La cleptocracia del gobierno de Bukele.

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Daniel Reyes
Miércoles, 30 de noviembre de -1

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La cleptocracia bukelista al descubierto

Nayib Bukele tomó posesión de su segundo periodo presidencial este 2024 prometiendo que, así como el primero lo había dedicado a la seguridad, este lo dedicará a mejorar la economía. 

Las grandes apuestas manifiestas del bukelismo en su primer periodo fueron la imposición del bitcoin, la exención de impuestos para iniciativas productivas y el turismo. Esta última creció un poco, pero insuficiente para compensar el fracaso de las otras dos. La falta de garantías en materia de Estado de Derecho empeoró aún más las cuentas del Estado, como confirmó la imposibilidad de colocar los bonos internacionales que el gobierno buscó en mercados financieros. El Salvador es el país con menor crecimiento económico en Centroamérica y con menor inversión extranjera; el número de salvadoreños pobres sigue creciendo y también la desigualdad. 

Al cierre de 2024, como apuestas para este segundo periodo, apenas hemos visto las intenciones manifiestas de legalizar la minería. Su otra gran apuesta, que parece próxima a concretarse, es un préstamo del Fondo Monetario Internacional que le servirá, si acaso, de salvavidas. 

La economía que sí ha mejorado notablemente es la de la familia Bukele y su círculo cercano, beneficiados mediante el control de todo el aparato de Estado. 

Bukele y su familia maniobran con fondos públicos amparados en el cierre de todo el sistema de rendición de cuentas y la eliminación de contrapesos y de mecanismos de control del uso de los fondos públicos. Han hecho del país su empresa privada. Montados en una ola de popularidad política que han sabido sostener, desarrollan su verdadero proyecto, que es el de una sustitución de élites en la que ellos se colocan en la cúspide de la pirámide. 

La dictadura salvadoreña es una cleptocracia: un sistema de gobierno en el que prima el enriquecimiento propio mediante el abuso de los bienes públicos. 

Ya no hay límites para el uso patrimonial del Estado. Ni siquiera la Fiscalía, que con todos sus defectos había logrado sostener técnicamente acusaciones de corrupción contra cuatro expresidentes, disimula su total lealtad al proyecto personal de la familia en el poder por encima de los intereses del Estado. Por eso su primera acción fue eliminar la unidad especial que investigaba corrupción y que había ya construido casos contra varios funcionarios del bukelismo.  

Sin mecanismos de control ni acceso a información pública, es solo el periodismo salvadoreño el que ha logrado documentar y dar a conocer apenas algunos casos que evidencian ya la cleptocracia en manos de la familia Bukele. En 2024 se reveló, por ejemplo, que la familia presidencial se ha vuelto terrateniente, adquiriendo 361 hectáreas de tierra solo en 2023. Este mismo año el periodismo sacó a la luz la compra de tres terrenos a la par de la residencia privada de Bukele: a un costo de $1.4 millones de dólares de fondos públicos y bajo el argumento de querer ampliar la “residencia presidencial”. 

Tal vez lo más sorpresivo, y grave, es que a la mayoría de la población no parezca preocuparle la corrupción ni la falta de controles. Tampoco el hecho de que, aunque el Gobierno haya declarado su victoria sobre las pandillas, el país continúe sometido a un régimen de excepción que limita nuestros derechos civiles y faculta el ocultamiento de información pública, el manejo discrecional de miles de millones de dólares y el otorgamiento de contratos estatales a dedo. 

La cleptocracia salvadoreña no sería funcional sin esta acumulación de poder y la aprobación ciudadana. 

Bukele ha dejado claro en este 2024 la implacable efectividad de su estrategia de comunicación centrada en la desarticulación de las pandillas con su régimen de excepción. Arrasó con más del 80 % de los votos en las elecciones de febrero de este año, donde violando cuatro artículos constitucionales se reeligió, algo que no ocurría en El Salvador desde los años 30. Las múltiples violaciones de derechos humanos en las cárceles, la tortura sistemática dentro de esos recintos -ampliamente denunciada por organismos de derechos humanos nacionales e internacionales, así como por la prensa- poco han podido opacar el que Bukele ondea como su principal estandarte. En su última encuesta, el Instituto Universitario de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (IUDOP) preguntó a los salvadoreños por el principal fracaso de Bukele en su quinto año de gestión: solo un 0.9 % identificó el régimen de excepción. Solo otro 0.9 % identificó la represión, aunque un 65.2 % dijo creer que era “algo probable” o “muy probable” que quien criticara al Gobierno o al presidente sufriera consecuencias negativas. El 85.1 % dijo creer que el régimen de excepción había “ayudado mucho” a controlar la delincuencia y casi el 50 % dijo estar “de acuerdo” o “muy de acuerdo” en que un gobierno autoritario puede ser mejor que uno democrático.

No hay pandillas. El mérito se atribuye a él. Hay cientos de inocentes muertos y torturados en las cárceles de su régimen. La culpa no se le achaca a él.

