El pasado 5 de noviembre, Nayib Bukele saludó la victoria de Donald Trump en las presidenciales de Estados Unidos con entusiasmo. Tan solo semanas antes, Trump repitió, sin presentar evidencia alguna, que Bukele había logrado reducir los homicidios en El Salvador al arrestar a criminales y “botarlos en nuestro país”. En respuesta el presidente salvadoreño, un reconocido pugilista de redes sociales, dio la otra mejía. “Taking the high road”, escribió en inglés en X: “No nos bajaremos a ese nivel”. Pero para el día de las elecciones, objetivos más importantes apremiaban a Bukele: anunció que había llamado personalmente a Trump para felicitarle y discutir “el efecto a veces nocivo de los fondos de cooperación estadounidense”, así como las “oenegés financiadas por Soros”.
Trump ha sido, por decir poco, cáustico hacia la región: ha criminalizado a la migración centroamericana en sus discursos; ha llamado “shithole” (“lugar de mierda”) a El Salvador y otros países migrantes; ha prometido más muro y ser inclemente con las deportaciones. Aun así, hay un sector político de Centroamérica para quienes su triunfo fue un alivio y les permite esperar el 2025 con ilusión.
El diputado oficialista Christian Guevara no fue más sutil. Mientras aún se reportaban los resultados electorales en Estados Unidos, publicó en X una foto de un hombre cubierto de pies a cabeza en tatuajes, a todas lucas un pandillero hincado con rostro contrito a la par de un imponente agente armado: “Los ‘periodistas’ financiados por Soros orando en estos momentos…”, escribió. Bajo el régimen de excepción, vigente durante ya treinta y tres meses, las autoridades salvadoreñas han negado el derecho al debido proceso de decenas de miles de salvadoreños y dejado evidencia de crímenes de lesa humanidad cometidos por agentes del Estado. Guevara, por su parte, ha amenazado con demandar a dos diplomáticos estadounidenses por la revocación de su visa en ese país tras la aprobación de una ley “mordaza” en abril de 2022, a pocos días de la instalación del régimen, para censurar artículos periodísticos sobre pandillas. Sobre los miembros del nuevo gabinete nominados por Trump, Guevara no tiene más que elogios: ha dicho que son los “verdaderos amigos” de El Salvador. A la mañana siguiente, cuando un usuario de X le escribió, “Espero que le den la visa muy pronto”, contestó con un simple guiño de ojo.
La relación de Bukele con Biden ha sido una montaña rusa: en mayo de 2021, como parte de su temprana postura anticorrupción, la agencia de cooperación estadounidense USAID anunció la suspensión de financiamiento a instituciones involucradas en la remoción ilegal de la Sala de lo Constitucional, ordenada por Casa Presidencial el 1 de mayo. Los Departamentos de Estado y del Tesoro han sancionado a altos funcionarios de Bukele, como su jefa de gabinete Carolina Recinos, por encabezar esquemas de gran corrupción, mientras que Justicia, por su parte, acusa a Bukele de blindar a líderes pandilleros de extradición a Estados Unidos. Sin embargo, desde la llegada del embajador William Duncan a inicios de 2023, las aguas se han calmado: los diplomáticos estadounidenses ya no critican la reelección inconstitucional, optando por describir a Bukele como aliado estratégico en la región y apoyando un acuerdo financiero multimillonario con el Fondo Monetario Internacional (FMI). El Gobierno Bukele ha agradecido a Duncan en particular, pero ni así han dejado de mostrar su preferencia por Trump.
También lo han hecho los militares de línea dura en Guatemala. Por la mañana del mismo 6 de noviembre, el general en retiro Benedicto Lucas García, un viejo comandante conocido por su brutalidad durante el conflicto armado interno, compareció por videoconferencia ante un juzgado, donde se le imputan crímenes de genocidio contra el pueblo maya ixil, vistiendo una gorra azul con la palabra “TRUMP”. En aquel momento lo único que quedaba antes del veredicto eran las conclusiones de la defensa. Ahora una sentencia parece más lejos que nunca: los abogados de Lucas recusaron a la corte bajo acusaciones de parcializar el proceso. Una corte de apelaciones aceptó esta premisa y ordenó un cambio de juzgado, poniendo los cimientos para un segundo juicio que obligaría la repetición de decenas de testimonios, entre ellos los de víctimas y familiares de avanzada edad. Lucas, por su parte, tiene 91 años.
