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En 2014 siete salvadoreños tuvieron el valor de acercarse cada día a una delegación policial a denunciar que los estaban extorsionando. Lo imposible de determinar es cuántos renteados no se atrevieron a hacerlo. Esta es la historia de Ulices, uno entre las decenas de miles que, por falta de confianza en un Estado sobrepasado por el fenómeno, decidieron pagar su cuota, por miedo.
“Es necesario que el hombre de hoy, que vive bajo el signo de tantas opresiones y esclavitudes, rompa todas esas cadenas”.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, septiembre de 1979.
Taenia solium es un parásito, la solitaria, un gusano en las tripas de un humano. Le roba sus nutrientes. Lo depaupera sin matarlo. Su hábitat predilecto son las paredes internas de un segmento del intestino delgado llamado yeyuno. Al aparato digestivo la larva accede encapsulada, entre carne de cerdo ingerida cruda o poco cocinada. Los ácidos gástricos la liberan. Libre, la minúscula cabeza –corona de ganchos, cuatro ventosas, forma de pera– se aferra como anzuelo al paladar del pescado. Luego se dedica a hurtar, una cuota suficiente para la buena vida pero sin arriesgar la del incauto. La lombriz crece y crece y crece, blanca y plana como un tallarín, hasta regarse medio metro, un metro, de ahí dos tres cinco... hasta seis metros, siete. Cientos de centímetros parasitarios, prosperados a base de nutrimentos ajenos durante semanas, meses, años. La literatura médica habla de ejemplares que sobreviven hasta una década en las entrañas de sus víctimas, impotentes y resignadas.
En El Salvador, país que no aprecia la carne de cerdo, la solitaria afecta con frecuencia limitada, una incidencia en todo caso inferior a la que tienen otros parásitos... como los extorsionistas.
—Uno se termina haciendo del ojo pacho –dice Ulices, extorsionado.
—¿Por qué? ¿Resignación?
—Resignación. ¡Esa es la palabra! Nosotros les damos 180 dólares al mes, pero eso no es lo peor, la verdad. Lo peor es el sentimiento de impotencia que uno tiene. Nada nos costaría zampar a cuatro vigilantes, ¿veá? Si quisiera darles lucha, les diera lucha. Pero tengo dos hijos pequeños, esposa... Como somos dos socios, al final son 90 dólares por cabeza, que es lo que me cuesta una buena cena. No vale la pena. ¿Poner en riesgo a mi familia por una cena?
Ulices paga la cuota, mantiene a los parásitos. Pandilleros de la 18 facción Revolucionarios en su caso. Lo ha hecho durante más de tres años. Se reconoce como un renteado. Uno más. Uno entre decenas de miles.
* * *
I. Lainfestación.
Conviene explicitar de entrada que Ulices no es alguien achicopalado, de naturaleza sumisa; al contrario, es de los que tratan de caminar cabeza erguida por la vida.
—Me formaron para ser muy aventado –dice–; aventado y desconfiado. Todo lo que pueda hacer yo, lo hago yo.
Esa concepción de la existencia cristalizó de diferentes maneras: Ulices sobrelleva su condición de renteado en silencio, sin contárselo a casi nadie; Ulices suele cargar una Glock 9 mm, registrada a su nombre; Ulices cree que el dinero está para ser invertido y multiplicado, y el cómo no es lo más relevante.
A finales de 2011 se le apareció la oportunidad de convertirse en dueño de un billar. Un amigo que terminaría de diputado en la Asamblea lo había adquirido meses atrás, pero preocupaciones mayores no le permitían dedicarle el tiempo necesario, y le propuso arrendárselo.
Ubicado en la llamada Zona Real, en las inmediaciones del Hotel Real Intercontinental, el billar era, entre los locales de su estirpe, uno de los de mayor abolengo, con más de tres décadas. Antes de dar el sí, acordaron que durante cuatro días podrían auscultar el negocio con acceso absoluto, y comprobó que se facturaban en torno a 140 dólares diarios brutos. Como abría los siete días, eran 4,200 dólares al mes, y eso con el piloto automático.
