De migrantes a refugiados: el nuevo drama centroamericano
Costa Rica, la ruta del sur
1 Listos para lo peor
De noviembre a enero no encendieron las luces y dormían por turnos de dos horas para vigilar si un carro pasaba o paraba frente a la casa. El padre o la madre salían por el día solo para resolver lo urgente: rematar la mercancía, los congeladores, los carros, vender lo que se pudiera y pagar facturas. La hija de 16 les decía que era mejor salir los tres: para que nos maten juntos, que si los matan a ustedes yo me quedo sola.
El padre había inaugurado en octubre un negocio propio de venta de pollo fresco, carne de cerdo y embutidos en el anexo de la casa, consciente de que era peligroso. Todo el dinero de la familia lo invirtió en adaptar un local para picar el pollo que compraba entero. No necesitaba plata para comprarlo. Los proveedores le daban crédito y saldaba la deuda con lo que cada semana le pagaban sus clientes: hasta 5,000 lempiras, equivalentes a más de tres salarios mínimos en un día. Él mismo entregaba los pedidos en moto o en camión, dependiendo del clima y la distancia. Vivía en La Lima, un municipio a media hora de San Pedro Sula, cerca del aeropuerto, y negociaba la mercancía por la mañana en la ciudad, en la central de abastos de la colonia Satélite. Por la tarde pasaba a cobrar y a pagar.
El 12 de noviembre de 2016 fue a la Satélite a repartir dos bolsas de chuletas y cuatro pandilleros lo asaltaron, lo golpearon, le tomaron fotografías a la placa del camión refrigerado y a su licencia de conducir. Preguntaron quién le dio permiso de vender en la zona y le dijeron que si quería seguir haciéndolo debía pagar 200 dólares a la semana, el 80% de su ganancia. Trabajó como vendedor de Cargill y otras grandes compañías de alimentos durante 20 años, casi el mismo tiempo que llevaban las pandillas operando en Honduras. En esa época, no hace un año de eso, repartía pollo y embutidos en un camión custodiado por un guardaespaldas y cuatro policías pagados en la sombra por la empresa. En un año fue nueve veces el mejor vendedor de la compañía en Honduras. Creyó que trabajando por su cuenta también podría llegar con su mercancía a lugares no tan calientes de San Pedro Sula, la ciudad con más asesinatos de todo el continente.
Cerró los ojos mientras lo golpeaban. Por esos días había comentado con Martín, un colega vendedor de carne, lo feas que se estaban poniendo las cosas en el mercado, que ojalá nunca llegaran a cobrarles; porque les pagas un día y al mes suben la renta un poquito más, un poquito más, un poquito más, hasta reventarte. Y eso es: o pagas o te matan.
—‘Ah, no, nosotros somos negocitos pequeños. No va a pasar nada’, me dijo Martín. Y ahí tengo el vídeo de cuando lo mataron. Cuatro AK-47 contra una persona sola. Porque no pagó, porque no le alcanzó para pagar. Uno no lo cree. Matan a un montón de gente y uno dice ‘nunca me va pasar a mí porque aquí me conocen y me quieren’.
El video dura un minuto. Comienza cuando la pick up gris que conducía Martín Rivera Peña, de 38 años, se estrella contra otros vehículos aparcados en la calle, frente a un centro de salud del barrio Medina, a medio camino entre la central de abastos de la Satélite y su casa, en la colonia Chamelecón. Una SUV blanca se detiene junto a la pickup, bajan tres encapuchados con chaleco antibalas y durante ocho segundos descargan ráfagas de AK-47 contra la cabina de la camioneta. Los encapuchados se montan en la SUV, hacen el amago de arrancar, pero se bajan para verificar que Rivera Peña esté muerto. El último en subir vuelve a dispararle a la salida. El chofer acelera y la camioneta huye a la izquierda en la siguiente esquina.
En el extrarradio de San Pedro Sula, donde la familia hacía su vida, la violencia política y criminal empeoró a partir de 2009, después del golpe de Estado contra el gobierno de Manuel Zelaya. En ocho años, a la familia le han matado a seis amigos, unos 10 vecinos, varios clientes y a un compañero de escuela de la niña que cursaba el séptimo grado. La mayoría eran dueños de llanteras, autolavados, pulperías, negocios como el suyo. El último en morir fue Martín, en la mañana del 17 de enero de este año. La familia llevaba tres días de haber llegado a Costa Rica, huyendo. Se enteraron cuando se instalaban en un albergue temporal para refugiados de San José. Fueron los primeros en ocupar esa casa recién inaugurada en la capital por una oenegé llamada Cenderos, con fondos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR; el único albergue de esa clase que existe en San José.