El régimen sigue vigente tras 33 meses en los que ya hace mucho perdió la categoría de excepcional: es un arma más de Bukele, que ha evidenciado su efectividad para desalojar a vendedores en las cuadras principales del Centro Histórico, ahora boyante de bares y restaurantes exclusivos; retirar puestos de ventas en las carreteras de las playas donde prometen invertir en hoteles para turistas extranjeros; o detener a quienes protesten por las tropelías del mismo régimen.

El costo de ser capturado por el régimen puede ser letal: en julio de 2024, Cristosal, la organización de derechos humanos que ha sido más metodológica para medir los efectos de esta política represiva, reportaba cuatro menores de edad fallecidos en las cárceles, 244 hombres y 17 mujeres. De esos casos, la organización identificó señales de tortura en 112 cuerpos.

Con su reelección y empuñando ese régimen, Bukele pretende perpetuarse en el poder. Este 2024, la Asamblea Legislativa que él controla a placer dio el primer paso para abrir el camino a la reelección indefinida. El lunes 29 de abril, en su última plenaria, los diputados oficialistas de la legislación pasada aprobaron a los diputados que entraron el 1 de mayo la posibilidad de modificar la Constitución a placer, sin necesidad de que otra legislatura ratifique esos cambios. Los diputados salientes de Bukele otorgaron el poder de reformar la Carta Magna en cuestión de horas y cuantas veces quieran a los nuevos diputados de Bukele, que son prácticamente los mismos y controlan 54 de los 60 escaños. En manos de Bukele está dar la orden para que se elimine de la Constitución cualquier artículo que le impida reelegirse indefinidamente.

Nada de esto le generó un deterioro en su imagen. En la encuesta del IUDOP sobre el quinto año de su pasada gestión, solo el 0.6 % identificó la concentración de poder como un problema de Bukele.

Bukele salió también victorioso en las encuestas ante el rosario de casos de corrupción que su administración había acumulado antes de 2024. Ni toda la evidencia de corrupción durante la pandemia ni el uso de la partida secreta ni la malversación en cárceles ni los pactos con pandillas ni la ley de amnistía por casos de corrupción durante la emergencia por Covid lograron situar este como uno de los errores de Bukele. Según la encuesta citada, para 2024, solo un 1.8 % de los encuestados reconocieron a la corrupción y la falta de transparencia como un fracaso de esa administración. El 42.8 % dijo no identificar ningún fracaso del Gobierno.

Este 2024 cierra con un Bukele todopoderoso y solitario en la cúspide del Estado, con cuatro años más -cuando menos- en esa posición y amado por su población.

Al menos cinco publicaciones dejaron en evidencia que las estrategias de concentración de poder, mantenimiento del régimen de excepción como arma de amedrentamiento y cierre de los espacios de información pública tienen como uno de sus objetivos comunes acumular bienes y repartir dinero a sus fieles. A unos pocos fieles: a los fieles que obedecen sin rezongar y a los aliados empresariales de esta dictadura que aún no ha tenido que revelar en pleno su capacidad más opresiva.

Este año, la cúpula del poder que rodea a Bukele y comparte su apellido ha sido el centro de algunas de estas revelaciones. El periodismo, este 2024, expuso a la parte más alta y protegida del esquema de saqueo y prebendas nacionales.

En septiembre de 2024, Redacción Regional demostró que solo en 2023, sociedades controladas por Bukele, sus tres hermanos, su esposa y su madre adquirieron por más de nueve millones de dólares 361 hectáreas de tierra, el 92 % de las tierras que ese clan familiar posee actualmente. Bukele y los suyos se volvieron terratenientes al final del primer mandato presidencial. El enriquecimiento de sus sociedades ha sido meteórico. Basta con citar un párrafo del reportaje: “Corporación Logística de Servicios (cuyo administrador es el presidente Bukele) pasó ocho años reportando activos por $14,488.32 hasta el cierre de 2021. Mientras El Salvador comenzaba una lenta y costosa recuperación por la pandemia de covid-19, esta sociedad dio un salto hasta los $944,413.28 al final de 2022. Para 2023 se disparó hasta los $6,220,399.99”. En un gráfico, las líneas que describen el crecimiento de esa corporación y de Grupo Bukele se asemejan a la ladera de un volcán que va desde el llano hasta la cumbre. Todo eso ocurrió entre 2021 y 2023, tres años de Gobierno Bukele y con los estragos de la pandemia frescos. “Previo a que Nayib Bukele tomara las riendas del país en 2019, él y su núcleo familiar alcanzaban un aproximado de 298,243 metros cuadrados de propiedad según los datos oficiales a los que se tuvo acceso. En el quinquenio, sumaron otros 3,633,456 metros cuadrados nuevos”, cita el reportaje. 

