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EXTORSIÓN
El repartidor de harina
Ilustración de Sebastián Sarti

El pan –todos lo sabemos- se hace con harina. Todos los días la gente come pan y por eso todos los días las panaderías tienen que comprar harina. Esta es una historia que se esconde detrás de ese silogismo simple, cotidiano: la historia del peligroso negocio de la harina para hacer pan.

Carlos Martínez

Esta es la historia de un negocio familiar. O sea, el negocio creado por un patriarca, que a punta de partirse la espalda y de honrar la palabra, construyó los cimientos de una compañía que al principio era solo él y su carro cumplidor, y terminó siendo una empresa, con todas las letras, con empleados, con un edificio, con oficinas, con contadores, con más de un camión y –lo más importante- con capacidad de producir plata suficiente para mantener buenamente a la familia de ese patriarca.

La cosa fue así: hace muchos años, un señor pedía fiados algunos sacos de harina a una gran harinera. Luego los vendía ganándole unos centavos. Luego le fiaban más sacos, pues resultó buena paga, y así, hasta que hizo la empresa de la que hablamos antes.

Se dice fácil, pero repartir harina a las panaderías de El Salvador durante la guerra civil era un acto temerario: sorteando tiroteos, sorteando impuestos de guerra, sorteando sospechas de ambos bandos… justo como hoy día. La guerra se terminó, el patriarca envejeció y heredó la conducción de la nave a uno de sus hijos, en cuyas manos quedó proteger el patrimonio familiar.

En la cadena alimenticia urbana, los camiones repartidores de harina serían como mansos y suculentos animales herbívoros, a merced de toda suerte de depredadores: no hay que ir a buscarlos, no hay siquiera que organizar muy bien un asalto; ellos solitos se meten en los laberintos de la ciudad, llenos de sacos de harina, y salen de ellos con el dinero de la repartición. Solo es cosa de tener a la mano algún fierro y mucha hambre, o un fierro y un alma de mierda… y caerles.

Pues al ganado del hijo heredero, en los tiempos de la postguerra le cayeron todo tipo de fieras; algunas anónimas y otras célebres, como las temibles bandas de asaltantes “Los Power Rangers” y “Los Tacoma Cabrera”, auténticos forajidos de caminos, entre los que se encontraban más de una veintena de policías, dedicados a al menos 17 delitos, como secuestro, extorsión, robo, hurto, sicariato y un largo etcétera de maldades. Para principios de siglo, la media era de un asalto semanal.

Entonces, el hijo heredero contrató guardas de seguridad con escopetas. Esa es la parte de la historia en la que comenzaron a robarles también las escopetas.

Cuando las pandillas MS-13 y Barrio 18 consiguieron colocarse en el tope de la cadena alimenticia, ya el hijo heredero tenía una amplia certeza de que la empresa familiar, que gana dinero de surtir materia prima a panaderías, debía destinar una importante cifra de dinero al rubro de seguridad: contratar un escuadrón de vigilantes, comprarles escopetas y luego volver a comprar más escopetas: le robaron 60 armas antes de que se diera cuenta de que estaba enfocando mal su inversión en seguridad.

Muy pronto las pandillas modernizaron todo el concepto de atraco: nada de bandoleros jugándose el cuero en una emboscada a un vehículo con caja fuerte; nada de “manos arriba, este es un asalto”, o tiroteos escandalosos. Todo eso quedó en el pasado. En el siglo XXI un niño con un teléfono celular es la cosa más atemorizante para los distribuidores de productos. Le dan el teléfono al chofer del camión y una voz –probablemente desde un centro penal- le indica al conductor cuánto deberá pagar de ese día en adelante para poder entrar a esa colonia a vender harina. Todo esto, a la vista del guarda de seguridad, que puede darse por bien librado si de paso no le piden su escopeta.

Pero el hijo heredero comenzó a sospechar que los choferes incluían una propina en el monto que comunicaban a la empresa: si el pandillero pedía 25 semanales, el conductor comunicaba 35 y así, de colonia en colonia, hacía un sobresueldo.

Así que decidió modernizar sus sistemas de seguridad: despidió a todos los guardas, dejó de comprar armas y se quedó con un solo hombre, que hacía las veces de central telefónica: cuando llega el niño con el teléfono el chofer debe indicar el número al que hay que marcar para conseguir un acuerdo y asunto cerrado. Si se llega a un acuerdo conveniente para ambas partes, no hay problema: se paga el derecho de entrada a la comunidad o a la colonia y el camión puede entrar a vender harina a las panaderías. Si el precio de la pandilla deja un margen de ganancia demasiado estrecho, se intenta negociar, pero si el palabrero se pone testarudo, simplemente se abandona ese lugar… para siempre. También puede ocurrir que en determinado lugar, la pandilla quiera monopolizar el negocio de la harina y entonces no hay otra que no volver a aparecerse. O peor aun: puede que haya panaderías de pandilleros. En esos casos, aparte del dinero de la extorsión, hay que flexibilizar el sistema de créditos, o fiar eternamente algunos sacos.

Solo entre enero y febrero de 2015 la empresa tuvo que abandonar 10 colonias. Desde el año 2000 hasta la fecha, siete de cada 10 rutas de repartición se han convertido en lugares prohibidos por la imposibilidad de llegar a un arreglo económico con las pandillas.

Lo único bueno, si es que se trata de algo bueno, es que ahora al menos es más simple, con menos espacio para lo imprevisible… salvo ciertas cosas de temporada, como los “aguinaldos” que los pandilleros cobran extra en época navideña; o los “bonos”, que también cobran extra en cualquier otra época en la que haya necesidades especiales, como funerales y otros gajes del oficio. En diciembre de 2014 el margen de utilidad de la empresa –asegura el hijo heredero- fue de 300 dólares.

Mientras pasa el tiempo, él va viendo cómo el negocio que construyó su padre vuelve a ser pequeño. Como en los tiempos en los que el patriarca repartía harina a un puñado de clientes, va teniendo también cada vez más viva la idea de que quizá tenga que ir buscando un giro comercial más rentable que el peligroso negocio de distribuir la harina que sirve para hacer pan.


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