Huyeron de San Pedro Sula el 13 de enero, en el Ticabús de las 5 de la mañana que para en Tegucigalpa y Managua y tarda dos días en llegar a San José. Trajeron 600 dólares y lo que cupo en dos maletines. No conocían a nadie. No sabían adónde ir. Al bajar en la terminal, se presentaron a un puesto de policía, extraviados. Dijeron que no eran turistas ni tampoco migrantes regulares. Que huían de una amenaza de las maras y vinieron a Costa Rica porque aquí no operan sus mafias. Que querían quedarse legalmente en el país. Rodríguez, el oficial de guardia, les sirvió café y miró sus documentos. Le extrañó que no hubiesen usado nunca antes sus pasaportes si tenían tantos años de emitidos. ¿Por qué?
—Los sacamos porque estábamos ahorrando para un viaje. No este viaje, claro. Unas vacaciones. Antes vivíamos tranquilos en Honduras —dice la madre.
La necesidad de huir los arruinó. No estaba en sus planes migrar ni buscar una vida mejor a la que tenían en Honduras. Habían pagado la hipoteca, no pasaban hambre ni calor. Tenían tres frigoríficos llenos de pollo, dos carros, una moto, aire acondicionado en las habitaciones, ventiladores en la sala. Todas las semanas iban al cine o a cenar, aunque en horarios cada vez más restringidos.
—Si usted a la una de la mañana va para mi colonia, ahí le salen ocho o 10 tipos tapados, con escopetas, que no lo dejan pasar —dice el padre—. ¿Y para dónde va?, le preguntan. ¿Cuál es su nombre?, vuelven a preguntar. Y lo buscan en la lista de vecinos de la colonia que pagan servicios privados de seguridad.
En Honduras hay cinco veces más guardias privados que policías cuidando el orden público. Casi 900 compañías ofrecían estos servicios en todo el país a mediados de 2015, según datos de la Secretaría de Seguridad hondureña. Los propietarios de la mayoría de estas empresas son oficiales retirados de la Policía o del Ejército. Los encapuchados resguardan la única entrada a la colonia, separada de la salida más próxima a la autopista por un kilómetro solitario de carretera entre cañaverales, que son tierra de nadie.
—En la caña, ahí es donde se ponen. Ahí matan gente. Pero no crea que a cuatro o cinco. ¡Si ya han matado como a 80! ¡Y nosotros vivimos en la parte tranquila de Honduras!
El municipio La Lima pertenece al departamento de Cortés, al noroeste del país, en los límites con Guatemala y el mar Caribe, al sur de San Pedro Sula. Y Cortés es el segundo departamento más peligroso del país, por detrás del departamento Francisco Morazán, donde está la capital, Tegucigalpa. En La Lima, el índice de homicidios es levemente más bajo que en los peores municipios de Cortés: en 2014 era de 81.2 por cada 100,000 habitantes, cuando en San Pedro Sula era de 110.8, según cálculos del Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional de Honduras. Fuera de allí tampoco hay mucho lugar donde vivir. La seguridad no es mejor en los pocos departamentos donde hay carreteras y trabajo, y la mitad no violenta de Honduras es una montaña inhabitable. De un lado del país matan las pandillas y del otro, mata el hambre. Cruzar la frontera más próxima, hacia Guatemala o El Salvador, hubiese sido lo mismo. Entonces trataron de huir lo más lejos posible, hacia el sur. Hasta Panamá hubiesen querido, pero el dinero no les alcanzaba. Les alcanzó hasta Costa Rica, hasta el puesto de policía donde el oficial Rodríguez les explicaba que tenían derecho a pedir refugio en ese país, que fueran el lunes a las oficinas de Migración a formalizar una solicitud. Una explicación rutinaria para el oficial.
En los últimos tres años, en Costa Rica se han quintuplicado las solicitudes de refugio de gente que huye de los países del Triángulo Norte —Honduras, El Salvador y Guatemala— por causa de la violencia de las pandillas, del crimen y del Estado. La oficina a cargo de recibirlas, la Comisión de Visas Restringidas y Refugio, tramitó 389 solicitudes en 2014, y en julio de 2017 llegaron a 2,079. A ese paso, la agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los refugiados, ACNUR, estima que el número de solicitudes podría escalar hasta 14,000 para finales de 2018.
“No son cifras inmanejables para Costa Rica, que tiene un buen sistema, un marco legal e institucional que funciona. Pero sí representan un reto para las autoridades, de cara a procesar todas esas solicitudes”, dice Carlos Maldonado, representante de ACNUR en San José.
Costa Rica está en mejores condiciones que otros países de la región para hacerse cargo de esta avalancha. Es el único país de América Latina que tiene un sistema cuasi judicial para otorgar el estatus de refugiado: quien lo pide presenta pruebas, una comisión las evalúa y decide en primera instancia, y si la decisión no es favorable, el solicitante puede apelar. Es un sistema similar al de Canadá. Fue adoptado apenas en 2011 pero aceitado por ocho décadas de tradición democrática en las que Costa Rica acogió refugiados del hemisferio y de Europa. Españoles que huían de la Guerra Civil. Argentinos, uruguayos y chilenos exiliados por las dictaduras militares. Centroamericanos y colombianos que huían de sus conflictos armados. Y, más recientemente, venezolanos que huyen de la asfixia de un Estado autoritario y multiplicador de miseria.
