La incesante corrupción
Para componer este muestrario de la corrupción del actual Gobierno fue necesario discriminar decenas de publicaciones. Estas que quedan demuestran las tendencias que definen a una administración que ha repetido y profundizado todas las técnicas corruptas que los gobiernos anteriores implementaron. Y también ingeniado algunas nuevas. 2019, cuando Bukele llegó al poder, fue el inicio de la conformación de una estructura de fidelidad absoluta. Parientes, exempleados, operadores oscuros de gobiernos pasados conformaron un gabinete que marcó la pauta que ya no abandonaría: vicios del pasado, como el uso discrecional de la billetera secreta de la Presidencia; o la divulgación propagandística de obras no cumplidas. 2020, bajo pandemia, fue el año donde la corrupción se sistematizó: miles de millones gastados sin control alguno, contratos otorgados a miembros del partido, familiares o proveedores sin experiencia alguna; boicot ante los mecanismos de transparencia; sueldos ocultos. 2021 fue el año del blindaje de la corrupción: con la llegada de la Asamblea Legislativa controlada por Bukele en mayo de ese año, el bukelismo blindó por ley la información de todas las compras irregulares realizadas en 2020 y removió a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y al fiscal que obstaculizaban sus designios o investigaban esas compras y otras acciones, como las negociaciones clandestinas con las pandillas. Por ley, y si no vuelven a prorrogar el secreto, será hasta el año 2027 cuando los salvadoreños puedan conocer cómo esta administración gastó -y sigue gastando- miles de millones de dólares del erario público. En 2022 y 2023, el esquema de cobertura de la corrupción ha estado plenamente desplegado. Conseguir información sobre compras estatales es cada vez más difícil para el periodismo nacional. Pero no imposible: revelamos escandalosos contratos otorgados durante la pandemia y complejos actos de corrupción de funcionarios que aún siguen teniendo poder, como Osiris Luna, director de cárceles y viceministro de Seguridad y Justicia, que vendió para su beneficio miles de sacos de alimentos destinados a los hambrientos de la pandemia; o el ministro de Salud, Francisco Alabí, que concedió contratos durante la emergencia a varias empresas sin ninguna experiencia, bajo procesos irregulares, y que terminó protegido por una ley de inmunidad ante cualquier acto de corrupción en las compras de pandemia.
La política del ataque y la acumulación de poder
En febrero de 2020, apenas siete meses después de haber llegado al poder Ejecutivo, Bukele lanzó su más feroz ataque contra el Legislativo que aún no controlaba: se tomó con militares el pleno de la Asamblea, luego de haber dado un discurso a las puertas de ese recinto -mencionando a Dios en 25 ocasiones- y diciendo a la multitud -convocada por él mismo- que entraría a pedir consejo divino para decidir si disolver o no el primer órgano de Estado. Al salir, Bukele dijo que Dios le aconsejó tener paciencia y dar una semana a los diputados para que le aprobaran los préstamos que él demandaba. Con los meses todo cambió y el arma principal de Bukele para acumular todo el poder sería la Asamblea Legislativa. Su partido, Nuevas Ideas, arrasó en las elecciones de 2021 y consiguió, contando coaliciones, el control de 56 diputados y otros tantos más que decidieron obedecer los designios del presidente. Bukele inició su reforma del Estado el mismo día en que esa nueva Asamblea tomó posesión, el 1 de mayo de ese año. Ya no tenía que negociar con nadie. Utilizando palabras como “limpieza” o “batalla”, el presidente ordenó a sus diputados destituir a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y, en esa misma sesión, presentar a votación (con aprobación garantizada) a los nuevos magistrados, propuestos por el jefe de fracción de su partido contra lo establecido en la Constitución. Esos magistrados harían poco después una interpretación cantinflesca de la Constitución para dar luz verde a la reelección del presidente.
