— Mire, aquí todo se arregla con llamadas, con reuniones, con dádivas o regalos.
—¿A usted qué le han regalado?
— Una vez me mandaron un equipo de sonido... eso por decirle una baratija. Otra vez me sugirieron ponerle unos ceros a un cheque para que yo...
—¿Qué paso?
— Fue a través de un tercero, no le cuento en detalle porque ya sería una acusación muy concreta.
— Ese es el problema magistrado.
— Yo no soy el problema, el problema es que a diario todos los demás aceptan. Desde un viajecito, un televisor y hasta cantidades de dinero que usted no se imagina.
— El problema es que no me da su nombre, ni su cara, ni denuncia a la persona que le sugirió cometer un claro acto de corrupción.
— Es que no se puede. Es un círculo vicioso.
— Ese es el problema.
— ¿El qué?
— Que usted no denuncia, que yo no lo grabo ni lo denuncio por no denunciar.
— Es que mire, si usted es probo y denuncia corrupción tiene que hacer casi una investigación detectivesca para llegar hasta el final.
— Ve, ese el problema, nadie empieza por algo.
— Algo de responsabilidad tenemos.
— El problema somos todos.
— Es complicado.
— Es cobardía.
Es una plática casi cotidiana, así sin nombres ni detalles, que seguramente más de algún periodista salvadoreño ha tenido en más de alguna ocasión, con otras variantes y otros detalles que tampoco revelará.
Diputados y ex diputados, magistrados y ex magistrados, presidentes y ex presidentes platican con periodistas a diario. Y es así que detrás de la cámara, con la grabadora apagada, o con la libreta en el bolsillo recibimos y acumulamos esa basura que abochorna, por decir una baratija.
Los teléfonos de los funcionarios de los tres poderes del Estado reciben a diario llamadas de "personajes influyentes" tratando de influir –casi siempre con éxito– en decisiones, elecciones, procedimientos, investigaciones. El problema es que ellos, funcionarios que elegimos directa o indirectamente con nuestros votos, son nuestro espejo.