En 1992 estaba en México Distrito Federal, la ciudad más grande y bella del mundo, según una estación de radio que escuchaba en los microbuses durante el recorrido, de hora y media, hacia la Escuela Nacional de Antropología e Historia donde estudiaba antropología sin saber qué era la antropología. Vivía en "la tigrera". Pero antes de seguir, debo explicar cómo es que el destino me llevó, más bien empujó, hasta Tenochtitlán, porque no fue precisamente por turismo, sino por la historia de la clandestinidad de mi padre, miembro del Partido Comunista desde 1954, algo que para este pequeño relato sobre el fin de la guerra viene al caso.
A inicios de los años años ochenta mi madre me dijo que ibamos a vivir en Francia, que en la realidad se convirtió en Checoslovaquia, país donde vivía desde hace unos años mi padre, tratando con los comunistas del Este para la causa de la revolución. De El Salvador me llevé el gusto por los irremplazables mangos verdes con alguashte y el recuerdo de varias situaciones angustiantes como un cateo que ocurrió cerca de nuestro hogar (solo un exiliado comprende plenamente ese concepto) lleno de libros comprometedores. En mi casa, recuerdo, había un pañuelo rojo con negro de mi hermana y que por usarlo debió huir a Rusia después que la Policía llegara a preguntar a mi madre si sabía en qué actividades subversivas andaba metida su hija. Me llevé al exilio también a la primera persona muerta que vi en mi vida, una adolescente --supongo que lo era--, una comando urbano –también lo supongo--, muerta durante una balacera cerca de Metrocentro. Esa vez íbamos pasando en carro junto a mi madre y aun veo claramente los jeans acampanados y celestes por el uso, su pañuelo rojo (otro pañuelo) y el charco de sangre bajo ella.
La decisión de irnos de El Salvador la tomó mi mamá después del asesinato de monseñor Romero. Ella, una mujer que siempre se mostró valiente, en un momento se preguntó que si mataron al cura ¿a quién no iban a matar ahora? Era una mujer con hijos de un comunista recontrabuscado. El nombre de mi padre aparecía entre los primeros de la "Lista Negra" de los Escuadrones de la Muerte que circulaba en aquel entonces. Así que viví 11 años en Praga. Muchos creen que es una dicha vivir en Europa. Pero no se puede generalizar, sobre todo si uno es un niño, un niño tropical en un país que ni siquiera tiene acceso al mar. La ciudad de Praga era fría y eternamente gris. Sin amigos, sin primos y sin hablar el idioma la cosa en otro país se pone fea.
De mi añorado El Salvador me llegaban noticias por cables de Prensa Latina, una agencia de prensa cubana por lo que es fácil deducir la visión de la guerra que me creé. Con el tiempo, los recuerdos de mi país los reemplazaron las vivencias de la adolescencia y, como sucede con toda guerra que dura mucho, sus noticias llegaban menos y menos. Recuerdo duros momentos, sobre todo por solidaridad como el llanto de mi madre, por los asesinatos de sus amigos, sobre todo cuando mataron a los padres jesuitas. Le dolió mucho Martin Baró, también el horripilante asesinato sin sentido de Mélida Anaya Montes por parte de otros revolucionarios.
De repente, recuerdo que cuando más aclimatado al invierno estaba, cayó el régimen comunista, mejor dicho régimen ruso, y los miembros de la familia se dispersaron por el mundo como bolas después de un saque de billar. Yo reboté hacia París y París me rebotó hacia México donde mi padre había llegado recientemente después de una corta estadía en Cuba. Mi padre estaba ahí, precisamente, porque ya se estaban preparando los Acuerdos de Paz. Así fue como llegamos a vivir a “la tigrera"; una casa a medio construir en la delegación de Iztapalapa, una casa que el FMLN alquilaba para que sus miembros tuvieran un lugar donde caer en su paso por México. Pasaron muchos y todos dejaron algo de sus pertenencias en la casa. De ahí su nombre. Vivían con nosotros unos dos guerrilleros. Entonces, la paz ahí me agarró: en "La Tigrera", viendo en la televisión mexicana la transmisión en vivo desde el castillo de Chapultepec, que con bombo y platillo el entonces presidente Salinas de Gortari quería hacer parecer como un logro más de su mandato. Yo veía la gran alegría de los otros tigres por poder regresar a su país. Pero yo no sentía esa alegría porque no creía que de verdad esa transmisión en vivo significara el verdadero final de la guerra. Yo me preguntaba que si solo así, con sonrisitas y abrazos, los que mandaban a matar eran nuevos amigos. Tanto tiempo de eliminación sistemática de los oponentes, tanto odio, tanta venganza no podían desaparecer de la noche a la mañana. Pero sucedió y decidí dejar todo a medias en México para regresar con tranquilidad a mi país.
Al llegar al apartamento donde estaba viviendo mi familia, mi mamá había preparado un cuarto para mi solito, con una cama. Cuando me acosté en esa cama, sentí un placer indescriptible. El placer no solo del cariño materno, también el placer del estruendo del concierto de los insectos en la noche. Después de vivir en "tierras lejanas" como dice la canción de Julio Numhauser, todo cambia: sentí el gran placer de poder decir con toda seguridad ¡Esta cama es mía!