—Ordenándolo un poco, mi socio y yo vimos que sí había de dónde sacar lucro –dice Ulices.
El acuerdo entre los amigos fue 1,800 dólares mensuales de alquiler por el local más 400 por las mesas de billar. En los días siguientes hubo que invertir arriba de 5,000 en remodelar la cocina, pintarlo, adquirir mobiliario, decorarlo, arreglar los aires acondicionados, los baños...
Le entraron sin saber que el billar estaba parasitado.
Ulices tenía entonces 27 años, los mismos que su socio, quien también es su primo y confidente. Ambos son fundadores-propietarios de una vigorosa empresa de mercadeo y publicidad, con ganancias estratosféricas en comparación con las del salvadoreño promedio. Graduado en la Universidad José Matías Delgado, Ulices vive en una urbanización de la zona sur de la capital en la que no hay casas abajo de los 100,000 dólares, su garaje se lo disputan un pick-up, dos sedanes, un importado de lujo y una vespa del 86, dispone de motorista, el fútbol en el Estadio Cuscatlán lo ve desde palco, ha sido candidato a diputado suplente en las elecciones de 2015, se divierte en la exclusiva colonia San Benito, y en una cena con su esposa se gasta 90 dólares sin cargo de conciencia.
—La decisión no fue sencilla porque nunca había estado en un business así, y si asumí el reto es porque me gustan los negocios. Pero mi esposa nunca estuvo de acuerdo. Nunca.
El billar tenía cinco empleados, incluido el vigilante. Fueron ellos quienes traspaso consumado le dijeron que unos pandilleros de la 18 se presentaban todos los sábados en la noche, como Don Francisco, pero para cobrar la renta: 50 dólares en monedas.
Aventado y desconfiado, en su primer sábado Ulices le dijo al vigilante que esta vez él y su socio entregarían la plata. Caída la noche, se presentaron dos jóvenes: uno de unos 18 años; y el otro, de unos 24. Como siempre, se dirigieron al vigilante por lo suyo, pero este les explicó que había nuevos encargados y que querían platicar.
—Nosotros de entrada habíamos dicho: paguemos, ¿para qué confrontar? Pero queríamos hablar.
Por lo que pudiera pasar, Ulices dejó su Glock 9 mm en la oficina. Salieron él y su primo al parqueo, con el vigilante y su escopeta de escuderos. Se presentaron como los administradores y dijeron que un inexistente patrón les había pedido conocer las condiciones. La conversación inició tensa pero amistosa.
—¿Cómo funciona esto de la renta?
—Nosotros brindamos servicios de seguridad –el menos joven tomó la palabra, y por su forma de expresarse, sus gestos, a Ulices no le quedó duda de que eran mareros–. Ustedes tienen nuestro teléfono. Si llega otra pandilla a cobrar, les dicen que están con los Revolucionarios de la 29, y si hay problema, nosotros nos encargamos. Igual si tienen un problema con un bolo o alguien que llega a asaltar. Solo nos llaman. A la hora de cualquier desvergue su vigilante no tiene que ensuciarse las manos.
El pago de la renta también incluía el compromiso de que ningún homie llegaría al billar como cliente, conscientes de que su sola presencia perjudica al negocio.
La plática, de unos 10 minutos, solo se tensó en el tramo final, cuando Ulices se atrevió a comentar que estaban arrancando y que creían que 50 dólares era demasiado.
—Quizá sintió como que no queríamos colaborar, y ahí se puso más serio: lo conveniente es que sigan apoyando, que rápido nos ubicaban, que podían averiguar quién era el dueño... un tono más amenazante.
