En 1978, Venezuela era el país con mayor consumo per cápita de whisky. Caracas tenía más restoranes de comida francesa que Nueva York. Los Cadillac y los Buicks repletaban la flamante nueva red de autopistas, y las marcas de ropa ostentosa, para ser lucida en lugares chic como el Boulevard de Sabana Grande, estaban a la orden del día.
Viernes, 22 de octubre de 2023
Daniel Matamala
De Venezuela Saudita a la cleptocracia
En 1978, Venezuela era el país con mayor consumo per cápita de whisky. Caracas tenía más restoranes de comida francesa que Nueva York. Los Cadillac y los Buicks repletaban la flamante nueva red de autopistas, y las marcas de ropa ostentosa, para ser lucida en lugares chic como el Boulevard de Sabana Grande, estaban a la orden del día.
Era la época de “Venezuela Saudita”. En 1973 el boicot de la OPEP disparó los precios del petróleo, y en 1975 el gobierno venezolano nacionalizó la industria petrolera local. Un enorme flujo de petrodólares invadió la economía venezolana. La clase media profesional se enriqueció, pero la parte del león se la quedaron los políticos y una élite empresarial parasitaria. Mientras el Estado se agigantaba, ellos obtenían suculentas tajadas de faraónicos contratos de infraestructura.
El país era un imán para inmigrantes que escapaban de la pobreza y la represión de las dictaduras setenteras en Argentina, Bolivia o Chile. Y una fábrica de turistas; unos 400 mil venezolanos viajaban cada año a Miami de compras.
Como recuerda una nota de la BBC, hasta en las novelas de James Bond se hablaba de la fortaleza de la economía venezolana. En una de ellas, “Operación Trueno”, el villano de turno cuenta que ha convertido todos los ingresos de sus actividades criminales a “las monedas más duras del mundo: francos suizos y bolívares venezolanos”.
La fiesta duró una década. Entre 1973 y 1983 el gasto fiscal se quintuplicó y la deuda externa se multiplicó por veinte. “Recibo una economía hipotecada”, advirtió al asumir en 1979 el presidente Luis Herrera Campins. Cuando llegó la crisis latinoamericana de la deuda, en 1983, la burbuja explotó. El gobierno debió devaluar el bolívar. El “viernes negro” del 18 de febrero de 1983 fue el despertar de un sueño de pronto trocado en pesadilla.
La próspera clase media venezolana se deslizó de nuevo hacia la pobreza; de ser el 60% de la población durante la “Venezuela Saudita” pasaron a sólo el 30% en 1999. Todo había sido un espejismo. La plata dulce del petróleo se había dilapidado en clientelismo y saqueo. La corrupción era endémica en Venezuela y la borrachera de los petrodólares sólo la agudizó.
El hastío del pueblo venezolano estalló en el “Caracazo”, que dejó 276 muertos en 1989. En 1992 un coronel llamado Hugo Chávez saltó a la fama al liderar un intento de golpe de Estado. El presidente Carlos Andrés Pérez, el mismo que había gobernado en la era de la “Venezuela Saudita”, fue destituido y encarcelado por corrupción. Su sucesor, Rafael Caldera, amnistió a Chávez y le abrió las puertas a la presidencia.
La “revolución bolivariana” coincidió con un nuevo boom del precio del petróleo. Chávez combinó autoritarismo con viejo clientelismo y compró con corrupción la lealtad del empresariado, militantes políticos y militares. Nació así la “boliburguesía” y volvió a fluir el whisky: las importaciones crecieron 60% en 2005.
Mientras, las clases populares fueron fidelizadas con una mezcla de carisma y clientelismo. Me tocó verlo en primera persona en Caracas en octubre de 2012. Hugo Chávez se presentaba a una nueva reelección que le permitiría completar 20 años en el poder. En una barriada de Caracas la actividad era incesante. El gobierno acababa de entregar casas y de los camiones -decorados con una enorme imagen de Chávez- se descargaban televisores, refrigeradores, microondas y lavadoras. En una de las viviendas recién alhajadas, un vecino me mostró su altar con las imágenes del comandante y de Jesucristo.
Cinco meses después Chávez murió y fue reemplazado por Nicolás Maduro. El boom de los commodities también acababa, y Venezuela perdió el carisma y los petrodólares. Solo quedó la represión y la corrupción. Se desató la peor crisis económica y social de la historia del país con la paralización de las actividades productivas, miseria generalizada, una hiperinflación del 2.295.981% (sí, dos millones doscientos noventa y cinco mil novecientos ochenta y un por ciento) y el éxodo de cinco millones de venezolanos.