Quienes buscan refugio en Costa Rica pueden pedirlo en fronteras, puertos, aeropuertos o ante la unidad de Refugio de la Dirección General de Migración. Y desde el momento que presentan la solicitud, reciben documentos que les dan derecho a permanecer en el país y le dan acceso a servicios de salud. A los tres meses, pueden solicitar y obtener un permiso de trabajo. A diferencia de México y Estados Unidos, en Costa Rica no hay detención administrativa para los que piden refugio y ACNUR no tiene en sus registros ningún caso de alguno que haya sido deportado. No porque todas las solicitudes de refugio sean aprobadas sino porque muy probablemente aun los rechazados consiguen un estatus migratorio alternativo que les permite quedarse, explica Maldonado.
El Salvador es el único país del Triángulo Norte que cuenta con un programa de identificación de personas en alto riesgo para ser reasentadas en Estados Unidos luego de una breve parada en San José: el PTA, por sus siglas en inglés. Comenzó a operar en julio de 2016, con el auspicio de ACNUR y la Organización Internacional de Migraciones. Con este mecanismo, la Fiscalía salvadoreña seleccionó a 200 personas y hasta marzo de 2017 solo ocho lograron llegar a San José. El gobierno de Barack Obama implementó en diciembre de 2014 un programa similar, el CAM (Central American Minors), para frenar a las decenas de de miles de niños centroamericanos que llegaban solos a la frontera sur de Estados Unidos. Hasta agosto de 2016, los padres y representantes de 9,500 niños guatemaltecos, salvadoreños y hondureños pidieron acogerse a este programa y 700 habían logrado reunirse con sus familias. Con el cambio de administración en la Casa Blanca y al calor de las primeras acciones ejecutivas de Donald Trump contra la migración, ambos mecanismos se hicieron todavía más lentos e ineficaces; y en junio de 2017 el CAM fue eliminado por decisión del presidente.
La mayoría de los centroamericanos que llegan a Costa Rica viene en grupos familiares, directo a la capital, por carretera, en autobús o pidiendo aventón, sin referencias del país, totalmente extraviados. El poco dinero que traen no les alcanza para nada en San José, la ciudad más cara de Centroamérica.
Los 600 dólares que trajo la familia hubiesen rendido más de un mes en La Lima. En cambio, en San José al cuarto día ya no tenían ni para comer. Ese mismo fin de semana que llegaron un taxista ofreció llevarlos a un motel seguro y los esquilmó. Como no tenían dinero, el oficial que inició su trámite los remitió al albergue de ACNUR, inaugurado en enero de 2017. Cenderos, la organización dependiente de ACNUR que lo administra, recibe a los que llegan sin nada por el mínimo tiempo necesario: tres días, un mes, lo que tarden en conseguir un alquiler; y otra organización dependiente de ACNUR llamada ACAI —la Asociación de Consultores y Asesores Internacionales— se encarga de financiar hasta los dos primeros meses de renta.
Con ese dinero, la familia pagó su primera casa en el barrio México, de San José. Tenía una habitación, que la madre compartía con la hija y era del tamaño de su antiguo clóset de La Lima. La sala y la cocina eran un mismo pasillo con un sofá donde dormía el padre, con una mesa de fórmica y un televisor de perillas, prestado, que agarra cuatro canales. Su antigua casa quedó abandonada. Querían rentarla para tener algún ingreso en Costa Rica. Pero el día que un amigo fue a colgar el rótulo que decía “se alquila”, pasaron dos tipos preguntando dónde es que vive el hombre del pollo. Él respondió que no sabía, que él era el hombre del aseo. Entonces decidieron dejar la casa vacía, no sea que maten a los inquilinos confundiéndolos con ellos. En Honduras nadie sabía dónde estaban, ni la familia, ni los vecinos. No se despidieron de nadie. El padre apagó su teléfono, la madre cerró su cuenta de Facebook y desaparecieron.
—No dijimos nada de que nos extorsionaban, de que nos amenazaban, por no ponerlos en riesgo.
Trataron de asimilarse lo más pronto posible. Matricularon a la hija en la escuela. Él consiguió un empleo de ayudante de albañil y seis meses después de haber llegado, en julio, obtuvo el permiso para trabajar legalmente por un año. Ella comenzó a cursar talleres en derechos humanos y se alistó como voluntaria en el albergue para atender a los que siguen llegando. Pero entre más se entera de los detalles del proceso, más dudas tiene de que el gobierno de Costa Rica apruebe la solicitud de refugio de su familia.
La tasa de reconocimiento del estatus de refugiado en Costa Rica varía según las nacionalidades de quienes lo piden. Pero en promedio, el 70 % de las solicitudes que llegan al final de la gestión son rechazadas. Lo que ha notado la madre en sus visitas a Migración, en las conversaciones que ha tenido con otros que ya obtuvieron respuesta, es que el temor a las pandillas no es motivo suficiente para que Costa Rica dé asilo a un centroamericano. Tiene que haber un caso delicado de muerte en la familia y en el suyo no lo hay.