Ulices pidió calma: la idea era seguir apoyando. Entregaron los 50 dólares en monedas, con la sugerencia de que hablara con quien tuviera que hablar para revisar la cuota. El Chiquitito se despidió con una petición: la próxima cuota, en billetes de 20 y 10, que ahora mejor así. La pareja de pandilleros caminó cuadra y media, y subieron en un Honda Civic negro que los esperaba con el motor encendido.
Aún no lo sabía, pero aquel pandillero diminuto y altanero del que nunca conocerá su nombre, el que aparentaba unos 24, era uno de los palabreros en la libre de la facción Revolucionarios del Barrio 18; en concreto, del grupo que tiene su cancha en la comunidad 29 de Agosto de San Salvador.
Al siguiente sábado el encuentro fue más breve. Los mareros llamaron antes para decir que se presentarían a las 5 de la tarde. Llegaron Chiquitito y el otro chamaco, esta vez acompañados de una joven que evidenciaba un nerviosismo desmedido. Ulices y su primo salieron al parqueo, chocaron las manos como cheros de toda la vida, y los tres billetes cambiaron de dueño. Ulices alcanzó a preguntar si había planteado lo de la revisión de la cuota. Chiquitito respondió lacónico: un no y una advertencia de que eso no dependía de él. Por todo, un minuto.
—Cuando se iban, yo le dije: resolveme. Algo serio, ¿veá? Y me dijo: ahí le aviso.
Con ligeras variantes el patrón se repitió el tercer, cuarto, sexto sábados, el séptimo. Y cuando los renteados ya se habían resignado a que nada cambiaría, Chiquitito telefoneó al vigilante un día a mitad de semana y pidió hablar con Ulices.
Mirá, bato –le dijo Chiquitito–, hemos visto que ustedes están en la disposición de colaborar, así que vamos a cambiar las cosas. Mucho nos arriesgamos al llegar todos los sábados, y ahora el modo de entrega será una vez al mes, entre el 14 y el 16. Acordate –le dijo Ulices–que en un negocio así el flujo es diario, y para mí juntar la plata de un solo... Mirá –le dijo Chiquitito–, ese es tu problema. Yo necesito que lo hagamos una vez al mes, pero te vamos a ayudar: y el pago mensual será de 180 dólares, no de 200. Vaya –le dijo Ulices–, está bueno, pero cuando vengás a cobrar, avisame un día antes, no me vayás a caer de sorpresa, que no haya dinero en caja, y vayás a encachimbarte, ¿veá? Está bueno –le dijo Chiquitito.
Sería enero o febrero de 2012, en vísperas de la Tregua que acordaron el gobierno del presidente Mauricio Funes y las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18.
El cambio en las condiciones de pago supuso el inicio de laestabilidad.
* * *
Cada día del año 2014 siete salvadoreños tuvieron el valor de denunciar a sus parásitos ante la PNC. El nombre de 2,480 valientes quedó inscrito en un reporte policial. Como curiosidad, se denuncia más en los departamentos de Santa Ana, Morazán, San Miguel y Sonsonate, aunque resulta imposible determinar si es porque el delito está más extendido, porque las instituciones estatales son más solventes, o porque sus ciudadanos están menos resignados que el resto de los salvadoreños.
Sea como fuere, cualquier reporte oficial de datos siempre será un espejismo de la realidad de un delito del que expertos y profanos señalan que tiene un subregistro brutal y creciente. Así, mientras la conciencia colectiva está convencida de que extorsionados y extorsionistas son cada vez más en El Salvador, las cifras policiales aseguran lo contrario: 4,528 fueron las denuncias recibidas en 2009; 3,296 en 2011; y 2,785 en 2013. La tendencia es similar en los registros de la Fiscalía General de la República.