El escandaloso aumento patrimonial de la familia en el poder es también inexplicable, gracias al manto protector del Estado. La Unidad de Acceso a la Información Pública del Órgano Judicial declaró bajó reserva los informes de probidad del quinquenio 2019-2024 de Nayib Bukele. La Corte Suprema de Justicia impuesta por los diputados fieles a Bukele se sumó al secretismo declarando bajo reserva las versiones públicas de las declaraciones patrimoniales del presidente. Información que antes sirvió a la prensa para ahondar en casos de corrupción de políticos del pasado ahora tiene candado. Con sus hermanos la secretividad y falta de rendición de cuentas es aún mayor, porque no ostentan oficialmente cargos públicos a pesar de que tienen en el Gobierno más poder que cualquier funcionario.

De lo mucho a lo poco: gracias a una de esas propiedades, Bukele creó su marca de café, Bean of Fire - promocionada desde cuentas de redes sociales institucionales-, cuya sala de ventas está en el aeropuerto Monseñor Romero. El contrato de la sala donde se vende el café presidencial también fue declarado bajo reserva por la Comisión Ejecutiva Portuaria Autónoma, dirigida por Federico Anliker, amigo de infancia de Bukele. Han instalado un semáforo para beneficiar el acceso a otra de sus propiedades y soldados custodian los alrededores de alguna de sus fincas. El Estado al servicio de los nuevos terratenientes que amasan fortuna desde la administración opaca de lo público. El Estado como protector del secreto patrimonial del más poderoso político salvadoreño del siglo XXI.

La cleptocracia: el uso de los recursos públicos para el enriquecimiento propio.

Bukele no cree en dar explicaciones a la sociedad civil. Ya lo dijo en su discurso en la plaza central del 1 de junio, cuando asumió su mandato inconstitucional. Pidió a la multitud levantar la mano en señal de juramento y les hizo repetir: “Juramos defender incondicionalmente nuestro proyecto de nación, siguiendo al pie de la letra cada uno de los pasos, sin quejarnos. Y juramos nunca escuchar a los enemigos del pueblo”.

Karim y Yusef Bukele, hermanos del presidente y principales asesores de su Gobierno a pesar de no tener ningún cargo formal, compraron por $1.3 millones un edificio art deco en el Centro Histórico justo dos meses y medio después de que su hermano y presidente de El Salvador ratificara una ley de exenciones tributarias a los nuevos inversionistas de la zona, tal como reveló Focos en octubre de este año. Ahora, gracias a esas ventajas, en aquel edificio despacha comida La Doña Steakhouse, promovido como el primer restaurante de lujo del Centro. Los Bukele han sido partícipes de la gentrificación del Centro, donde cientos de vendedores corretean con sus carretillas y canastos tras ser desalojados de sus puestos, huyendo de los agentes metropolitanos, para poder vender algo y dar de comer a sus familias.

El secretismo estatal es una pesada losa que impide conocer con qué dinero se hicieron terratenientes los Bukele. Pero a veces deja rendijas por las que ojear lo que ocurre con el dinero público. En noviembre de este año, El Faro descubrió que la Presidencia de la República compró, con dinero público, tres lotes contiguos en la Residencial Los Sueños, alrededor de la casa particular donde vive Nayib Bukele. Es decir: el Gobierno gastó 1.4 millones en comprar terrenos alrededor de la casa que en 2014 fue comprada por una sociedad creada por Bukele y su esposa. La única explicación oficial fue que aquello era para “desarrollar un proyecto para la Residencia Presidencial”. Las raquíticas explicaciones llegan a lo absurdo: en El Salvador ya hay una Residencia Presidencial en la colonia Escalón. Bukele decidió no habitarla, como ya lo habían hecho otros presidentes anteriormente.

Aquel gasto millonario alrededor de la propiedad de Bukele ocurrió justo en los meses en los que se conoció que el proyecto de presupuesto de la nación para 2025 incluye un recorte de casi $122 millones en Educación y Salud.

La voracidad del saqueo alcanza para repartir y deja aún muchas dudas.

Fue también en enero de este año cuando Redacción Regional demostró que el estatal Banco Hipotecario había repartido, entre 2019 y 2023, $4.9 millones en créditos a 27 funcionarios y tres primos de Bukele. La mitad de esos créditos fueron otorgados durante la pandemia y algunos de los beneficiarios fueron el presidente de la Asamblea Legislativa, Ernesto Castro; el presidente del partido oficialista Nuevas Ideas y primo de Nayib Bukele, Xavier Zablah; y nueve de sus diputados; el ministro de Defensa, René Merino Monroy; o el encargado de dirigir el pacto con las pandillas que Bukele sostuvo hasta marzo de 2022, Carlos Marroquín. Algunos de los préstamos eran superiores al valor de las propiedades adquiridas por esos funcionarios, se otorgaron con beneficios insólitos, con pocas garantías de pago y algunos de los beneficiarios los ocuparon para invertir en casas de playa o propiedades en villas de golf.