—La primera semana de diciembre tenemos la cita para que nos den la respuesta. Ya yo estoy preparándome para cuando me digan que no, dice la madre.
De momento, a ella no se le ocurre ningún otro lugar adonde huir.
2 Gigi tiene que irse
Gigi no quiere, pero tiene que irse. Vive cómoda en una pensión de 15 cuartos sobre un restaurante chino en el centro de San José. En su habitación todo es rosa. La cesta de la ropa sucia. Las paredes. El camuflaje militar del cubrecama queen donde está tendida, viendo “Amigas por siempre”, una comedia adolescente noventera con Melanie Griffith, Rosie O’Donell y Demi Moore. Llueve y ella espera a que escampe para irse como todas las noches a la esquina del Instituto Nacional de Seguros con el Parque Morazán, a trabajar.
—Estoy saliendo todos los días por si ya el mes que viene me tengo que ir. Y estoy aquí viendo la tele y no estoy tranquila. Tengo que buscar dónde refugiarme, qué fuerte.
Las autoridades de Costa Rica le negaron el refugio en 2013, el mismo año que lo pidió. No sabe bien por qué y no apeló la decisión. El año pasado intentó pedir una residencia por humanidad y ni siquiera logró completar el trámite. La funcionaria que la atendió la miró de pies a cabeza—las plataformas, las tetas bien hechas, el pelo alisado, los lentes de contacto azules sobre los ojos negros— y de una vez le dijo: “Usted no llena los requisitos”.
—Me hizo sentir que tenía que llegar sucia, rasgada, como recién escapada de los pandilleros. Pero como ya he estado aquí, soy diferente a lo que era allá.
Ella llegó a San José a finales de 2011, directo a trabajar en la misma esquina. Le temblaban las piernas ahí parada pensando que alguien iba a bajar el vidrio del carro y le iba a disparar. Venía de Honduras y en enero de ese año habían matado a una compañera suya en la esquina que compartían varias mujeres transgénero en San Pedro Sula. “Echaron una disparada como para que no quedara ninguna”, cuenta Gigi. Ella —“gracias a Dios”— se tiró al piso y empujó con su peso a otra amiga y ambas se salvaron, pero los gatilleros siguieron rondando la calle varias semanas, viendo cuál había quedado viva.
Honduras tiene la tasa más alta de homicidios entre mujeres transgénero de todo el hemisferio: 9.68 asesinatos por cada millón de habitantes, según la oenegé Transgender Europe. Los crímenes se triplicaron con la ola generalizada de violencia callejera y política que siguió al golpe de Estado contra Zelaya. Desde entonces, 85 mujeres trans han sido asesinadas en el país y no ha habido ninguna detención relacionada con estos casos.
Una noche después que el presidente fue derrocado, el 29 de junio de 2009, la activista transgénero Vicky Hernández Castillo —registrada al nacer como Johnny Emilson Hernández— salió a trabajar durante el toque de queda impuesto por el gobierno de facto. La mañana del 30 apareció estrangulada en una calle de San Pedro Sula, con dos disparos en la cabeza. Las autoridades manejaron la hipótesis de un “crimen pasional”, pero hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos presume que la mataron durante redadas que esa noche ejecutó la Policía Nacional. Su asesinato fue el comienzo de una seguidilla. El mismo día 30 mataron a Valeria Joya y a Martina Jackson. El 30 de agosto, a Michelle Torres. El 20 de septiembre, a Salomé Miranda y a Sadya Reynieri. Y el 9 y el 10 de octubre, a Marión Lanza y a Montserrat Madariaga. La cuenta no se detiene, porque a la violencia de los cuerpos de seguridad del Estado se sumó la violencia de las pandillas.
Fotogalería
Huir de todo: de las pandillas, del Estado y de la discriminación
—En la calle uno ya no puede trabajar porque sería trabajar directamente para los mareros. Para poder tener su plaza, para poder trabajar, tendría usted que vender cocaína o marihuana y darles la cuota a ellos. Si no, no. Y es muy peligroso. Imagínese: ¿Y si uno no hace dinero esa noche? ¿Tengo que pagar la mercancía y quedarme con el producto y ver qué hago?
Durante los ocho meses siguientes al tiroteo, Gigi vivió encerrada con dos amigas, recibiendo clientes en casa. Pero las cuentas no daban y volvió a salir. En la calle conoció a una mujer hondureña que trabajaba en un bar —El Rey— de San José. La mujer le contó que tenía una hija trans, rebelde y perdida, a la que andaba buscando y mientras la encontraba le ofreció a Gigi traerla a trabajar a Costa Rica, donde la prostitución es legal.
—Me vine con la mujer en el bus. Y desde ese entonces he estado acá. Prácticamente me refugié yo sola, sin que me dieran nada.