Saber cuántas personas pagan renta es una quimera, como aspirar a contar los zompopos de mayo. Se respira en el ambiente lo desbocado que está este delito que, incluso con el subregistro y la impunidad, es el segundo que a más personas mantiene encarceladas, solo superado por el homicidio. De una encuesta de la Universidad Centroamericana (UCA) realizada a finales de 2014 se infiere que 163,000 adultos –163,000 familias– pagaron algún tipo de extorsión durante ese año, pero no deja de ser el mismo instrumento que cuando trata de retratar las preferencias partidarias en las semanas previas a unas elecciones sus resultados son muy lejanos a lo que acaban diciendo las urnas.
Para explicar el descenso en las denuncias, está muy extendida la creencia de que el delito se ha naturalizado, como si cada vez más y más salvadoreños se resignaran a vivir con su solitaria.
* * *
II. Laestabilidad.
Uno sabe que no tendría que pagar por parquear el carro en la vía pública, a la puerta de un restaurante o de un hospital, pero por lo general se paga sin rechistar –incluso tarifas fijas, de hasta dos dólares, canceladas por adelantado– al autoproclamado administrador de la cuadra. La razón de ese pago, socialmente tolerado, no difiere tanto de la razón por la que Ulices y su socio se resignaron a pagar la renta.
Superada la incertidumbre de lainfestación, los 180 dólares acordados se incorporaban cada mes al libro de contabilidad con la misma naturalidad que se anotaban los pagos por la energía eléctrica, por el agua o por el wifi.
Que el negocio despegara con tino sin duda ayudó a pasar el mal trago. La remodelación sedujo. El trato y las promociones mejoraron. Se introdujo un servicio de comidas. Se ajustó precios al alza. Se apostó por un cliente con mayor poder adquisitivo, que pagara gustoso la exclusividad de las dos mesas de billar VIP, aisladas y con aire acondicionado.
—Cuando lo tomamos, llegaba mucho joven de 17 a 20 años y de aspecto... digamos... no amigable, que además pagaban una hora de billar y se tomaban una cerveza cada uno, ¿veá?
El perfil de la clientela cambió. En pocas semanas, de los 140 dólares por noche de caja se saltó a 350, con un par de días fuertes en la semana, en los que se ingresaban de 800 a 900 dólares. Esos números facilitaron acostumbrarse a la solitaria, pero la opción de denunciar su condición de la renteados estaba totalmente descartada mucho antes de que la bonanza.
Ulices es amigo de un exdirector de la PNC y tiene muy buena relación con un influyente comisionado. A ambos los consultó más como amigo que como víctima. El primero le respondió que, hasta no tener claro quiénes estaban detrás, no dejara de pagar, y le sugirió que desconfiara de los empleados. El segundo de entrada le recomendó interponer la denuncia, pero con tal desesperanza que Ulices lo asumió como una invitación tácita a no hacerlo.
—Pagar a unos mareros va contra mis principios, yo estoy totalmente en contra, ¿me entendés? –dice Ulices–. Pero si no lo denunciamos es porque la PNC es una institución que no iba a cambiar la situación ni a brindarnos seguridad. La cuota... era manejable; y la relación que estábamos teniendo con ellos, dentro de lo que cabe, era armoniosa. Entonces, lo terminamos viendo como un mal necesario y punto.
En aquellos días se destapó la Tregua, con las insólitas peticiones de perdón a la sociedad que pandilleros como el Sirra o Viejo Lyn hicieron en los medios de comunicación, aunque lo que más pesó a la hora de que Ulices se resignara a laestabilidad no fue la fe en ese oscuro proceso, sino el hecho de tener una familia.
—Mis hijos nunca han puesto un pie en el billar. Mi esposa, dos o tres veces lo más, y siempre de día.
—¿Su familia sabía que pagaba renta?
—Mis hijos son pequeños. Mi esposa no estaba al tanto porque nunca lo permití. A ver, con mi esposa tengo confianza, platicamos de todo, pero desde que yo entré en el billar... no sé... lo hice... como sabiendo que no es quizá la forma más correcta de hacer plata... no sé si me captás... como que no es lo moralmente correcto, pues. Por eso siempre mantuve lejos a mi familia.
