Se cumplen 20 años de la firma de los Acuerdos de Paz para El Salvador. Un buen primer paso. El inicio de otros mayores. Recuerdo que la noticia se esperaba, por las reuniones previas entre los principales actores del conflicto. Concretar la firma, realmente, no fue una sorpresa. Pero sí fue una buena noticia el hecho de que al fin se firmara el esperado compromiso. Nada mejor que en el Castillo de Chapultepec, lugar emblemático de glorias en México, país siempre fraternal, ante testigos e invitados especiales de la comunidad internacional como garantía. Era necesario. Mucho nos habíamos tardado los salvadoreños. Yo lo celebré en mi interior. No con pompa, pero sí con optimismo.
En esos días yo estaba en la provincia de Quebec, Canadá, el lugar donde resido desde que me exilié en 1980. No recuerdo con exactitud qué hacía ese día. Estaría ocupado, como siempre. Tal vez jugando un partido de ajedrez porque lo juego siempre. Tal vez leyendo o trabajando, pues nunca he dejado de hacerlo. Pero puse esmerada atención a la noticia que vi y escuché en Radio Canadá Internacional, una televisión de prestigio. El reporte fue amplio, claro y bien documentado. Con espacio. Pensé en la responsabilidad que se había adoptado en El Salvador para seguir un camino racional, el camino que deberíamos haber tomado desde un principio. Fui cortante en esto, en mis cortas reflexiones, porque me frustró siempre que no se hubiera visto bien por dónde ir. El país estaba por los suelos por tanta muerte estúpida, sin sentido.
La verdad es que la firma de los Acuerdos de Paz no me sorprendió puesto que desde que empezó el conflicto, declarado oficialmente en 1980, no había alternativa a esa solución. Solo los ciegos no lo veían, aunque abundaban. Los sordos tampoco, pues no hay peor sordo que el que no quiere oír. La comunidad internacional apoyaba la solución dialogada, negociada, como finalmente ocurrió. En estos párrafos estoy dando impresiones personales, pero difícilmente los Acuerdos de Paz pueden desligarse de consideraciones políticas. Surgen por sí mismas. Me agradó mucho, ratifico, puesto que cuando yo estuve en la Junta de Gobierno, entre 1979 y 1980, impulsé el diálogo y la negociación. No había que hundirse más. Posteriormente, fuera del país, continué la promoción. Estaba convencido de ello. Los ciegos y los sordos, constaté, eran menos que la mayoría que ansiaba la paz pero estaban bien organizados en uno y otro lado, imponían su beligerancia y su radicalismo. Esto, por suerte, se logró disipar –o transformar– en 1992. Yo había participado en varias reuniones para dar continuidad a la idea. Una de ellas, importante, fue la que tuve con líderes del FMLN a mediados de 1989, en México D.F., constituyendo una valiosa experiencia.
Por lo anterior y por otros contactos que tenía en el exterior, supe con antelación que la solución negociada estaba a la vista. No se escurriría más. Aún sin la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989, los Acuerdos de Paz vendrían. Estaba claro. La comunidad internacional había hablado: ¡no más allá! Y así sucedió. Hicimos bien los salvadoreños en acordar la paz. Lo celebré en mi interior. Con cierto escepticismo, declaro, ante los vacíos que observé que habían quedado, pero como paso inicial para ir por nuevo camino lleno de espinas, porque aún hay mucho por hacer. Comparé este acuerdo inmediatamente con las largas marchas que hacíamos sobre el terreno cuando era militar en activo: después de una montaña venía otra montaña, y luego otra. ¡Aplica a la vida de la nación! Por tanto, para hacer honor a esos Acuerdos de Paz, se necesitan en la actualidad, pienso yo, esfuerzos conjuntos y sinceros para salir adelante. Hay muchos caminos. Somos libres de elegir el que queramos. Pero yo creo que el mejor es el de la convivencia, la libertad de pensamiento, el esfuerzo conjunto y la justicia social; dicho en otras palabras, el de la paz verdadera. No es fácil. Pero es nuestro camino. Honraremos de esta manera, sobre todo, a las víctimas de la tragedia"