Gigi jura que la mujer no le quitó ni un peso por traerla. Pero ACNUR sabe que a la mayoría de las mujeres transgénero que llegan a Costa Rica para trabajar en las calles, las mafias y la policía sí les cobran y les cobran caro.
“Sabemos en qué circunstancias han vivido y salen de sus países de origen, sabemos en qué circunstancias han transitado y en qué circunstancias se ven obligadas a vivir en los países de acogida, en una permanente victimización y revictimización”, dice el representante de la oficina de Naciones Unidas para los refugiados en San José, Carlos Maldonado. “Costa Rica es un país más abierto, pero la situación de las personas trans es de las más preocupantes de todas, es un tema que las Naciones Unidas deberían adoptar como prioritario”.
Gigi creció en Santa Cruz de Yojoa, a 80 kilómetros de San Pedro Sula, con una hermana mayor y dos hermanos menores que cerraban cada juego con una frase del tipo: “Tenías que ser culero”, En Centroamérica se usa como sinónimo despectivo de homosexual “Tenías que ser maricón”. La familia creyó que de grande sería la loquita que vende números de lotería en el pueblo, que no llegaría lejos. Y ella, hastiada del acoso familiar, se fue huyendo lo más lejos que pudo: del pueblo a la ciudad más cercana, de la ciudad más cercana a otro país.
—Una de trans es bien independiente y busca su camino –dice Gigi.
Al principio creyó que podría mantener esa independencia en San José. Pero a la tercera noche de pararse sola en una esquina del Parque Morazán, la amenazaron y cedió. Todas las trans hondureñas que pululaban en la plaza vivían en la misma pensión y le pagaban a la propietaria —una mujer trans de Costa Rica— 20 dólares al día por el derecho a vivir allí y trabajar en el parque. Si alguna intentaba mudarse, le seguía cobrando por pararse en la calle. Si alguna no pagaba, la molían a golpes. Hasta que al cabo de un par de años las catrachas Hondureñas se rebelaron: denunciaron, fueron a juicio y el pleito se arregló con un acuerdo amistoso.
En la época en que Gigi se instaló en San José, la presidencia recién había promulgado el Reglamento de Personas Refugiadas que en 2013 le permitió hacer la solicitud de protección que, finalmente, fue rechazada. En su defecto, vivió siempre bajo el estatus de “turista”: salía cada tres meses a Nicaragua a sellar el pasaporte y volvía. Pero la última vez que lo hizo, en octubre de 2016, no querían dejarla entrar de nuevo y armó un escándalo en el puesto fronterizo de Peñas Blancas:
—¿Por el simple hecho de ser maricón tengo que ser infeliz en mi país? Déjeme entrar y ver qué hago y me voy de aquí –le dijo al oficial de la aduana.
Pudo entrar y ahora está reuniendo dinero para irse a Europa. En Madrid tiene una amiga que promete recibirla una semana, mientras se ambienta. Luego ya verá cómo se las arregla.
3 Arrasando con la vida
El año que Thalía llegó a Costa Rica había sobre todo señoras y padres con hijos en las filas para trámites de migración y en las salas de espera de las oenegés. Colombianos y venezolanos la mayoría. Salvadoreños había poquitos. Era toda gente como ella, pidiendo refugio. Unos mirándola de medio lado como diciendo “¿qué vara es esta?” ¿qué cosa es esta?, y otros queriendo salvarla, como de costumbre. “Usted nació hombre, lo que pasa es que el diablo lo ha hecho maricón. Cristo te ama. Cristo te puede cambiar”, le repetían los pocos que se atrevían a hablarle.
—Y yo decía: ‘Dios mío, ¿estos vienen huyendo de que les vuelen la cabeza en su país, como yo, y me vienen a dar cátedra de que cambie? No los entiendo. Qué refugio buscan estos’.
Thalía Ramírez fue la primera mujer transgénero que obtuvo el estatus de refugiada en Costa Rica. Huyó de San Salvador en autobús el viernes de Semana Santa de 2014. Paró esa noche en Managua. El sábado siguió camino y al llegar al puesto fronterizo de Peñas Blancas pidió refugio. El Domingo de Resurrección ya estaba en San José, esperando al lunes para comenzar el trámite.
Con ese nombre se dio a conocer desde jovencita en el centro de San Salvador. Siempre flaquísima. Con pantalones apretaditos, camisas corticas y las costillas y el ombligo al aire. Cuando iba a libaderos con cinquera rockola, se echaba hasta 10 colones en canciones de Thalía que ponía a sonar una y otra y otra vez. “Arrrrasssan-do / con la vida / cosechan-do / la alegría / no hay obstá-culo que me impida / disfrutar / de un nuevo día”.
—Y ahí me ponía a bailar como loca, y el nombre se me quedó.