—¿Pero ella sabía que pagaban renta?
—Algo sabía, pero no los detalles. Lo manejé como que era parte del negocio y que nunca hubo amenazas ni nada.
—¿Quién lo sabía, aparte de su socio?
—Mi papá sí, porque por un tiempo llegaba a apoyarnos al local. Y amigos... tal vez dos o tres personas de confianza. Pero es que yo soy así, desconfiado. No sé, quizá la misma política me ha enseñado a ser sigiloso, mucho más en este tema, porque nunca sabés de dónde te puede venir el... la verdad es que a casi nadie le dije.
Laestabilidad se prolongó por casi tres años. Chiquitito siempre fue el principal interlocutor, con transacciones en el parqueo que se consumaban en segundos. El tercer sábado de cada mes terminó fijado como el día de pago. Los 180 dólares al mes, inamovibles. La pandilla nunca pidió aguinaldos ni bonos ni nada por el estilo; lo más parecido, alguna petición de colaboración adicional para un entierro o para pagar abogados, pero bastaba responderles que no podían para que ni siquiera insistieran.
Si bien parasitaria, la relación se naturalizó.
—Un amigo, uno de esos pocos que sabían, abrió un bar cerca –dice Ulices–. Y como él intuía que le iban a caer, primero me buscó. Yo le hice el contacto, para que empezara bien desde un inicio. Y ya, platicaron y arrancaron. Fue para simplificarle la vida.
Si la premisa era no complicarse, los años de laestabilidad resultaron llevaderos.
El problema es que los parásitos de Ulices eran pandilleros, un grupo violento, armado para la guerra y dispuesto a todo para retener su cuota de nutrientes. Y cuando en la segunda mitad de 2014 la estrella del billar empezó a apagarse, la cosa se puso fea.
—Tuve que ir a su comunidad a darles una plata –dice Ulices.
Para entonces, laestabilidad estaba dando paso a lacapitulación.
* * *
Los datos-balances-encuestas no parecen la herramienta idónea para dimensionar el fenómeno de las extorsiones y su impacto en el comercio. Quizá las opiniones.
Existe un Consejo Nacional de la Pequeña Empresa de El Salvador, que los pocos que lo conocen lo conocen como Conapes. La personería jurídica la ganaron en 1990 y es la heredera de asociaciones similares que operaron antes y durante la guerra civil. Aseguran sus dirigentes que tienen registradas más de 11,000 comercios y empresas pequeñas, con unos 20-30 empleados en promedio. Su presidente se llama Ernesto Vilanova y es dueño de un hotelito en la zona costera. Su vicepresidente se llama Ricardo Sosa, y es consultor en temas de seguridad. Desde hace varios años –los dos coinciden en el diagnóstico– la renta es la preocupación reinante entre los agremiados de Conapes.
“Las extorsiones se han convertido en un modus vivendi en El Salvador”, dice Vilanova. “Es el negocio del siglo XXI”, dice Sosa. “Hoy el 90 % de los pequeños empresarios pagan renta, y el problema ya se hizo crónico; es muy difícil que vaya a retroceder”, dice Vilanova. “En los noventa lo más lucrativo para el crimen organizado eran los secuestros y, cuando el Estado apretó, se pasó a las extorsiones”, dice Sosa. “El extorsionado rara vez denuncia; a nosotros nos cuenta bajo condición de confidencialidad”, dice Vilanova. “Yo en mi hotel tengo que dar comida y cervezas a los pandilleros de la zona; dinero aún no”, dice Vilanova. “También nos consta que existen oportunistas y aprovechados que, sin ser pandilleros, extorsionan en nombre de las pandillas”, dice Sosa. “Tuvimos un caso de un pequeño empresario extorsionado por cuatro policías”, dice Vilanova. “Nosotros jamás les aconsejamos que sigan pagando, pero el problema es que acuden cuando están con el agua al cuello”, dice Sosa.