Fue también este año, entre noviembre y diciembre, cuando El Faro descubrió que la Corte de Cuentas cuestionó en 2021 al exministro de Agricultura y Ganadería, Pablo Anliker, amigo de infancia de Bukele, por $133 millones de dólares en compras realizadas durante la pandemia para el Programa de Emergencia Sanitaria. Los reparos de la Corte eran contundentes: atún, pollo, macarrones que nunca ingresaron al país; procesos de empaquetado que se pagaron a empresas cuando fueron realizados por soldados; contratos a empresas extranjeras calificadas como lavadoras de dinero o empresas de papel en paraísos fiscales como Islas Vírgenes Británicas. Se trata de comida que tuvo que llegar a los más hambrientos en momentos de desesperación durante la pandemia, pero que según la Corte nunca entró siquiera al país, aunque sí se pagó con el dinero de todos los salvadoreños. 

Con el paso de los años, la Corte de Cuentas fue tomada también por el bukelismo y esa institución alineada redujo con explicaciones incompletas el monto de la corrupción a $60 millones, absolvió a Anliker, pese a que él escogió a las empresas, y culpó a seis de sus empleados en un proyecto de sentencia. Ahora, la Corte hace todo lo posible para que la información sobre la resolución de este caso no salga a la luz. Hay evidencia de que en este país ocurrió uno de los desfalcos millonarios más cuantiosos de la historia reciente nacional, ejecutado en tiempo récord, en pandemia, y es posible que todo quede enterrado bajo la complicidad estatal.

Lejos y mal añejada quedó aquella frase pronunciada por Bukele frente a su gabinete en plena pandemia, cuando dijo: “El que toque un centavo, yo mismo lo voy a meter preso”.

El Salvador vive una distopía entre una población fiel a su presidente y cada vez más pobre. Según la Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples de 2023, la más reciente, ese año había 1.9 millones de salvadoreños en pobreza, lo que quiere decir que 55,097 personas más cayeron en esa situación en comparación con 2022. Con el 30.3 % de la población en pobreza, El Salvador tiene su tasa más alta desde 2018, un año antes de que Bukele asumiera el poder; y el porcentaje de salvadoreños viviendo en pobreza extrema se ha duplicado desde que llegó a la presidencia. 

Pero esa misma distopía que concede a Bukele una posición cómoda en el poder absoluto permite que el presidente sea celebrado al difundir en sus redes sociales la compra de un nuevo helicóptero para su transporte, como hizo en agosto de 2024. El helicóptero, según sitios especializados, costó alrededor de $5 millones.

Cinco revelaciones de 2024 sobre enriquecimiento y saqueo

Estas cinco publicaciones periodísticas, todas de 2024, exponen a profundidad el meteórico enriquecimiento de la familia Bukele bajo la presidencia de uno de sus miembros y el saqueo público del Estado ocurrido bajo esta administración y para el privilegio de unos cuantos fieles del bukelismo.

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Centroamérica recibe a Trump con los brazos abiertos

El pasado 5 de noviembre, Nayib Bukele saludó la victoria de Donald Trump en las presidenciales de Estados Unidos con entusiasmo. Tan solo semanas antes, Trump repitió, sin presentar evidencia alguna, que Bukele había logrado reducir los homicidios en El Salvador al arrestar a criminales y “botarlos en nuestro país”. En respuesta el presidente salvadoreño, un reconocido pugilista de redes sociales, dio la otra mejía. “Taking the high road”, escribió en inglés en X: “No nos bajaremos a ese nivel”. Pero para el día de las elecciones, objetivos más importantes apremiaban a Bukele: anunció que había llamado personalmente a Trump para felicitarle y discutir “el efecto a veces nocivo de los fondos de cooperación estadounidense”, así como las “oenegés financiadas por Soros”.

Trump ha sido, por decir poco, cáustico hacia la región: ha criminalizado a la migración centroamericana en sus discursos; ha llamado “shithole” (“lugar de mierda”) a El Salvador y otros países migrantes; ha prometido más muro y ser inclemente con las deportaciones. Aun así, hay un sector político de Centroamérica para quienes su triunfo fue un alivio y les permite esperar el 2025 con ilusión.

El diputado oficialista Christian Guevara no fue más sutil. Mientras aún se reportaban los resultados electorales en Estados Unidos, publicó en X una foto de un hombre cubierto de pies a cabeza en tatuajes, a todas lucas un pandillero hincado con rostro contrito a la par de un imponente agente armado: “Los ‘periodistas’ financiados por Soros orando en estos momentos…”, escribió. Bajo el régimen de excepción, vigente durante ya treinta y tres meses, las autoridades salvadoreñas han negado el derecho al debido proceso de decenas de miles de salvadoreños y dejado evidencia de crímenes de lesa humanidad cometidos por agentes del Estado. Guevara, por su parte, ha amenazado con demandar a dos diplomáticos estadounidenses por la revocación de su visa en ese país tras la aprobación de una ley “mordaza” en abril de 2022, a pocos días de la instalación del régimen, para censurar artículos periodísticos sobre pandillas. Sobre los miembros del nuevo gabinete nominados por Trump, Guevara no tiene más que elogios: ha dicho que son los “verdaderos amigos” de El Salvador. A la mañana siguiente, cuando un usuario de X le escribió, “Espero que le den la visa muy pronto”, contestó con un simple guiño de ojo.