Thalía solo se refiere a sí misma en masculino cuando recuerda su infancia o una situación de peligro que, en su caso, es hablar de la misma cosa. Nació frente a la catedral de San Salvador. Fue el hijo de una madre adicta, pobre, violenta, muy violenta, que lo molía a golpes. Dejó de estudiar a los nueve años cuando el terremoto de 1986 derribó su escuela. Ese mismo año se fue vivir a la calle y en la calle terminó de criarse. En ocasiones la recogían familias y grupos evangélicos, a condición de que se portara como un hombre, y en pocos meses la echaban porque decían que tenerla en casa “les cortaba la bendición de Dios”. En la calle se topó muchas veces con policías que le cruzaban la cara de un macanazo, solo porque se les antojaba, recitándole la Biblia. Diciéndole: “Es que sos un maldito, no tenías que haber nacido. ¿Vos creés que Dios te toma en cuenta? ¿Vos creés que Dios te va a oír? Dios no oye a los maricones, a los maricones no los quiere”.
De toda la violencia que vivió durante los últimos años en El Salvador, Thalía dice que la peor vino de la autoridad, de la misma policía. Peor que de los propios pandilleros, que le exigían renta, la vigilaban y la amenazaban hasta obligarla a huir. El mismo año que Thalía huyó de El Salvador, 2014, el Centro de Investigación y Promoción para América Central de Derechos Humanos (CIPAC) hizo una encuesta entre 413 policías para evaluar su actitud hacia lesbianas, gais, bisexuales y transexuales. El 72 % de los policías en El Salvador opinó que las relaciones entre personas del mismo sexo eran una enfermedad y el 67 % creía que quienes ayudan y toleran a estas personas son homosexuales también. El 9 % confesó que había usado fuerza excesiva al detenerlos y el 8 % admitió conocer a compañeros que habían llegado a agredirlos a golpes.
—Porque el pandillero, acuérdese, al fin y al cabo, es de la calle. De la misma sociedad de uno. Porque hay muchos pandilleros, mi amor, que se han hecho pandilleros porque sus padres los echaron y no hallaron apoyo en nadie más.
El pandillero no discrimina, lo mismo le dispara a una transgénero que a una familia regresando de la iglesia. Thalía se ganaba la vida como vendedora ambulante, ofreciendo refrescos, cigarros y agua helada en una carretilla por el centro de San Salvador. La zona donde vendía era rival de la zona donde vivía. De un lado la extorsionaban y del otro sospechaban que filtraba información. Cuando iba a vender, se topaba a los emeeses Miembros de la pandilla Mara Salvatrucha-13: “Mirá, ¿de dónde sos vos? ¿Y adónde vendés vos? Cada vez que pasés nos vas a dejar un dólar”. Y cuando regresaba a su colonia, los 18 Revolucionarios mandaban a llamarla: “Thalía, queríamos saber si usted habló, si usted movió la boca. La vamos a tener controlada, cada movimiento que haga”. De los dos lados la amenazaban de muerte y ella no hallaba cómo moverse. No quería huir a ningún país vecino porque sabía que allí iba a encontrar la misma violencia. Le hubiese gustado irse a Europa, pero no le daba el dinero. En su cabeza sonaba la idea de que lo más parecido era Costa Rica, de que esa era la Suiza de Centroamérica, un país democrático, sin ejército.
—La mente de uno es ignorante y yo pensaba, ‘a rato Costa Rica es como estar en Europa: la cultura, la gente, el ambiente, la situación’.
Thalía tiene VIH. Por medio de una organización que atiende a pacientes seropositivos dio con el número de una activista transgénero en Costa Rica que le ofreció ayuda. Al llegar al puesto fronterizo de Peñas Blancas la llamó de un teléfono público y ella le dio instrucciones de cómo pedir refugio. Una vez en San José le regaló unos pesos, pasta de dientes, jabón y galletas para los primeros días, y la recomendó en el Hogar Esperanza de Paso Ancho, un albergue especial para personas seropositivas ubicado una zona rural. Le dijo que tuviera paciencia, que su caso de asilo no iban a negarlo porque las autoridades de migración de Costa Rica sí sabían lo grave que era la situación de las mujeres transgénero en El Salvador. Justo por esos días estaban matando demasiadas, recuerda ella.
En El Salvador no hay una estadística oficial de asesinatos de mujeres transgénero. Las oenegés han contado 526 desde 1995, basándose en recortes de periódico acumulados durante 20 años. Pero ni la policía los cuenta ni la Fiscalía ha dado una cifra. Cinco de estas organizaciones demandaron al Estado salvadoreño ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para exigir que estos crímenes fuesen desagregados de la cifra general homicidios. Solo en 2015, hubo en el país más 6,700 asesinatos, una cifra comparable con la de los peores años de la guerra civil.
A Thalía le bastó presentar pruebas por escrito: un relato de todas las amenazas y agresiones que vivió en su país, de las razones por las que estaba huyendo. A los tres días le entregaron un carné blanco que le permitía estar seis meses legal en Costa Rica. Al cabo de esos seis meses, le entregaron la cédula de residencia y un permiso de trabajo. Su solicitud de refugio fue aprobada cuando estaba por cumplir un año en el albergue de Paso Ancho. Para ella fue como un triunfo, la única vuelta que le ha salido bien de tantas vueltas que le ha dado la vida. Y lo agradece, a pesar de que no se siente bienvenida.