Después de todo esto, Vilanova y Sosa se despiden, pero no se van. Se sientan a otra mesa del local. Han quedado con el propietario de una floristería de San Salvador que los ha citado porque ya no alcanza a pagar la renta que le exigen. Quiere consejo.
* * *
III. Lacapitulación.
El billar comenzó a perder brillo tras la Semana Santa de 2014. Ulices todavía no le halla explicación, atrincherado en que ni el trato ni las promociones variaron, y tampoco se había abierto cerca algún negocio similar que pudiera robarle clientela. Pero que pasó, pasó: los cierres de caja devinieron menos felices noche tras noche. Las ganancias en mayo bajaron respecto a las de abril; las de junio lograron que extrañaran las de mayo; y las de julio... en julio dejó de haber ganancias. Para agosto los números rojos parecían insostenibles.
—Había días que cerrábamos con 60 dólares de caja –dice Ulices.
La inversión se había concebido para garantizar un flujo diario de dinero, no para convertirse en un lastre de la economía familiar, y en septiembre los problemas de liquidez afloraron. Se despidió a dos personas que apoyaban en la cocina y en la limpieza, se hizo ajustes para apretarse el cincho, y por último, quizá amparados en la relación cordial con sus parásitos durante laestabilidad, se optó por retrasar el pago de los 180 dólares.
—Creo que fue septiembre que nos tardamos con la cuota. El día que llamaron para avisar que pasarían les expliqué que el negocio estaba malo. Ok, me dijo, ¿cuándo me lo vas a dar? Espero que la otra semana, le dije.
Cuatro o cinco días después, volvieron a telefonear, y Ulices respondió que todavía no tenían la plata. Chiquitito esta vez no salió tan comprensivo; que si no seás tonto, que si no te pongás en ese plan, que si te hemos ayudado. Ulices se animó a pedir algo más de tiempo. Voy a hablar con los de arriba y te informo, escuchó en un tono que interpretó amenazante.
—Me llamó al día siguiente, que ya había hablado con no sé quién, y que teníamos dos días para cancelar; si no, iban a tirarnos una granada –dice Ulices–. Yo le dije: mirá, si te ponés en esa actitud, cuelgo, porque no es así tampoco. Hemos tenido una relación pacífica, y ahora que el negocio va mal... La onda es que le colgué. Como a los 10 minutos me estaba hablando el jefe de él, no sé si desde alguna cárcel, como para tranquilizarme, diciéndome que me calmara, que quizá el otro había agarrado la cosa por donde no era. Bien al suave, pero también quería que pagáramos. Al final acordamos. Y de los 180, por el retraso, nos subieron a 230 dólares, ni recuerdo qué excusa me puso.
Ante el cariz violento que estaba tomando la relación, Ulices y su primo decidieron pagar sin condiciones, ganar tiempo. Lo hicieron a pesar de que, también como desquite por la demora, los pandilleros exigieron que tenían que ir a dejar la plata a la 29, su cancha.
La comunidad 29 de Agosto queda sobre el bulevar Venezuela. A una cuadra del punto de referencia que les dieron, la llantería y taller Doño, en el cruce del bulevar con la calle que baja del mercado Central. Aventado y desconfiado (“Todo lo que pueda hacer yo, lo hago yo”), decidieron ir en persona a los dominios de Chiquitito.
Los dos socios, el administrador del billar y el motorista de Ulices se subieron en el sedán del primo después de la hora de almuerzo y se plantaron en la 29 de Agosto. Ulices iba con 230 dólares en un sobre, su Glock 9 mm en el cincho y un teléfono en la mano. Su primo, con una pequeña Whalter PPK .22 recortada. Al ingresar por el pasaje indicado, marcó para reportarse. La desconfianza era mutua. ¡Bajen los vidrios! ¿Por qué vienen tantos? Era evidente que Chiquitito los observaba desde alguna altura. Sigan hasta el tope –les dijo–; den la vuelta; regresen; paren junto a la tiendita; esperen, que va a caerles alguien. Pasaron segundos eternos, un minuto, dos... nadie se acercaba. Ulices llamó con tono de ultimátum. Al poco un hombre con un niño de unos ocho años de la mano, como si fuera su hijo, caminaron hacia ellos. Agarró el sobre, se lo echó a una bolsa, se alejaron. Los cuatro intrusos encendieron el carro y escaparon aliviados del bajomundo.
