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EXTORSIÓN
El busero
Ilustración de Sebastián Sarti

No está claro si son el gremio más expuesto a las extorsiones, pero lo cierto es que son el gremio que más se expone a las pandillas. Ellos atraviesan con sus unidades los territorios de una y otra pandilla y, por hacer eso, por circular en sus reinos, deben pagar por la vida propia, por la de sus empleados y por el buen estado de sus buses.

Daniel Valencia Caravantes

Contrario a la imagen mental que uno tiene de los “buseros”, en realidad un empresario del transporte en buses, el verdadero busero, dista mucho de aquellos hombres malencarados, panzones, sudados, que están detrás de los volantes y de los que todos hemos hablado mal, alguna vez, por sus malandanzas en la vía pública. En realidad estos solo son los motoristas, los empleados del busero, que para este caso se llama Leonardo, dueño de dos buses y una pareja de pericos. Leonardo ya va llegando a los 60 y parece un abuelito taimado, un hombre que en definitiva dice sentirse más amargado que de costumbre desde hace ocho años.

Leonardo se convirtió en busero más por casualidad que por iniciativa propia. Por años fue un viajero que vivía de descubrir algún tesoro automotriz en las hueseras de Estados Unidos para introducirlo a El Salvador, repararlo y revenderlo como un auto usado, un “traído”. Los autos usados importados del norte son apetecidos por los salvadoreños que no pueden darse el lujo de endeudarse para comprar un carro nuevo de agencia, cuyos precios superan los 10 mil dólares. Por moverse en ese circuito de talleres mecánicos, en el que hizo contactos con amigos dedicados al transporte público, Leonardo descubrió en los buses un negocio del que se podía vivir bien, pero él nunca imaginó que esa ruta lo llevaría a mantener pandilleros.

A veces Leonardo parece un contador. Todos los días hace las cuentas de su empresa. Se las sabe de memoria. En las dos unidades de Leonardo viajan, cada día, un promedio 1,100 pasajeros (550 en cada uno de los dos buses que posee). El precio por pasajero es de 20 centavos de dólar, lo que equivale a 220 dólares diarios de entrada. Entonces vienen las restas: menos 36 dólares para el pago de dos motoristas, menos 80 dólares para el pago de combustible, menos 14 dólares para la cuota a la cooperativa (7 dólares por cada bus). Los $90 restantes es la ganancia, que fluctúa ora por los permisos de tránsito, ora por el pago de una multa, ora por la compra de un repuesto o el mantenimiento de la unidad.

Leonardo es socio en una cooperativa relativamente pequeña. Entre seis personas dirigen una flotilla de 23 unidades, que entre el humo y los vendedores ambulantes atraviesan el centro de San Salvador para mover a cientos de pasajeros desde y hacia uno de los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Él hace sus cálculos. De los siete dólares diarios que se paga a la caja en común de la cooperativa, él y sus socios sacan para pagar los salarios de los despachadores (los hombres que cuidan las rutas en el punto de buses y en el centro de la ciudad), el alquiler del local que funciona como oficina, teléfono, agua y luz. Cada día, de esos siete dólares, un promedio de 0.8416 centavos de dólar por unidad también van a un fondo común para pagar la extorsión. Cada fin de mes, la cooperativa paga 400 dólares a la Mara Salvatrucha en el punto, y otros 200 dólares a la pandilla Barrio 18 en el centro de la ciudad. En promedios, por el pago de la extorsión, Leonardo pierde cada día 1.68 dólares, cada mes 52 dólares, cada año 625 dólares.

Pero la extorsión no termina ahí. Cada diciembre, ambas pandillas piden un aguinaldo equivalente al cobro de un mes adicional. La cuenta anual se incrementa si los pandilleros piden un autobús para conducirse al cementerio, para enterrar a un soldado caído... el busero que se arriesga por necesidad –muy pocos prestan sus unidades porque una vez, en uno de esos viajes, "los pandilleros se encontraron con los contrarios y se agarraron a balazos en plena calle"- cobra 75 dólares a la cooperativa por prestar un bus y un motorista. En las vacaciones de la Semana Santa o en las agostinas, los pandilleros piden un bus para que los lleven a la playa. El busero que se arriesga cobra a la cooperativa 200 dólares por el viaje de ida y vuelta.