¿Cómo sobrevivió Maduro? Con un combo de represión más corrupción. Su dictadura cleptocrática se sostiene sobre la entrega de enormes recursos en dólares a los generales que garantizan la lealtad del Ejército.
La historia de Venezuela es una lección y una advertencia porque es paradigma de la persistente corrupción en América Latina. En un círculo vicioso saqueo y autoritarismo se potencian el uno al otro.
Por qué se corrompen los países
Suele compararse a Venezuela con Noruega: ambos están entre las naciones con mayores reservas petroleras del mundo. El crudo ha sido una maldición para los venezolanos, al hundirlos en la cleptocracia. Para los noruegos, en cambio, ha sido una bendición. Hoy son el país más democrático del mundo según el Democracy Index de The Economist (Venezuela es 147º). Sextos en PIB per cápita según el Fondo Monetario Internacional (Venezuela es 129º). Y primeros en el Índice de Desarrollo Humano (Venezuela: 140º).
Noruega es el cuarto país menos corrupto del planeta según Transparencia Internacional. Venezuela también está en el número cuatro, pero de abajo hacia arriba; es el cuarto país más corrupto del mundo, sólo superado por tres naciones en guerra interna: Somalia, Siria y Sudán del Sur.
Suele explicarse el desastre venezolano por la hipertrofia del Estado, pero Noruega también tiene un fuerte aparato estatal. El Estado es propietario del petróleo a través de Statoil, y de la producción de energía hidroeléctrica, del aluminio, las telecomunicaciones y del mayor banco del país. La educación y la salud son públicas, un tercio de los trabajadores labora en el sector público, su estado de bienestar es uno de los más generosos del planeta y su carga fiscal la más alta del mundo.
La clave no está ahí, sino en las instituciones. José Ugaz, exfiscal del juicio contra el fujimorismo en Perú y expresidente de Transparencia Internacional, señala que la corrupción “tiene que ver con la existencia o inexistencia de instituciones fuertes, libertades como la de expresión y opinión y el acceso a la información pública. A ello se debe que países con debilidad institucional, regímenes autoritarios o precario Estado de derecho y escasa vigencia de derechos fundamentales, padezcan de muy altos niveles de corrupción”.
Esas instituciones son de larga data. En el caso de América Latina se remiten a la conquista española. Como relatan Daron Acemoglu y James Robinson en su clásico texto “Por qué fracasan los países”, los conquistadores instalaron una estructura vertical de dominio en que “obligaron a los pueblos indígenas a tener un nivel de vida de subsistencia y extraer así toda la renta restante a los españoles”. Estas instituciones “convirtieron a América Latina en uno de los continentes más desiguales del mundo y socavaron gran parte de su potencial económico”.
Según Ugaz, “en las instituciones económicas extractivas, la mezcla de una búsqueda de beneficios para un grupo en el contexto de sistemas políticos autoritarios resulta muy propicia para la generación de prácticas corruptas”.
Acemoglu y Robinson también desmontan el mito de que la suerte de América Latina, en comparación a América del Norte, se debe a las diferencias culturales entre los conquistadores españoles y británicos. Los primeros colonos ingleses en Virginia intentaron replicar el mismo modelo de los españoles. Pero fracasaron, debido a que América del Norte estaba relativamente despoblada y desprovista de oro o plata. Sin una población a la cual someter para extraer las rentas, después de varias décadas de fracasos los colonos ingleses debieron resignarse a hacer el trabajo ellos mismos.
Mientras los españoles extraían rentas del trabajo indígena en minas y misiones, los ingleses se convirtieron en pequeños propietarios que trabajaban su propia tierra y sus industrias. El resultado fue una sociedad más igualitaria, democrática y transparente, ya que la prosperidad dependía más de la innovación y el esfuerzo que de la capacidad de extraer renta de otros.
No es un asunto cultural, racial ni religioso: en otros lugares del mundo donde los británicos sí pudieron establecer instituciones extractivas las consecuencias se sienten hasta hoy: las excolonias británicas de Nigeria, Pakistán y Bangladesh se cuentan entre los países más corruptos del planeta.
Muchas diferencias dentro de América Latina también se explican por este factor. En países como México, Bolivia y Ecuador, los españoles aprovecharon las estructuras extractivas que ya existían en imperios como el Inca y el Azteca, con una amplia mano de obra y recursos preciosos a su disposición. En lugares menos centralizados y más despoblados, como Uruguay y Chile, las estructuras fueron algo menos extractivas. Siglos después, Uruguay y Chile son los países más transparentes del subcontinente (14º y 27º, respectivamente). Perú, Bolivia y México, en cambio, están abajo del puesto 100º.