Pocos días después, la fiscal general Consuelo Porras, sujeta de sanciones internacionales por interferir en la persecución de la corrupción, removió a inicios de diciembre al equipo entero que llevaba este caso contra Lucas. También desmanteló la unidad especializada en crímenes de guerra dentro de la Fiscalía de Derechos Humanos, que ha llevado a juicio una serie de acusaciones contra jefes militares acusados de delitos de lesa humanidad, y se ha dedicado a trasladar o despedir a decenas de fiscales de mayor experiencia en la fiscalía. Tanto la Unión Europea como la administración Biden han expresado públicamente su apoyo al juicio por genocidio contra Lucas. Tras los retrasos del proceso, las víctimas han pedido la renuncia de Porras.
El jefe de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad, Rafael Curruchiche también parece estar celebrando la victoria de Trump. Curruchiche, un operador cercano a Porras ha puesto su despacho al servicio de los ataques legales contra quienes critican la corrupción, como Jose Rubén Zamora, presidente del diario elPeriódico. Una foto publicada en redes sociales muestra al fiscal sin camisa y con un pulgar arriba, con dos gorras rojo clásico de Trump y una botella de distribución limitada de tequila Don Julio Última Reserva 1942: “Celebrando el triunfo de mi amigo Trump. Salud”, se lee en la publicación. En otros mensajes en redes ha afirmado que el mismo equipo de campaña de Trump le envió gorras y camisas. (Esta cuenta de X, que él afirma haber manejado, fue suspendida a mediados de diciembre, supuestamente por haber incumplido las condiciones de servicio de la plataforma.)
Otra gorra roja de Trump apareció en escena en noviembre en el Congreso guatemalteco, donde los diputados se han negado durante meses a discutir una propuesta de ley, hecha por el bloque de presidente Bernardo Arévalo, que pretende expandir las causales para despedir a la fiscal general. El diputado de la gorra, Héctor Aldana, fue elegido por el partido Vamos, del expresidente Alejandro Giammattei; cobró notoriedad el año pasado como parte de una coalición que buscaba socavar los resultados electorales: intimidó a una junta electoral de Escuintla, exigiendo que abrieran las cajas de resguardo de votos de manera ilegal mientras los fiscales de Porras confiscaban otras. Cuando un reportero le preguntó hace unos días si tiene visa para entrar a Estados Unidos, Aldana dijo que no. “No voy a hablar ahorita con usted inglés, pero sí sabemos”, dijo. “Ahí le voy a mandar saludos de por allá” (sic).
La oposición hondureña también parece creer que el resultado electoral en Estados Unidos ofrece borrón y cuenta nueva. Cuando una bala rozó la oreja de Donald Trump en julio, el Partido Nacional —que mantiene la inocencia del narcopresidente convicto Juan Orlando Hernández— publicó en redes: “¡Las balas jamás silenciarán las ideas ni destruirán los valores de la democracia!” Hernández acababa de recibir una sentencia a 45 años de cárcel por delitos de narcotráfico: el juez de sentencia le tildó de “político hipócrita hambriento de poder” que se presentaba “en público como un aliado de los Estados Unidos” mientras protegía “a los mismos traficantes a los que prometió perseguir”. El 6 de noviembre, la cuenta verificada de Hernández en Facebook subió un video de una reunión con Trump en 2019, en un esfuerzo por rehabilitar la imagen de su caudillo en clave partidista: “Quiero decirte que has hecho un trabajo fantástico”, dice Trump a Hernández, cuya esposa, Ana García de Hernández, ahora busca la presidencia como precandidata del mismo partido. “Mi gente ha trabajado tan bien con usted”.
Hernández no es el único en jugar la carta de Trump. Salvador Nasralla, un bronceado expresentador de deportes y líder de oposición que, hasta mayo, era el improbable vicepresidente de la presidenta Xiomara Castro, sacudió sus puños en TikTok, al estilo de Trump, con la canción de los Village People, “YMCA”, al fondo. Al inicio de la campaña de 2021, Nasralla buscó la presidencia con un partido hecho a su imagen, “Salvador de Honduras”, pero terminó haciendo una alianza ganadora con la campaña de Castro. A inicios del próximo año competirá en las primarias del Partido Liberal contra Jorge Cálix, un desertor reciente del partido oficialista Libre. “Si gana Nasralla, uff!!” comentó un usuario. “Bukele, Milei, Trump, Nasralla… se alinean los planetas en América”. Otra también dejó palabras de aliento: “Yo soy del Partido Nacional pero espero que todos salgamos a apoyar a nuestro salvador”, puso. Este fue el único comentario que suscitó una reacción personal del precandidato: “Gracias Claudia, recuerda ir a votar el 9 de marzo”.