Escrito así, en menos de un minuto se digiere, pero quizá sea el párrafo más angustioso en la historia de vida de Ulices.
—Como a los 10 minutos me llamó para confirmar que el pago estaba completo.
Faltaban tres semanas para el siguiente, y Ulices le dijo que lo más probable es que volverían a tener problemas.
—Y ahí empezó de nuevo: ya venís con babosadas, que-paquí-que-pallá. Y siguió con amenazas: que conocían ese carro negro, las placas, y que yo tenía otro así, y otro más así, y un pick-up. Y todo verídico. Hasta me dijo: tenés uno sin placas, y cabal, porque lo acababa de traer.
—¿Los carros con los que usted llegaba a trabajar?
—Sí, pero también sabían del carro de mi esposa, que nunca se acercaba al negocio. Y lo sabían. Eran datos que no tenían por qué tenerlos. Que supieran el de mi esposa me terminó de asustar. Echamos a uno de los vigilantes, por la desconfianza, y al otro lo sentamos para interrogarlo.
No hubo tiempo para mucho más. Con las cuentas del billar en rojo y ante lo que Ulices sintió como una amenaza directa a lo más sagrado, su familia, aquel dinero que entregaron en la 29 de Agosto fueron los últimos nutrientes para sus parásitos.
—Ir a la comunidad fue una locura; por tonto quizá lo hice –dice Ulices–. Y eso nunca se lo conté a mi esposa.
—Ella se enterará cuando lea este artículo.
—Me tocará decirle que es la creatividad del periodista.
* * *
Para Ulices el billar era un business prescindible en el que se embarcó para disponer de ingresos adicionales y para probarse en un mundo desconocido. Cerrarlo fue una contrariedad, no una crisis.
—Pero hoy... ya te digo... no podría dejar de tener inversiones en algún comercio, por lo del flujo diario.
No habían pasado ni tres meses cuando se le apareció otra oportunidad. Un conocido que andaba necesitado de dinero ofreció a precio de cachada dos carretones de venta de comida. Ulices y su primo valoraron, intuyeron y aceptaron. Dejarlos nítidos les costó la mitad de lo que vale uno nuevo. El negocio no es muy exigente: pagar un jornal de subsistencia a alguien, garantizar que tenga comida para vender, poco más. A cambio, una entrada de dólares modesta pero constante.
Como la inversión fue pequeña y el rubro menos absorbente, con otro amigo adquirió cuatro carretones más. En un chasquido Ulices se ha convertido en copropietario de una flotilla de seis.
—Arrancamos y... ¿me creés que ya tengo los seis renteados? –dice Ulices–. Te estoy hablando de que habrán pasado 10 días, lo más, y eso que están regados por toda la ciudad. Empezaron a llegar a pedir comida, pero se nos comían cinco panes, y salía peor, así que le dije al empleado: mejor negociá y pagá.
Está pagando de tres a seis dólares semanales por carretón, unos 100 dólares mensuales. Cree que los parásitos también son pandilleros, pero certeza no tiene, e incluso desconfía de alguno de sus empleados. Las cantidades, de momento, no le quitan el sueño. Los carretones han resultado ser un buen negocio. No se atreve a decir si seguirá invirtiendo y ampliando su flotilla, pero de algo sí está convencido: tampoco lo denunciará.
(Aclaración: el nombre del protagonista de este relato se ha modificado para proteger su vida)