El círculo vicioso
La diferencia entre Noruega y Venezuela, entonces, no es el clima, la religión ni la geografía. Es que, cuando el petróleo inundó su economía, Noruega ya había construido instituciones inclusivas, igualitarias y democráticas que permitieron canalizar ese dinero hacia el bien común. Para Venezuela, con instituciones extractivas, una democracia cooptada por una estrecha élite y una clase empresarial parasitaria, esos petrodólares solo fueron combustible para alimentar la corrupción.
Y es un círculo vicioso. Cuando se hastió de la corrupción y la ineficacia de su clase política, el pueblo venezolano se encontró sin alternativas creíbles dentro del sistema. Entonces, depositó sus esperanzas en un líder populista, Hugo Chávez, que solo agudizó el ciclo de captura del Estado, destruyendo la democracia, demoliendo todos los controles a la corrupción (poder judicial independiente, oposición política, prensa libre) y lanzando al país a una espiral cleptocrática que se reproduce por sí misma.
El ciclo se completa así: extractivismo → corrupción → crisis de la democracia → autoritarismo → más extractivismo → más corrupción.
Venezuela no es el único ejemplo. Algo similar hemos visto en Nicaragua, convertida en otra dictadura cleptocrática bajo la garra del matrimonio Ortega-Murillo, que han convertido su país en un refugio para políticos ladrones, empresarios corruptos y narcotraficantes de todos los rincones de América Latina.
En El Salvador, la corrupción endémica del duopolio Arena-FMLN, sumada a la violencia de las maras, abrió las puertas del poder a Nayib Bukele, cuyo modelo autoritario es extremadamente popular y está sirviendo de inspiración para aspirantes a caudillos en otros países azotados por la corrupción y la violencia como Guatemala, Honduras, Colombia, Ecuador y Perú.
Este último país es especialmente vulnerable. Su frágil democracia se ha sostenido por dos décadas con una corrupción tan sistemática que se ha vuelto regla que los presidentes pasen del gobierno a la cárcel: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo y Pedro Castillo están presos, Alan García se suicidó para evitar ser encarcelado, y Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra esperan juicio.
Una historia demasiado parecida a la de El Salvador, cuyos últimos cuatro presidentes antes de Bukele también fueron encausados por corrupción. Francisco Flores murió antes de que empezara el juicio en su contra. Antonio Saca fue condenado. Mauricio Funes y Salvador Sánchez tuvieron mejor suerte: pudieron comprar protección y nacionalidad nicaragüense en el refugio de los Ortega.
Bukele, por ahora, no corre tales riesgos. Ya destruyó todos los contrapesos democráticos y eliminó cualquier órgano independiente que pueda fiscalizar la corrupción. Controla el Poder Judicial, los fiscales y el Congreso, amordaza a la prensa y viola la prohibición de reelección. Usando el estado de excepción como excusa, ha consolidado el secretismo sobre las compras públicas, actuando con absoluta discrecionalidad. Al mismo tiempo ha lanzado una “guerra contra la corrupción” que, sin autoridades judiciales independientes, sólo sirve de mascarada para ejecutar una purga política contra sus adversarios.
Como demuestra el Caso Odebrecht (conocido también como “Operación Lava Jato”), con ramificaciones en diez países de América Latina (Perú, México, Guatemala, República Dominicana, Colombia, Venezuela, Ecuador, Argentina, Panamá y Brasil) y dos de África (Mozambique y Angola), la globalización sin instituciones de control sólidas está extendiendo la corrupción, provocando que un solo caso tenga un alcance demoledor en el continente entero.
Odebrecht, empresa constructora de Brasil, fue en su momento la mayor empresa constructora en la región. En 2016, en un juicio en el Tribunal del Distrito Occidental de Nueva York (Estados Unidos), sus representantes se declararon culpables de haber pagado 788 millones de dólares en sobornos -junto con la fabricante de petroquímicos Braskem SA- y aceptaron pagar una multa de 3.500 millones de dólares. Uno de sus controladores, Marcelo Odebrechet, declaró en Perú: “Así funciona toda América Latina”.
El ciclo extractivismo → corrupción → crisis de la democracia → autoritarismo → más extractivismo → más corrupción vuelve a repetirse. Y, desde las raíces ancestrales del saqueo, América Latina sigue atrapada en un círculo vicioso. Uno que, como prueba la tragedia venezolana, asfixia nuestras sociedades y nuestras frágiles democracias.