Caben pocas dudas de que el presidente costarricense Rodrigo Chaves, en medio de una crisis de homicidios avivada por la violencia del narcotráfico, será otro pretendiente. Modeló su campaña de 2022 en el movimiento MAGA, prometiendo que haría que “Costa Rica sea próspera de nuevo”. Despotrica abiertamente contra la separación de poderes que, según él, le prohíbe tomar medidas más contundentes contra los homicidios y ha desembocado en numerosas investigaciones de corrupción contra él y su gobierno. Chaves recibió hace pocas semanas a Bukele en San José para anunciar la formación de una “Liga de Naciones” —no es la que precedió la creación de Naciones Unidas— y recibió a decenas de soldados salvadoreños en suelo costarricense, un país que abolió su Ejército en 1948, para atender los daños de la temporada de tormentas tropicales. No había recibido permiso de antemano de la Asamblea para recibirlos, pero eso sí: los diputados tardaron poco en otorgarlo.
Chaves ha perseguido administrativamente a la prensa y tildado a periodistas de “ratas” y “malas personas que buscan dañar al país”. Hace pocos días, renunciaron los mandos editoriales del diario La Nación bajo presión de los dueños del periódico para suavizar sus críticas al presidente. No cuesta imaginar, si Chaves antepone las luchas contra el narcotráfico y la migración en las discusiones, una relación sin complicaciones con la administración entrante de Estados Unidos.
El régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua fue el único país centroamericano en abstenerse de reconocer de inmediato la victoria de Trump, aunque sí expresaron sus condolencias tras el atentado de julio con una condenación contra “todo tipo de terror”. Fue en 2018, en el segundo año del período de Trump, que las fuerzas de seguridad y paramilitares de Nicaragua asesinaron a más de 300 personas y encarcelaron o exiliaron a centenares más. Esto allanó el camino para que el régimen desmantelara los dos principales movimientos de oposición a tan solo semanas de la elección de 2021 y metieran presos a siete candidatos de oposición.
Aunque Estados Unidos actualmente presume de casi nula influencia dentro de Nicaragua, el país es el único punto de convergencia entre líderes de ambos partidos estadounidenses en el Congreso sobre la política de Biden hacia Centroamérica. Cambios arrolladores a la constitución crearán el cargo de “copresidenta”, un poder que asumirá la vicepresidenta Rosario Murillo pese a nunca haber llegado al Ejecutivo por voto popular. El control dinástico así vuelve a Nicaragua entre especulaciones sobre la delicada salud de Ortega y castigos contra la menor divergencia interna. El Ejecutivo ahora “coordinará” el quehacer del Legislativo y Judicial; el despojo de ciudadanía, en violación abierta a tratados internacionales, será ley; y, en medio de un pulso contra sacerdotes católicos y otros líderes de fe, las organizaciones religiosas deberán permanecer libres de cualquier “poder extranjero”. El régimen nicaragüense, que lleva como hacha de un discurso antiimperialista, revolucionario y socialista, hace negocios con un abanico de empresas nacionales e internacionales y mantiene relaciones cordiales con el FMI y su estrecha cooperación con el Banco Centroamericano de Integración Económica.
La órbita de Trump, a su vez, ha mostrado señales de reciprocidad hacia ciertos líderes centroamericanos. Por la inauguración del segundo período inconstitucional de Bukele en junio desfilaron algunos de los titulares del movimiento trumpista: Donald Trump, Hijo; Matt Schlapp, presidente de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC); y Tucker Carlson, expresentador de Fox News. Una delegación de altos funcionarios de Biden también asistió, pero las redes oficiales del Gobierno de El Salvador reservaron el tratamiento de alfombra roja para solo un ciudadano privado: el hijo de Trump. Un día antes, una corte lo declaró culpable de haber tratado de comprar el silencio de una estrella de pornografía sobre una aventura extramarital. En El Salvador, las autoridades acababan de arrestar a nueve líderes históricos del FMLN, uno de los pequeños y pocos partidos de oposición que quedan en el país, bajo acusaciones de haber planeado detonar bombas en la capital el día de la inauguración. Hasta la fecha no han presentado evidencia alguna que lo sustente. En un video con Trump, Hijo, Bukele mintió: “Aquí no encarcelamos a la oposición”.
