El 31 de diciembre de 1991 las tradicionales cumbias de fin de año fueron varias veces interrumpidas para dar paso a la noticia en desarrollo que venía desde la sede de la ONU en New York: el gobierno de El Salvador y la guerrilla del FMLN estaban a un paso de concretar el último acuerdo para dar paso a la firma del que significa quizá el más grande consenso en la historia republicana.Los rostros de incredulidad, expectativa y asombro se mezclaban con la voz grave y controladamente ansiosa de los locutores que anunciaban la cada vez más cercana posibilidad de poner fin al conflicto armado del país. Yo escuchaba con expectación y quizá con más atención que otros niños nacidos en 1979. No entendía qué era la paz, pero la anhelaba. Solamente entendía que la paz debía ser algo distinto a lo que era la realidad salvadoreña que conocía desde que tuve conciencia: la guerra.
El 16 de enero de 1992 la televisión pasó encendida todo el día, y toda mi familia la siguió con atención e incredulidad. Cualquier cosa podía romper la frágil firma de unos hombres ante la dureza de una guerra que se peleó con ferocidad. Escuché todos los discursos, vi todo sin decir nada, sin emitir juicio. Hablar de política podía costar la vida y esa firma que mirábamos por televisión aún no nos daba ni la tranquilidad ni la libertad de opinar. Tuvo que pasar algún tiempo para que yo, el menor de una familia totalmente desafecta y desorganizada políticamente, emitiera mis pensamientos políticos y aún más tiempo para que participara de ella.
Ese 1992 se firmaron los acuerdos de paz, se cumplieron 500 años de conquista y yo ingresé al Externado de San José, y sus murales, libros, sacerdotes y profesores hablaban de la política y la conquista con una libertad, irreverencia y vehemencia como si allí adentro de ese pequeño recinto se tratara de una república independiente, como si la guerra no acabara de pasar hace unas semanas, como si se tratara de una tierra ideal en donde uno podía opinar sin que eso significara poner en riesgo la vida.
Así viví la firma de los acuerdos de paz y el inicio de una adolescencia en la que pude darme el lujo de hacer preguntas difíciles y de dar opiniones antes proscritas, lujo legado por anteriores generaciones que pagaron con su sangre incluso. Así también se inició la infancia de un proceso democrático nunca antes registrado en la historia del país. Con esa firma no sabía lo que venía ni para el país ni para mi, pero tenía claro que lo que no debíamos era volver atrás. Eso era lo único que tenía seguro: la posibilidad de imaginarme un El Salvador sin soldados y guerrilleros, sin villanos y “buenos”; con posibilidad de pensar y actuar con libertad, de saber que cualquiera, independientemente de su pensamiento o clase social puede gobernar, y que todos podemos elegir libremente a quien queremos que gobierne o que no siga haciéndolo.
Este 2012 se celebran 20 años y no creo conveniente entender el futuro sin tomar en cuenta aquel 1992, pero tampoco siento posible construir un futuro sin despojarse de él, para dar paso a algo distinto, y en la medida de lo posible, mejor."