino al motel. Cuando pilló el truco hizo acuerdos con los administradores de moteles y sacaba comisiones extras por recomendar cuartos discretos y arrear clientela.
Se arrimó a buenas esquinas, conocidas por los clientes como puntos de taxis. Fue echado de varias por colegas que lo veían como competencia indeseable: le rompieron el parabrisas, lo amenazaron con vapulearlo… anduvo errante durante años, quemando combustible, cobrando barato para comprar lealtad de los pasajeros. A punta de amabilidad y de trabajar hasta los domingos se hizo de una buena cartera de clientes que le permitían ganar dinero haciendo citas, sin aventurarse a lo incierto por San Salvador.
El mundial de fútbol 2006 le echó una mano inesperada: se dispararon las ventas de televisores y él combinó el oficio de taxista con el de instalador de televisores de plasma, hasta que reunió el dinero para hacerse de su propio carro. En la vida de un taxista este es un momento definitivo: andar sobre cuatro ruedas propias, liberarse del yugo del alquiler, ver cada centavo, cada kilómetro, como ingreso propio… ese día y ese carro no se olvidan fácil.
Se asoció a una empresa de transporte de tamaño mediano que daba servicios a hoteles. Como toda empresa, esta tenía sus defectos, como por ejemplo que los dueños y fundadores también fueran miembros de una banda de asaltantes… pero esas cosas se pueden pasar por alto cuando hay trabajo. Compartió su lista de clientes con su empresa, que para entonces ya se contaban por decenas, y se atribuye parte en la responsabilidad del crecimiento de la compañía... hasta que lo echaron, después de cinco años de trabajo y sin mayores explicaciones. Protestó… pero justo en esos momentos es cuando conviene recordar que tus jefes son también miembros de una banda de asaltantes. Así que consideró que era mejor irse sin dar mucha guerra.
A vagar por las calles y a intentar recuperar a la clientela que había dejado en manos de la empresa… pero no le fue mal. El teléfono le sonaba tanto que pronto necesitó ayuda y subcontrató a otro taxista que trabajaba para él. En 2011 creó su propia empresa con cinco taxistas entre los que repartía clientes y cuyo nombre no puede quedar escrito en este artículo.
Para 2014 tenía ya 35 choferes trabajando en su compañía y un par de radiooperadores. De los 35 carros, cinco eran suyos: alquilaba cuatro y conducía su propio taxi. Pero la bonanza se huele… se mira… y el Barrio 18 tiene buenos sentidos.
La primera llamada la recibió en su celular: conocían el número exacto de vehículos, sabían cuántos eran de su propiedad y dónde estaba ubicada la oficina… y, desde luego, conocían su número de celular. Desde ese momento el taxista tuvo claro que alguno de sus empleados lo había traicionado.
Colgó y volvieron a llamar. No contestó más y entonces llamaron a los operadores de teléfono y los amenazaron con la muerte si el jefe no atendía. Contestó finalmente y le hicieron una buena oferta: le cobrarían un dólar diario por cada vehículo, pero podían dejar fuera del negocio sus cinco carros. En definitiva, el monto semanal lo cargarían a la cuenta de su gente y él quedaría libre de problemas. Solo tenía que apartarse y mirar para otro lado.
Toda una vida tras el volante, viendo pasar años por el parabrisas, tanto trabajo, tantos kilómetros, tanta mierda para hacer lo suyo, que era solo suyo, porque solo él estuvo sentado ahí tantas horas, con tantos extraños; ¿y se supone que ahora diera la cara por tipos a los que él daba trabajo, con los clientes a los que él enamoró durante tanto tiempo, cobrando más barato que todos?; ¿dar la cara por tipos entre los que se escondía quien lo había vendido a la pandilla?… se apartó y les comunicó a los choferes la nueva realidad. La toman o la toman. Porque con el dinero del Barrio 18 no se juega e irse no sirve de nada, porque el traidor te conoce, conoce la placa de tu carro, probablemente tu casa, y tarde o temprano la mano de la pandilla irá a cobrar su robo.
Desde entonces ha intentado saber lo menos posible. En tanto la pandilla no codicie sus cinco carros, no es con él el asunto. Pero aún no queriendo saber, sabe. Sabe, por ejemplo, o cree saber, quién lo traicionó, quién es responsable y cómplice de sacarle del bolsillo un dólar diario a sus compañeros. Pero en la oferta estaba la cláusula: mirá para otro lado y callate.
Así que todos los días juega a ser el jefe de su propia espada de Damocles mientras busca otros lados para mirar y recomienda a su gente, muy eventualmente y sin mucho afán, que sepan negociar y que salven el cuero.