Altas diplomáticas de Estados Unidos y Centroamérica afirman que la política de Trump hacia la región será transaccional y personalista, priorizando sus planes para librar una deportación masiva. Las personas que el presidente electo ha propuesto al Senado para conformar su equipo de gobierno ya han hecho múltiples guiños hacia El Salvador. Otro invitado a la inauguración de Bukele, el exembajador estadounidense Ronald Johnson (2019-2021), un exmilitar de las Fuerzas Especiales del Ejército y agregado de inteligencia para el Comando Sur, ha sido nombrado embajador en México, un puesto clave en la política migratoria y comercial de Trump. Johnson ayudó a Bukele a consolidar relaciones con el Partido Republicano bajo el Gobierno de Biden. Su relación cálida con Bukele hizo gran contraste con las recriminaciones de la encargada de negocios que le siguió en El Salvador: meses después de la remoción de la Sala de lo Constitucional, la embajadora interina Jean Manes renunció a su cargo citando la falta de “contraparte” en El Salvador y comparando a Bukele con Hugo Chávez.
Otro invitado de Bukele, el excongresista de Florida Matt Gaetz, recientemente cofundó el Caucus, o Grupo Legislativo, sobre El Salvador. Hizo carrera política nacional estorbando al liderazgo tradicional del Partido Republicano y su acérrima defensa de Trump desde la Cámara de Representantes le valió un fugaz nombramiento en noviembre como fiscal general. Durante su visita a El Salvador este año, dijo que Bukele “es un ejemplo para Occidente” por haber rechazado “el canto de sirenas del globalismo”. Bukele replicó el gesto: convocó una conferencia de prensa para celebrar la candidatura desafortunada de Gaetz y publicó un video en redes de los dos hombres descendiendo una escalera a orillas de un lago: “Yo sabía que eras destinado a hacer grandes cosas, amigo mío”, escribió. Pero su candidatura ni siquiera llegaría a conocerse ante el Senado: Gaetz se retiró del proceso para tratar de impedir que se dieran a conocer los hallazgos de una investigación de la Cámara de Representantes sobre sus presuntas relaciones sexuales con una menor de edad.
No todos los nominados por Trump son de corte antisistema. Como señal de que su gobierno podría tomar más cartas en nuestra región, ha escogido como secretario de Estado al senador de Florida Marco Rubio, el republicano de mayor rango en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado y un político que se ha dedicado durante años a la política de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe. La reacomodación republicana alrededor de la figura de Trump ha sido tan rotunda que cabe recordar, hace solo ocho años, que Trump había denigrado a Rubio como “Little Marco” (“Marquito”) mientras competían por la candidatura presidencial del partido. Rubio ha sido estridente sobre Nicaragua, sugiriendo que apoyaría sanciones comerciales como su exclusión del tratado de libre comercio CAFTA. Pero quizás la articulación más clara de una política de Trump hacia Centroamérica, aparte de prevenir la llegada de más inmigrantes y llevar a cabo las deportaciones masivas, es la propuesta de su equipo de transición de unir los exilios políticos de Nicaragua, Venezuela y Cuba.
En Guatemala, puede que la administración de Trump no favorezca tanto la mano de la fiscal general como ella ha querido insinuar a sus adversarios: si bien Rubio sugirió en 2022 que el activismo anticorrupción de Biden contra la reelección de Porras fue una metida de cuchara, también se unió a una declaración bipartidista a finales del año pasado que exigía la toma de posesión de Arévalo, una repudiación a la incursión de la fiscal en el proceso electoral. Marco Rubio se ha reunido con solo uno de los líderes actuales de Centroamérica: visitó a Bukele en marzo de 2023 en San Salvador. “Bukele es una luz brillante en nuestra región”, proclamó Rubio en febrero de este año, tras la elección del mandatario salvadoreño a un segundo período inconstitucional.
Ric Grenell, hombre de confianza de Trump, asesor de política exterior y exdirector de inteligencia nacional, era otro de los principales candidatos para dirigir la diplomacia estadounidense. Ahora se someterá al Senado su nombramiento como enviado presidencial para “misiones especiales”. En un viaje a Guatemala en enero, mientras el Departamento de Estado machucaba los pies de actores golpistas con amenazas de sanciones, Grenell prometió —según dijeron aliados de Porras al Washington Post— que “las cabezas iban a rodar” en la Embajada de Estados Unidos si regresaba Trump a la Casa Blanca. (Trump ha dicho en su red social, Truth Social, que las asignaciones de Grenell incluirán “algunas de las zonas más agitadas del mundo, entre ellas Venezuela y Corea del Norte”.)