La relación de Bukele con Biden ha sido una montaña rusa: en mayo de 2021, como parte de su temprana postura anticorrupción, la agencia de cooperación estadounidense USAID anunció la suspensión de financiamiento a instituciones involucradas en la remoción ilegal de la Sala de lo Constitucional, ordenada por Casa Presidencial el 1 de mayo. Los Departamentos de Estado y del Tesoro han sancionado a altos funcionarios de Bukele, como su jefa de gabinete Carolina Recinos, por encabezar esquemas de gran corrupción, mientras que Justicia, por su parte, acusa a Bukele de blindar a líderes pandilleros de extradición a Estados Unidos. Sin embargo, desde la llegada del embajador William Duncan a inicios de 2023, las aguas se han calmado: los diplomáticos estadounidenses ya no critican la reelección inconstitucional, optando por describir a Bukele como aliado estratégico en la región y apoyando un acuerdo financiero multimillonario con el Fondo Monetario Internacional (FMI). El Gobierno Bukele ha agradecido a Duncan en particular, pero ni así han dejado de mostrar su preferencia por Trump.

También lo han hecho los militares de línea dura en Guatemala. Por la mañana del mismo 6 de noviembre, el general en retiro Benedicto Lucas García, un viejo comandante conocido por su brutalidad durante el conflicto armado interno, compareció por videoconferencia ante un juzgado, donde se le imputan crímenes de genocidio contra el pueblo maya ixil, vistiendo una gorra azul con la palabra “TRUMP”. En aquel momento lo único que quedaba antes del veredicto eran las conclusiones de la defensa. Ahora una sentencia parece más lejos que nunca: los abogados de Lucas recusaron a la corte bajo acusaciones de parcializar el proceso. Una corte de apelaciones aceptó esta premisa y ordenó un cambio de juzgado, poniendo los cimientos para un segundo juicio que obligaría la repetición de decenas de testimonios, entre ellos los de víctimas y familiares de avanzada edad. Lucas, por su parte, tiene 91 años.

Pocos días después, la fiscal general Consuelo Porras, sujeta de sanciones internacionales por interferir en la persecución de la corrupción, removió a inicios de diciembre al equipo entero que llevaba este caso contra Lucas. También desmanteló la unidad especializada en crímenes de guerra dentro de la Fiscalía de Derechos Humanos, que ha llevado a juicio una serie de acusaciones contra jefes militares acusados de delitos de lesa humanidad, y se ha dedicado a trasladar o despedir a decenas de fiscales de mayor experiencia en la fiscalía. Tanto la Unión Europea como la administración Biden han expresado públicamente su apoyo al juicio por genocidio contra Lucas. Tras los retrasos del proceso, las víctimas han pedido la renuncia de Porras.

El jefe de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad, Rafael Curruchiche también parece estar celebrando la victoria de Trump. Curruchiche, un operador cercano a Porras ha puesto su despacho al servicio de los ataques legales contra quienes critican la corrupción, como Jose Rubén Zamora, presidente del diario elPeriódico. Una foto publicada en redes sociales muestra al fiscal sin camisa y con un pulgar arriba, con dos gorras rojo clásico de Trump y una botella de distribución limitada de tequila Don Julio Última Reserva 1942: “Celebrando el triunfo de mi amigo Trump. Salud”, se lee en la publicación. En otros mensajes en redes ha afirmado que el mismo equipo de campaña de Trump le envió gorras y camisas. (Esta cuenta de X, que él afirma haber manejado, fue suspendida a mediados de diciembre, supuestamente por haber incumplido las condiciones de servicio de la plataforma.)

Otra gorra roja de Trump apareció en escena en noviembre en el Congreso guatemalteco, donde los diputados se han negado durante meses a discutir una propuesta de ley, hecha por el bloque de presidente Bernardo Arévalo, que pretende expandir las causales para despedir a la fiscal general. El diputado de la gorra, Héctor Aldana, fue elegido por el partido Vamos, del expresidente Alejandro Giammattei; cobró notoriedad el año pasado como parte de una coalición que buscaba socavar los resultados electorales: intimidó a una junta electoral de Escuintla, exigiendo que abrieran las cajas de resguardo de votos de manera ilegal mientras los fiscales de Porras confiscaban otras. Cuando un reportero le preguntó hace unos días si tiene visa para entrar a Estados Unidos, Aldana dijo que no. “No voy a hablar ahorita con usted inglés, pero sí sabemos”, dijo. “Ahí le voy a mandar saludos de por allá” (sic).