El presidente también ordenó a sus diputados que removieran al fiscal que lo investigaba e impusieran en esa misma sesión al actual, Rodolfo Delgado. El nuevo fiscal allanaría después las oficinas de los fiscales que documentaron decenas de casos de corrupción de este gobierno y también sus negociaciones con pandillas, en un expediente conocido como Catedral. Esos fiscales acabaron en el exilio.
Esta misma Asamblea normalizó los procesos abreviados para aprobar sin discusión todos los deseos de Bukele: La Ley Bitcoin fue aprobada tras solo cinco horas de debate en el pleno. Esa misma Asamblea, violando la orden constitucional que otorga el derecho a cada legislatura de nombrar a cinco de los 15 magistrados de la Corte, nombró a diez; purgó al 30 % de los jueces para que el bukelismo colocara a sus aliados en los juzgados. Ese mismo año, Bukele canceló una de sus principales promesas de campaña y cerró la Comisión de Investigación contra la Corrupción y la Impunidad (Cicíes), que había entregado a la Fiscalía varios expedientes de actos irregulares del gobierno. Todo en solo ocho meses de 2021. Ese año de destrucción de todos los contrapesos estatales cerró el mismo mes de septiembre con dos hechos antagónicos: los magistrados obedientes avalando la reelección y la manifestación ciudadana más grande en contra de Bukele registrada hasta hoy, que congregó a más de 5,000 personas.
También estuvo marcado por la postura más crítica de Estados Unidos contra el proyecto de Bukele. Varios de los funcionarios de este gobierno acabaron en la lista Engel de actores corruptos y la entonces embajadora interina, Jean Manes, anunció que dejaba el país porque ya no tenía con quién dialogar y comparó al presidente salvadoreño con el exdictador venezolano Hugo Chávez.
Este 2023, la última estocada legislativa ocurrió cuando la Asamblea aprobó a Bukele una de las mayores reformas políticas de toda la posguerra: reducir el número de municipios del país de 262 a 44 y las diputaciones de 84 a 60, en un cálculo electoral que solo beneficiará a su partido en los comicios de 2024. En medio de todo esto, el ataque a la prensa independiente y a las organizaciones de la sociedad civil fueron incesantes: desde acusaciones sin pruebas de lavado de dinero en cadena nacional, gritos exigiendo a los periodistas que se vayan del país o espionaje masivo con Pegasus.
Del pacto con las pandillas a un estado policial
Las pandillas han estado en el centro de la política de seguridad pública del Gobierno de Bukele desde que llegó al poder en junio de 2019. Esta administración ha lidiado con esos grupos criminales de dos formas antagónicas: pactando con ellas por tres años y combatiéndolas con un régimen de excepción por otros dos años.
Con documentos gubernamentales, este periódico demostró en septiembre de 2020 que existía una negociación clandestina con líderes pandilleros encarcelados, con el fin de mantener bajos los homicidios y tener apoyo de los criminales en las elecciones legislativas de 2021, donde el partido del presidente ganó la mayoría de diputaciones en la Asamblea. A partir de entonces, muchas otras revelaciones periodísticas sacaron a la luz que el pacto era con las tres pandillas, que parte del mecanismo implicaba sacar a los líderes pandilleros a hospitales públicos y privados para que pudieran girar órdenes a sus estructuras, que el Gobierno utilizó a líderes del Barrio 18 Sureños para detener una racha de violencia en 2021. Quizá la revelación más escandalosa, sustentada con audios de un funcionario público conversando con un líder marero, fue aquella donde Carlos Marroquín, director de Tejido Social, reconocía que la masacre de 82 salvadoreños en marzo de 2022 ocurrió por la ruptura del pacto, luego de que el Gobierno capturara a varios pandilleros que se dirigían en un carro oficial hacia la frontera con Guatemala. Marroquín, en medio de aquellas turbulencias, dijo telefónicamente al marero que el presidente Bukele estaba al tanto de las negociaciones para intentar rescatar la tregua. Aquello no ocurrió y desde entonces El Salvador vive en un régimen de excepción que ha consolidado un estado policial y militar, permitiendo graves violaciones a derechos humanos, miles de capturas injustificadas, decenas de muertes en las prisiones y la sistematización de la tortura en cárceles. El Salvador cerrará este 2023 con una tasa de homicidios histórica, la más baja de la que hay registro desde los Acuerdos de Paz, alrededor de 4 homicidios por cada 100,000 habitantes. Eso se ha logrado gracias a los pactos entre Bukele y las maras y gracias a un régimen de excepción que ha convertido a El Salvador en el país con la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, con cerca del 1.4 % de la población tras las rejas.