—Aquí hay mucha discriminación, demasiada. Nos dicen palabras que da vergüenza repetirlas, cochinadas. Y si a alguno le da la gana, te agarra a golpes. Sí, es una forma de violencia, pero no como en El Salvador, con los pandilleros.
Thalía cumplió 40 años en septiembre. Ha superado con creces la expectativa de vida de las mujeres transgénero del continente, que no suelen vivir más allá de los 30-35 años en la pobreza, condenadas a la peluquería o a la prostitución. Sigue flaquísima, con los bíceps marcados, el pelo largo, la voz gruesa y algo de vello en la barbilla. En tres años no ha conseguido trabajo, ni con permiso emitido por la oficina de refugio ni sin él.
Junta algún dinero recogiendo latas de aluminio en la calle que vende por peso a una empresa de reciclaje. Dos veces por semana hace la limpieza en la sede de la oenegé Transvida, que ayuda a mujeres transgénero costarricenses y extranjeras. Allí mismo toma clases para terminar la primaria. En la extrema necesidad ha salido a vender sexo, pero en el mejor de los casos regresa sin un peso, con hambre y desvelada, y en los peores, ha recibido un par de palizas de bandas de hombres en moto. En su país llegaba tan cansada de andar con la carretilla el día entero, bajo el sol, que pocas veces ensayó pararse de noche en una esquina.
Los refugiados centroamericanos iguales a ella que se topa en las oficinas de migración, la aconsejan para que su vida mejore, con la sarta de salmos de siempre: “Córtese el pelo, vístase como hombre para que le den trabajo. Si quiere trabajar, cambie”.
4 El regreso de la jura
Briseida tiene un hijo de 18 y una hija de 16. A la niña la seguían cuando iba a la escuela. Un día, al volver, ella le contó: “Mamá, fíjese que por ahí unos bichos me preguntaron el nombre”. La niña les dio un nombre falso, como ya le había aconsejado Briseida. Pero al cabo de una semana, otro muchacho la volvió a parar: “Vos no te llamás así. Vos te llamás…”. Y le dijo el nombre completo de ella. “Vos sos la sobrina de la jura Policía.
Briseida es la cuarta de siete hermanos que vivían juntos en una casa que hace esquina en la colonia San Rafael, de Sonsonate, en El Salvador. Pedro, Santiago, Laura, Nicolás, Ricardo y Flora, la menor, que como ya había cumplido 26 y no conseguía trabajo estudió para policía. El padre de sus hijos es policía también, ya no vivía con Briseida, pero los pandilleros no lo sabían. Una madrugada lo confundieron con uno de sus cuñados, que trabajaba en construcción y llevaba el cabello cortado al rape. Como la obra le quedaba lejos, salía a las tres de la mañana con su maletín al hombro a coger el bus. Del bus lo bajaron, lo desnudaron, le quitaron todo y le preguntaban: “¿Va que vos sos jura? ¿Dónde vivís? ¿Vos sos el marido de la que hace piñatas?”.
Briseida trabajaba la piñata y trabajaba la flor. La flor esterinada Flor de tela o papel bañada en parafina, de papel, bañada en parafina. Con las flores armaba coronas y lágrimas que vendía al por mayor en el mercado y en los puestos del cementerio. En Sonsonate mataban a tantos, desde hacía tanto tiempo, que el día de los muertos se le agotaba la mercancía. Ya hace una década que mataron a dos muchachos justo delante de su hijo, que recién había cumplido los ocho años y del impacto tuvo una convulsión; desde entonces el chico vivió encerrado en casa, arropado por la protección de la madre y los tíos, con el deseo de irse. Varias veces le advirtió a su madre que iba a agarrar camino no más cumpliera los 18 y saliera del bachillerato.
Flora disimuló su oficio tanto como pudo. Salía de casa vestida de cajera de banco, con falda y tacones, y al llegar a la estación se calzaba las botas y el uniforme. Así, durante siete años, hasta que un día salió uniformada por televisión, abriéndole el paso a un desfile durante las fiestas de San Salvador.
—En la tele me vieron. Salí en la tele y fue la noticia del momento, que yo era policía.
Los pandilleros de la colonia, que controlan todos los movimientos del mercado, amenazaron con matarla en noviembre de 2016. Ella acababa de reincorporarse al servicio después de cuatro meses de permiso postnatal. Con un cipote Niño mandaron a decirle que debía comprarse ropa blindada si quería seguir llegando a la casa, porque en cualquier momento la iban a atacar. Entonces los siete hermanos decidieron que Briseida, Flora y sus tres hijos tenían que huir de inmediato, por el bien de todos.