Para Leonardo, pagarle a fantasmas –no sabe quién o quiénes son sus extorsionistas- es un insulto, una ofensa, un gancho directo al orgullo. Su frustración se traduce en impotencia. Leonardo no sabe qué ganaría con conocer el rostro de sus extorsionistas, pero se ofusca cuando cae en cuenta de que quizá nunca los conozca, porque quienes llegan a cobrar la renta “son niños de nueve o 10 años, a veces jóvenes de 16, 17 años. A veces mandan señoritas. A veces abuelitas. He sacado la conclusión de que en la extorsión están metidas las familias de ellos”, dice Leonardo.

Hace ocho años, cuando los muchachos les hablaron por primera vez, nadie en la cooperativa se opuso al pago de la extorsión. No por temor, sino porque quizá Leonardo y sus socios pecaron de ingenuos esa primera vez. “Pensamos que íbamos a dar una cuota, como una ayuda, como quien dice ‘regálenos unos 100 dólares para hacer alguna cosa y después ya no los vamos a molestar’, pero no fue así”, se lamenta.

Los primeros meses de extorsiones, octubre, noviembre y diciembre de 2006, comenzaron pagando 200 mensuales a la MS-13 en el punto de la ruta y 100 a la pandilla Barrio 18 en el centro de San Salvador. Desde enero de 2007, la tarifa se incrementó a 400 mensuales en el punto y 200 en el centro capitalino. Hace un año quisieron subir la tarifa a 600 y 300, pero por primera vez ambas pandillas se dejaron vencer por los ruegos de los buseros, que dijeron que ese incremento era un imposible. Con sus cálculos, Leonardo está convencido de que él y sus socios han pagado más de 57 mil dólares a las pandillas en los últimos ocho años. Si solo se calcula el pago mensual desde enero de 2007 hasta diciembre de 2014, la cooperativa de Leonardo ha pagado 19 mil 200 dólares al Barrio 18 y 38 mil 400 a la MS-13.

Desde 2006 Leonardo pasó de ser un busero a un contador abrumado. Es la misma rutina todos los días desde hace ocho años. Es como si Leonardo tuviera en la cabeza el mismo eco infernal que lo atormenta desde que se levanta, a las 4 de la mañana, hasta que se acuesta, a las 8 de la noche. Leonardo siempre se hace la misma pregunta. Parecerá poco, pero para pequeñas cooperativas como las de Leonardo, perder 50 mil dólares en ocho años es algo que duele en lo más profundo. “¿Cuánto habríamos podido invertir todos estos años si no estuviéramos pagando la extorsión? Y diga que nosotros somos una ruta pequeña. Yo siempre me he preguntado para dónde se va todo ese dinero”, dice.

Para Leonardo ya no existen soluciones. En la cooperativa la regla es no arriesgarse. Nadie quiere morir. Y ni él ni sus socios quieren que sus empleados, los motoristas, mueran como han muerto decenas de motoristas en los últimos años. La mayoría baleados y algunos otros hasta incinerados junto a las unidades. Ser motorista de autobuses es uno de los oficios más peligrosos en El Salvador. Solo en 2011 fueron asesinados 136 motoristas. Los buseros saben muy bien que el asesinato de un empleado representa el penúltimo peldaño antes de que la amenaza que acompaña a la extorsión llegue a ellos o a sus familiares. Entre 2012 y 2014 la muerte de motoristas y muchos otros salvadoreños mermaron gracias a una tregua entre las pandillas, que para este 2015 no existe más, pero que para el flujo normal de la extorsión significó poca cosa. Nada. La extorsión nunca fue un punto de negociación para las pandillas y de parte de los buseros nunca existió una intención para rebelarse a ese pago en medio de la tregua. “Ellos pueden llegar desde atrás, mientras vamos en la ruta, y pegarnos un tiro o ponernos la pistola en la cabeza para amenazarnos. Saben que somos como un niño: personas indefensas”, dice Leonardo.


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