Este ronroneo de alianzas hechas a la medida de Trump contrasta con la búsqueda de Biden por aliados en Centroamérica, que más bien parecía un partido de ping-pong. Cuando su relación tibia con Bukele se topó con la cooptación del sistema judicial en 2021, Estados Unidos se inclinó hacia Alejandro Giammattei en Guatemala como aliado de último recurso; a inicios del siguiente año, mientras quedaba claro que Giammattei pensaba confirmar el segundo mandato de Porras, la extradición de Juan Orlando Hernández parecía una rama de olivo enviada del nuevo gobierno de Xiomara Castro; pero ella, como sus vecinos, no tardó en enfurecerse por las sanciones de corrupción contra funcionarios de su gobierno y miembros de su partido. Desde entonces las relaciones entre Washington y Tegucigalpa parecen caminar sobre hielo. Hace ya dos años desde que Estados Unidos trató de recuperar terreno en El Salvador, mermando sus críticas a la reelección inconstitucional bajo la justificación de realpolitik. Su único aliado natural ha sido el amable socialdemócrata Bernardo Arévalo, el sucesor de Giammattei que ha cortejado apoyos internacionales como contrapeso a su arrinconamiento doméstico.
No es ningún secreto que Trump, el mandatario que precedió y sucederá a Biden, es una inspiración para los autócratas alrededor del mundo, incluyendo en nuestra región. En un reciente conversatorio en el Foro Centroamericano de Periodismo, la expresidenta costarricense Laura Chinchilla dijo que Trump “es un viejo conocido con el que ya convivimos cuatro años y no nos fue bien”. El gobierno colaboró estrechamente con los gobiernos regionales para impedir la migración, llevando a mayor militarización de las fronteras de México y Guatemala y la negociación de acuerdos de “tercer país seguro” para impedir que los candidatos a asilo presentaran casos en suelo estadounidense. A cambio, el Departamento de Trump hizo la vista gorda a alguna corrupción política; quizás el caso que mejor lo ejemplifica es el retiro de apoyo de Estados Unidos a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), un hito que desde 2019 ha marcado el inicio de un período de represión judicial que hoy sigue amenazando al gobierno democráticamente electo de Arévalo.
Biden, como otros presidentes estadounidenses recientes, se ha aferrado a una política hacia Centroamérica que prima las medidas contra la inmigración por encima de otros objetivos en la región — aunque lo ha revestido de multilateralismo, como lo demuestra la cumbre de migración sostenida en Ciudad de Guatemala en mayo. El plan de Trump para llevar a cabo una campaña de deportación inédita desde los años 1950 podría forcejear aun más contra los casi nulos recursos con los que los gobiernos centroamericanos atienden a las personas retornadas. Las economías de nuestros países también dependen de las remesas, así como la estadounidense de la mano de obra indocumentada. Aunque Biden decida, antes del 20 de enero, renovar el Estatus de Protección Temporal (TPS) para decenas de miles de migrantes de El Salvador, Honduras y Nicaragua, Trump podría cancelar el programa. Así como durante su primer período, el presidente electo ha dejado clara su hostilidad hacia las y los refugiados, así como hacia los recipientes del programa DACA.
No hay certeza sobre la continuidad de la política de sanciones de Biden contra vendedores privados de servicios de espionaje, como la empresa israelí NSO Group, a quien El Faro ha demandado ante una corte federal en California. No queda claro el balance que hará Trump, que promete perseguir a opositores políticos, la prensa y otros que toma por adversarios, entre el uso de estas herramientas extranjeras de una lucrativa industria de espionaje versus el interés de Estados Unidos en tener un monopolio sobre ellas. Habrá que ver si los gobiernos centroamericanos y de Estados Unidos siguen procurando este spyware de alto calibre, y si lo usan contra la sociedad civil.
En un ensayo reciente, “Estados Unidos y Centroamérica: los límites de la influencia”, Cynthia Arnson escribe que funcionarios de Biden han lamentado una falta de condiciones políticas favorables y socios dispuestos para su agenda en nuestra región. Pero al parecer, con tan solo días antes del regreso de Trump, los líderes centroamericanos han tenido más paciencia que Biden.