La oposición hondureña también parece creer que el resultado electoral en Estados Unidos ofrece borrón y cuenta nueva. Cuando una bala rozó la oreja de Donald Trump en julio, el Partido Nacional —que mantiene la inocencia del narcopresidente convicto Juan Orlando Hernández— publicó en redes: “¡Las balas jamás silenciarán las ideas ni destruirán los valores de la democracia!” Hernández acababa de recibir una sentencia a 45 años de cárcel por delitos de narcotráfico: el juez de sentencia le tildó de “político hipócrita hambriento de poder” que se presentaba “en público como un aliado de los Estados Unidos” mientras protegía “a los mismos traficantes a los que prometió perseguir”. El 6 de noviembre, la cuenta verificada de Hernández en Facebook subió un video de una reunión con Trump en 2019, en un esfuerzo por rehabilitar la imagen de su caudillo en clave partidista: “Quiero decirte que has hecho un trabajo fantástico”, dice Trump a Hernández, cuya esposa, Ana García de Hernández, ahora busca la presidencia como precandidata del mismo partido. “Mi gente ha trabajado tan bien con usted”.

Hernández no es el único en jugar la carta de Trump. Salvador Nasralla, un bronceado expresentador de deportes y líder de oposición que, hasta mayo, era el improbable vicepresidente de la presidenta Xiomara Castro, sacudió sus puños en TikTok, al estilo de Trump, con la canción de los Village People, “YMCA”, al fondo. Al inicio de la campaña de 2021, Nasralla buscó la presidencia con un partido hecho a su imagen, “Salvador de Honduras”, pero terminó haciendo una alianza ganadora con la campaña de Castro. A inicios del próximo año competirá en las primarias del Partido Liberal contra Jorge Cálix, un desertor reciente del partido oficialista Libre. “Si gana Nasralla, uff!!” comentó un usuario. “Bukele, Milei, Trump, Nasralla… se alinean los planetas en América”. Otra también dejó palabras de aliento: “Yo soy del Partido Nacional pero espero que todos salgamos a apoyar a nuestro salvador”, puso. Este fue el único comentario que suscitó una reacción personal del precandidato: “Gracias Claudia, recuerda ir a votar el 9 de marzo”.

Caben pocas dudas de que el presidente costarricense Rodrigo Chaves, en medio de una crisis de homicidios avivada por la violencia del narcotráfico, será otro pretendiente. Modeló su campaña de 2022 en el movimiento MAGA, prometiendo que haría que “Costa Rica sea próspera de nuevo”. Despotrica abiertamente contra la separación de poderes que, según él, le prohíbe tomar medidas más contundentes contra los homicidios y ha desembocado en numerosas investigaciones de corrupción contra él y su gobierno. Chaves recibió hace pocas semanas a Bukele en San José para anunciar la formación de una “Liga de Naciones” —no es la que precedió la creación de Naciones Unidas— y recibió a decenas de soldados salvadoreños en suelo costarricense, un país que abolió su Ejército en 1948, para atender los daños de la temporada de tormentas tropicales. No había recibido permiso de antemano de la Asamblea para recibirlos, pero eso sí: los diputados tardaron poco en otorgarlo.

Chaves ha perseguido administrativamente a la prensa y tildado a periodistas de “ratas” y “malas personas que buscan dañar al país”. Hace pocos días, renunciaron los mandos editoriales del diario La Nación bajo presión de los dueños del periódico para suavizar sus críticas al presidente. No cuesta imaginar, si Chaves antepone las luchas contra el narcotráfico y la migración en las discusiones, una relación sin complicaciones con la administración entrante de Estados Unidos.

El régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua fue el único país centroamericano en abstenerse de reconocer de inmediato la victoria de Trump, aunque sí expresaron sus condolencias tras el atentado de julio con una condenación contra “todo tipo de terror”. Fue en 2018, en el segundo año del período de Trump, que las fuerzas de seguridad y paramilitares de Nicaragua asesinaron a más de 300 personas y encarcelaron o exiliaron a centenares más. Esto allanó el camino para que el régimen desmantelara los dos principales movimientos de oposición a tan solo semanas de la elección de 2021 y metieran presos a siete candidatos de oposición.

Aunque Estados Unidos actualmente presume de casi nula influencia dentro de Nicaragua, el país es el único punto de convergencia entre líderes de ambos partidos estadounidenses en el Congreso sobre la política de Biden hacia Centroamérica. Cambios arrolladores a la constitución crearán el cargo de “copresidenta”, un poder que asumirá la vicepresidenta Rosario Murillo pese a nunca haber llegado al Ejecutivo por voto popular. El control dinástico así vuelve a Nicaragua entre especulaciones sobre la delicada salud de Ortega y castigos contra la menor divergencia interna. El Ejecutivo ahora “coordinará” el quehacer del Legislativo y Judicial; el despojo de ciudadanía, en violación abierta a tratados internacionales, será ley; y, en medio de un pulso contra sacerdotes católicos y otros líderes de fe, las organizaciones religiosas deberán permanecer libres de cualquier “poder extranjero”. El régimen nicaragüense, que lleva como hacha de un discurso antiimperialista, revolucionario y socialista, hace negocios con un abanico de empresas nacionales e internacionales y mantiene relaciones cordiales con el FMI y su estrecha cooperación con el Banco Centroamericano de Integración Económica.