Salieron de San Rafael en la madrugada del 17 de enero de 2017, sin dinero y con cuatro bolsos llenos de cobijas, previendo que en los días por venir dormirían en el suelo. Un amigo de la iglesia los buscó en la casa y los llevó hasta la frontera. Cruzaron Honduras pidiendo aventón en camiones. Al llegar a Nicaragua no querían dejarlos pasar, se quedaron dos noches durmiendo en el puesto de la aduana, en la tarde del tercer día los dejaron entrar. Atravesaron Nicaragua en la cabina de una pick up, caminaron media hora hasta Peñas Blancas, la frontera con Costa Rica y al llegar, el oficial de aduanas les regaló su cena y les fijó una cita para el día siguiente en las oficinas de Migración en San José.
Durante 15 días vivieron en una pensión que pagaron con dinero prestado. Cuando se quedaron sin nada, la oenegé que implementa los programas de ACNUR en Costa Rica, ACAI, ofreció costear sus primeros dos meses de alquiler y mientras cobraran y conseguían dónde mudarse, los mandaron al albergue de Cenderos. Al cabo de un mes, Briseida y Flora encontraron una casa de zinc y dry wall que tronaba con la brisa, sobre una loma de los Sitios de Moravia, al sureste de San José, también cerca de un mercado.
Briseida traía la misma idea de la flor, de la piñata. Que Flora las vendiera en el mercado del cantón, darse a conocer poco a poco y un día ganar suficiente dinero para alquilar una casa más grande, donde se vinieran a vivir los cinco hermanos que faltaban. Los hermanos la animaban por teléfono: “Hacé flores, hacé flores”. Pero ella en San José no veía flores esterinadas, en los cementerios eran todas naturales o de tela. Su hijo sí consiguió trabajo al cabo de pocas semanas, de mesonero en una pupusería Venta de pupusas, que son tortillas de maíz o arroz rellenas de carne, queso u otros alimentos, de once de la mañana a diez de la noche. “Andá a traerlo, andá a dejarlo. No te confiés”, le decían a Briseida sus hermanos y ella lo esperaba en la parada todas las noches. Y al cabo de un mes, el muchacho al fin logró lo que en 18 años no pudo en El Salvador: tomar solo el autobús. Hasta que una noche, a pocos metros de llegar a la casa, dos chicos le cerraron el paso al hijo de Briseida. “¿De dónde sos? ¿De dónde venís?”, le preguntaron, lo empujaron. Briseida y Flora escucharon el ruido y salieron a defenderlo. Esa misma noche empacaron todo y a primera hora abandonaron la casa de Moravia y regresaron al albergue de refugiados.
Les había costado mucho encontrar esa casa —con un bebé, el poco dinero del que disponían y el lugar de donde venían, nadie quería alquilarles— y en el albergue les dieron un ultimátum: o consiguen vivienda en un mes o se van. A la hija de Briseida tampoco le iba bien en el colegio: sus compañeros no le hablaban, sentía que la miraban mal y un día ya no quiso volver. Flora había conseguido un trabajo, también en una pupusería, pero la mitad del dinero se le iba en pagar los dos buses que debía tomar para llegar al restaurante porque no ganaba ni salario mínimo. Sintieron que habían tocado fondo: era la calle, el refugio o volver a El Salvador.
El trámite de refugio iba bien, porque al menos no se los habían rechazado. Pero aún no tenían ni un sí, ni un no. La entrevista más reciente en Migración había sido en mayo y en noviembre tenían la siguiente cita. Juntando los sueldos de Flora y el muchacho, el dinero que tenían alcanzaba para pagar un mes de alquiler o los boletos de autobús para volver a El Salvador. Lo discutieron durante varias noches que pasaron sin dormir.
El hijo de Briseida decidió quedarse, consiguió un cargo rellenando contratos en una empresa telefónica y alquiló un cuarto muy cerca del albergue donde los acogieron al llegar. Briseida, su hija, Flora y su bebé regresaron a El Salvador en la madrugada el 11 de agosto de 2017 a bordo de un Ticabús.
“Yo ya estoy trabajado en la flor”, dice Briseida, encerrada en la vieja casa de Sonsonate, pero dichosa porque ya entregó dos pedidos.
Créditos
Proyecto: Univision Noticias, El Faro
Texto y narración de audiobook: Maye Primera
Narración de audiobook en inglés: Juliana Jiménez
Edición de audio: Inger Díaz Barriga
Diseño: Juanje Gómez, Andrés Góngora
Montaje: Juanje Gómez, Daniel Reyes
Ilustraciones: Mauricio Rodríguez-Pons
Video: Andrea Patiño Contreras
Fotografía: Andrea Patiño Contreras, Almudena Toral
Mapa: Luis Melgar
Edición de textos: Ricardo Vaquerano, José Fernando López
Redes sociales: María Carolina Hurtado
Producto digital: Andrés Barajas, Paola Duque
Desarrollo: Juanje Gómez, Andrés Góngora, Fabián Padilla, Cristhian Mora
Traducción y edición: Jessica Weiss, Juliana Jiménez