Si todas las crisis fueran como la del periodismo, la vida sería maravillosa. Llevamos décadas quejándonos de esa crisis: que los diarios van desapareciendo, que las redes sociales, que las noticias falsas. Y el resultado más evidente de esa crisis es la dispersión: allí donde un puñado de grandes medios concentraba su poder sobre la información, ahora un campo de medianos y chiquitos reparte, abre, florece más allá de compromisos y de componendas. Muchos, en el camino que abrió, hace un cuarto de siglo, este delirio que llamamos El Faro.
La idea de El Faro, sabemos, era un disparate: publicar, en un país técnicamente escaso, una revista digital –en una época en que casi no había. Con el tiempo, su digitalidad dejó de ser central; lo fue y lo es, sin duda, su periodismo.
Ya lo hemos dicho tanto, premiado tantas veces: el mérito de trabajar en una de las sociedades más violentas, el mérito de mantener en ella una postura seria y digna, el mérito de plantar cara, ahora, al gobierno más popular de la región. El Faro no lo hace con consignas y rumores: lo hace con periodismo. Que consiste, por si alguien lo duda, en contar lo que un poder no quiere que se cuente y –en este caso más que nunca– contárselo a quienes no siempre quieren saberlo. La valentía de un periódico y de sus periodistas se ve en lo que arriesgan pero se mide, más que nada, en su decisión de decir lo que la mayoría preferiría no escuchar: El Faro, ahora.
Aquellos diarios cuya crisis tanto deploramos no lo hacen, no lo harían: sus estructuras, sus negocios, sus sueldos los vuelven frágiles, dependientes del poder del momento y de sus ventas. En cambio, este florecimiento de alternativas que El Faro encabezó nos permite seguir enterándonos de cosas que de otro modo no sabríamos. Sí, para eso muchas veces sus periodistas viven bajo el volcán; es la única forma de contar, sobre el volcán, lo que el resto no cuenta.