La órbita de Trump, a su vez, ha mostrado señales de reciprocidad hacia ciertos líderes centroamericanos. Por la inauguración del segundo período inconstitucional de Bukele en junio desfilaron algunos de los titulares del movimiento trumpista: Donald Trump, Hijo; Matt Schlapp, presidente de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC); y Tucker Carlson, expresentador de Fox News. Una delegación de altos funcionarios de Biden también asistió, pero las redes oficiales del Gobierno de El Salvador reservaron el tratamiento de alfombra roja para solo un ciudadano privado: el hijo de Trump. Un día antes, una corte lo declaró culpable de haber tratado de comprar el silencio de una estrella de pornografía sobre una aventura extramarital. En El Salvador, las autoridades acababan de arrestar a nueve líderes históricos del FMLN, uno de los pequeños y pocos partidos de oposición que quedan en el país, bajo acusaciones de haber planeado detonar bombas en la capital el día de la inauguración. Hasta la fecha no han presentado evidencia alguna que lo sustente. En un video con Trump, Hijo, Bukele mintió: “Aquí no encarcelamos a la oposición”.

Altas diplomáticas de Estados Unidos y Centroamérica afirman que la política de Trump hacia la región será transaccional y personalista, priorizando sus planes para librar una deportación masiva. Las personas que el presidente electo ha propuesto al Senado para conformar su equipo de gobierno ya han hecho múltiples guiños hacia El Salvador. Otro invitado a la inauguración de Bukele, el exembajador estadounidense Ronald Johnson (2019-2021), un exmilitar de las Fuerzas Especiales del Ejército y agregado de inteligencia para el Comando Sur, ha sido nombrado embajador en México, un puesto clave en la política migratoria y comercial de Trump. Johnson ayudó a Bukele a consolidar relaciones con el Partido Republicano bajo el Gobierno de Biden. Su relación cálida con Bukele hizo gran contraste con las recriminaciones de la encargada de negocios que le siguió en El Salvador: meses después de la remoción de la Sala de lo Constitucional, la embajadora interina Jean Manes renunció a su cargo citando la falta de “contraparte” en El Salvador y comparando a Bukele con Hugo Chávez.

Otro invitado de Bukele, el excongresista de Florida Matt Gaetz, recientemente cofundó el Caucus, o Grupo Legislativo, sobre El Salvador. Hizo carrera política nacional estorbando al liderazgo tradicional del Partido Republicano y su acérrima defensa de Trump desde la Cámara de Representantes le valió un fugaz nombramiento en noviembre como fiscal general. Durante su visita a El Salvador este año, dijo que Bukele “es un ejemplo para Occidente” por haber rechazado “el canto de sirenas del globalismo”. Bukele replicó el gesto: convocó una conferencia de prensa para celebrar la candidatura desafortunada de Gaetz y publicó un video en redes de los dos hombres descendiendo una escalera a orillas de un lago: “Yo sabía que eras destinado a hacer grandes cosas, amigo mío”, escribió. Pero su candidatura ni siquiera llegaría a conocerse ante el Senado: Gaetz se retiró del proceso para tratar de impedir que se dieran a conocer los hallazgos de una investigación de la Cámara de Representantes sobre sus presuntas relaciones sexuales con una menor de edad.

No todos los nominados por Trump son de corte antisistema. Como señal de que su gobierno podría tomar más cartas en nuestra región, ha escogido como secretario de Estado al senador de Florida Marco Rubio, el republicano de mayor rango en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado y un político que se ha dedicado durante años a la política de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe. La reacomodación republicana alrededor de la figura de Trump ha sido tan rotunda que cabe recordar, hace solo ocho años, que Trump había denigrado a Rubio como “Little Marco” (“Marquito”) mientras competían por la candidatura presidencial del partido. Rubio ha sido estridente sobre Nicaragua, sugiriendo que apoyaría sanciones comerciales como su exclusión del tratado de libre comercio CAFTA. Pero quizás la articulación más clara de una política de Trump hacia Centroamérica, aparte de prevenir la llegada de más inmigrantes y llevar a cabo las deportaciones masivas, es la propuesta de su equipo de transición de unir los exilios políticos de Nicaragua, Venezuela y Cuba.

En Guatemala, puede que la administración de Trump no favorezca tanto la mano de la fiscal general como ella ha querido insinuar a sus adversarios: si bien Rubio sugirió en 2022 que el activismo anticorrupción de Biden contra la reelección de Porras fue una metida de cuchara, también se unió a una declaración bipartidista a finales del año pasado que exigía la toma de posesión de Arévalo, una repudiación a la incursión de la fiscal en el proceso electoral. Marco Rubio se ha reunido con solo uno de los líderes actuales de Centroamérica: visitó a Bukele en marzo de 2023 en San Salvador. “Bukele es una luz brillante en nuestra región”, proclamó Rubio en febrero de este año, tras la elección del mandatario salvadoreño a un segundo período inconstitucional.

