La paz me agarró de noche, llegó sorpresiva, celebrando. Llegó al compás del nuevo año que apenas tenía un par de horas de existir. Eran aproximadamente las 2 de la madrugada del 1° de enero de 1992. Mi amigo Fisher me llamó de un teléfono público y me dijo emocionado “la guerra terminó, se va a firmar la paz” y yo no entendí, no sabía cómo sería eso y no imaginaba que pudiera ser creíble porque de algún modo no se sabía vivir de otra forma que no fuera adentro de una guerra. Él parecía que lloraba y yo colgué el teléfono, sin llorar, sin entender aún pero bailando, con una opresión en el pecho que aún se repite cuando lo recuerdo.
Luego llegó la famosa firma, en el castillo de Chapultepec, acto que seguramente todos los que teníamos televisor veíamos desde El Salvador. Totalmente emocionante, como una promesa de que todos estaríamos mejor, así como en las bodas, en que se juran amor eterno, aunque nadie sabe si esto será realmente posible de cumplirse y por cuánto tiempo.
Finalmente llegó otro día emocionante, el 1° de febrero, la fecha acordada para el cese del movimiento armado. San Salvador era una fiesta, aunque fiesta dividida por supuesto, ya que la paz no era igual ni sabía a lo mismo para todos, pero fiesta al fin. Yo me fui para el centro, frente a catedral. Era sábado antes de la medianoche y la fiesta se sentía como esas cosas que se hacen sin permiso y por tanto producen más adrenalina por parecerse un poco a lo que hasta entonces era prohibido. Había gente abrazándose por todos lados, buses repletos con gente con pañoletas rojas cubriéndose el rostro y algunas ya descubriéndose el suyo después de mucho tiempo de no hacerlo, permitiendo reconocer a algún vecino a quien se creía desaparecido o que no se sabía a qué se dedicaba, o reencontrando a algún familiar que no se había vuelto a ver. Había música que retumbaba al ritmo de las emociones combinadas y que iban de la alegría al miedo, música que apenas días antes era prohibida y solo se escuchaba en casettes. En el momento que estuve ahí cantaba Mejía Godoy y en la otra plaza, en la que celebraba horas antes el gobierno, cantaba José Luis Rodríguez “El Puma”. Al día siguiente “La Prensa Gráfica” publicó uno de mis poemas, el más feo de todos creo, pero lo guardo como parte de esas fechas y como un regalo que traía para mí aquella paz.
Era 1992, el año de la paz. Todos los que nos graduamos de bachiller ese año decíamos que pertenecíamos a “la promoción de la paz”. Ese también fue mi último año en El Salvador, después viví en México, en nueva y muy distinta guerra, a 20 años de aquella alegre e inesperada paz.
Este es el poema que publicó la prensa..."
Patria
Para que en el camino, ni tu ni los demás tropiecen
tomen mi mano amiga y verán que hasta el odio vencen.
Para que en cada rincón del alma puedan sentir la paz,
llenarse de respeto y honradez deben ser capaz.
Para que cada día de su vida puedan ver libres el sol brillar,
a su familia, a sus vecinos, a tus ciudadanos deben amar.
Para que en tu tierra hallemos siempre techo, vestido y pan,
todos por su parte deben trabajar con mucho afán.
Para que todos crean en tí, en ellos, en los demás
cada uno, dentro de su yo, deben crear la paz.