Este 2023 cerró con un hecho que posiblemente marcará 2024: La captura en México de Crook. El líder de la MS-13, que debía cumplir en El Salvador una condena de 40 años, fue liberado ilegalmente en 2021 por el Gobierno de Bukele. Dos años después, fue capturado por autoridades mexicanas en ese país y deportado a Estados Unidos, donde el FBI inició sus interrogatorios de cara al proceso que lleva la Corte Este de Nueva York contra los líderes de la MS-13. Crook es la prueba viviente del pacto entre Bukele y la MS-13 y su relato podría ser clave para conocer mejor el pacto de Bukele con las organizaciones criminales.
Más poder estatal y menos derechos ciudadanos
Bukele tenía solo cinco meses en la Presidencia cuando defraudó a las víctimas de la masacre de El Mozote. Tras decir que, a diferencia de los gobiernos anteriores, él abriría los archivos militares para que se esclarecieran casos como el de esa matanza de alrededor de 1,000 campesinos desarmados en 1981, Bukele hizo lo mismo que sus antecesores en el cargo y negó a un juez el acceso a esos documentos. Soldados armados impidieron al juez ingresar a los cuarteles para cumplir con su inspección. El tono autoritario quedaba perfilado y se consolidaría a lo largo del 2020. Aquel año fue de pandemia. Bukele fue de los primeros presidentes latinoamericanos en decretar cuarentena y encierro obligatorio para la mayoría. Las calles se llenaron de militares y policías que capturaron a miles de salvadoreños que, irrespetando la norma, salieron a la calle. Algunos lo hicieron por irresponsabilidad, pero muchos por desesperación: en un país donde alrededor del 60 % de la población tiene trabajos informales -si no trabajan no comen-, el hambre fue el azote durante la emergencia sanitaria. Cientos de personas que buscaban algo de comer acabaron en centros de confinamiento a cargo de militares y donde tuvieron que convivir incluso con pandilleros. Hubo borracheras, asaltos y golpizas en algunos de esos centros, también encierros prolongados más allá de lo permitido por los decretos de emergencia. Muchas de las violaciones a Derechos Humanos estuvieron marcadas por la severidad castrense con la que se impuso la cuarentena.
Pero aquello, que parecía escandaloso, no es comparable con la violencia del segundo periodo de masivos abusos durante esta administración. Cuando en marzo de 2022 el pacto gubernamental con las pandillas fracasó, inició el régimen de excepción, un cúmulo de reformas de ley que permiten que policías y soldados capturen a quien consideren sospechoso y sin necesidad de respetar los protocolos habituales del debido proceso.
El régimen continúa vigente y es ya, según organizaciones nacionales e internacionales de defensa de los Derechos Humanos, una medida que podría constituir crímenes de lesa humanidad: miles de arrestos arbitrarios, cientos de muertes en prisiones, tortura sistemática en las cárceles, encarcelamientos que violan órdenes de libertad dictadas por jueces. Si una de las caras del régimen de Bukele ha sido la desarticulación de las pandillas, sin duda la otra cara ha sido la destrucción del sistema de garantías jurídicas, lo que ha derivado en miles de capturas bajo argumentos como “nerviosismo”.