Ric Grenell, hombre de confianza de Trump, asesor de política exterior y exdirector de inteligencia nacional, era otro de los principales candidatos para dirigir la diplomacia estadounidense. Ahora se someterá al Senado su nombramiento como enviado presidencial para “misiones especiales”. En un viaje a Guatemala en enero, mientras el Departamento de Estado machucaba los pies de actores golpistas con amenazas de sanciones, Grenell prometió —según dijeron aliados de Porras al Washington Post— que “las cabezas iban a rodar” en la Embajada de Estados Unidos si regresaba Trump a la Casa Blanca. (Trump ha dicho en su red social, Truth Social, que las asignaciones de Grenell incluirán “algunas de las zonas más agitadas del mundo, entre ellas Venezuela y Corea del Norte”.)

Este ronroneo de alianzas hechas a la medida de Trump contrasta con la búsqueda de Biden por aliados en Centroamérica, que más bien parecía un partido de ping-pong. Cuando su relación tibia con Bukele se topó con la cooptación del sistema judicial en 2021, Estados Unidos se inclinó hacia Alejandro Giammattei en Guatemala como aliado de último recurso; a inicios del siguiente año, mientras quedaba claro que Giammattei pensaba confirmar el segundo mandato de Porras, la extradición de Juan Orlando Hernández parecía una rama de olivo enviada del nuevo gobierno de Xiomara Castro; pero ella, como sus vecinos, no tardó en enfurecerse por las sanciones de corrupción contra funcionarios de su gobierno y miembros de su partido. Desde entonces las relaciones entre Washington y Tegucigalpa parecen caminar sobre hielo. Hace ya dos años desde que Estados Unidos trató de recuperar terreno en El Salvador, mermando sus críticas a la reelección inconstitucional bajo la justificación de realpolitik. Su único aliado natural ha sido el amable socialdemócrata Bernardo Arévalo, el sucesor de Giammattei que ha cortejado apoyos internacionales como contrapeso a su arrinconamiento doméstico.

No es ningún secreto que Trump, el mandatario que precedió y sucederá a Biden, es una inspiración para los autócratas alrededor del mundo, incluyendo en nuestra región. En un reciente conversatorio en el Foro Centroamericano de Periodismo, la expresidenta costarricense Laura Chinchilla dijo que Trump “es un viejo conocido con el que ya convivimos cuatro años y no nos fue bien”. El gobierno colaboró estrechamente con los gobiernos regionales para impedir la migración, llevando a mayor militarización de las fronteras de México y Guatemala y la negociación de acuerdos de “tercer país seguro” para impedir que los candidatos a asilo presentaran casos en suelo estadounidense. A cambio, el Departamento de Trump hizo la vista gorda a alguna corrupción política; quizás el caso que mejor lo ejemplifica es el retiro de apoyo de Estados Unidos a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), un hito que desde 2019 ha marcado el inicio de un período de represión judicial que hoy sigue amenazando al gobierno democráticamente electo de Arévalo.

Biden, como otros presidentes estadounidenses recientes, se ha aferrado a una política hacia Centroamérica que prima las medidas contra la inmigración por encima de otros objetivos en la región — aunque lo ha revestido de multilateralismo, como lo demuestra la cumbre de migración sostenida en Ciudad de Guatemala en mayo. El plan de Trump para llevar a cabo una campaña de deportación inédita desde los años 1950 podría forcejear aun más contra los casi nulos recursos con los que los gobiernos centroamericanos atienden a las personas retornadas. Las economías de nuestros países también dependen de las remesas, así como la estadounidense de la mano de obra indocumentada. Aunque Biden decida, antes del 20 de enero, renovar el Estatus de Protección Temporal (TPS) para decenas de miles de migrantes de El Salvador, Honduras y Nicaragua, Trump podría cancelar el programa. Así como durante su primer período, el presidente electo ha dejado clara su hostilidad hacia las y los refugiados, así como hacia los recipientes del programa DACA.

No hay certeza sobre la continuidad de la política de sanciones de Biden contra vendedores privados de servicios de espionaje, como la empresa israelí NSO Group, a quien El Faro ha demandado ante una corte federal en California. No queda claro el balance que hará Trump, que promete perseguir a opositores políticos, la prensa y otros que toma por adversarios, entre el uso de estas herramientas extranjeras de una lucrativa industria de espionaje versus el interés de Estados Unidos en tener un monopolio sobre ellas. Habrá que ver si los gobiernos centroamericanos y de Estados Unidos siguen procurando este spyware de alto calibre, y si lo usan contra la sociedad civil.

En un ensayo reciente, “Estados Unidos y Centroamérica: los límites de la influencia”, Cynthia Arnson escribe que funcionarios de Biden han lamentado una falta de condiciones políticas favorables y socios dispuestos para su agenda en nuestra región. Pero al parecer, con tan solo días antes del regreso de Trump, los líderes centroamericanos han tenido más paciencia que Biden.

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