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Érase una vez una frontera por la que trasegaban maíz, toneladas y toneladas de maíz. Lo pasaban de un país a otro sin pagar tasas ni aranceles, sin controles fitosanitarios. Cada día, tráileres y más tráileres colmados con maíces cosechados quién sabe dónde llegaban hasta Nuevo Orizaba, sobre la frontera de México y Guatemala. En ese pueblito, en un predio espacioso, los granos se ensacaban para disimular sus orígenes, y esos sacos se cargaban en otros camiones venidos desde Guatemala. Y todo esto sucedía junto a una aduana sin estrenar custodiada noche y día por el ejército mexicano.
No es cuento.
EL PAÍS y El Faro fueron testigos del ingreso ilegal de toneladas de maíz desde México a Guatemala, y lo documentaron.
Camionadas. A plena luz, amparados en lo recóndito de un lugar demasiado alejado de las capitales, de la institucionalidad y del periodismo. Un día sí, otro también. Un trasiego transfronterizo industrial que no está ocurriendo por pasos ciegos, sino por uno de los ocho cruces formales que México reconoce en los más de 900 kilómetros compartidos con Guatemala.
Los militares mexicanos destacados en Nuevo Orizaba, de hecho, detienen los camiones cuando regresan cargados a Guatemala, pero hay órdenes explícitas de respetar la compraventa. “El maíz lo transportan para acá, pero nomás se les revisa lo que es que no haya drogas y armas”, se limita a responder uno de los soldados —bajo condición de anonimato—.
Esos maíces no solo se riegan por toda Guatemala. “Van para Honduras y El Salvador, solo que allá entran como si fuera maíz guatemalteco”, dice Gustavo Adolfo Rivas, presidente de la guatemalteca Asociación Nacional de Granos Básicos.
Un negocio ilegal espoleado por los precios a uno y otro lado de la frontera. El quintal de maíz (45,36 kilos o 100 libras) que en la segunda semana de septiembre podía adquirirse en Veracruz por 13,56 dólares (12,35 euros) costaba 18,48 dólares (16,83 euros) en Ciudad de Guatemala, un 35% más. Los precios disparejos y la pasividad estatal —el paso fronterizo lo custodian la Secretaría de la Defensa Nacional de México y el ejército de Guatemala— han consolidado un contrabando que mueve millones de dólares.
Y para comprender por qué se ha desarrollado a niveles tan superlativos, nada mejor que desenredar los enredos pasados y presentes de la región en la que suceden: el Ixcán.
1. LOS CUATRO DÍAS ETERNOS DE LA FAMILIA LUX
Febrero de 1982. Cuando el ejército de Guatemala se encaminó hacia la aldea Santa María Tzejá, la familia Lux se había partido en dos. Ante los rumores de que los soldados estaban arrasando con todo y con todos en el Ixcán, los Lux —padre, madre, seis hijos entonces— habían abandonado su hogar a primera hora y se habían ocultado en su parcela, selva adentro.
Estando allá, Juan Lux, el padre, intuyó que no sería una incursión más y regresó a la casa por provisiones, con la esperanza de llegar antes que los militares. Pidió a sus hijos más crecidos —Juan y Delfina— que lo acompañaran; el mayor tenía 15 años. En la parcela quedaron Isabel Santos, la madre, y otros cuatro hijos; el menor aún no había cumplido los dos.
Los Lux son indígenas maya k'iche' y se habían instalado en el Ixcán a finales de los sesenta; colonizadores en clave cooperativista.
En febrero de 1982 Guatemala estaba en plena campaña electoral, quizá la más violenta de su historia. Cuatro grupos guerrilleros acababan de formalizar la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), y el Estado guatemalteco acentuó sus políticas de tierra arrasada [la guerra civil guatemalteca dejó 200.000 muertos, según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico] en las zonas que creía que apoyaban más a los guerrilleros. A los ojos del alto mando, el Ixcán era un semillero de comunistas.
Antes de Santa María Tzejá, las Fuerzas Armadas habían arrasado, una tras otra, cuanta aldea y comunidad organizada tenían identificada: Trinitaria, Santa Clara, San Juan la 15, El Quetzal, Pueblo Nuevo… Masacraban a los incautos que aún no habían huido y quemaban hogares, propiedades y cultivos. Luego avanzaban al siguiente poblado.
“Yo era cooperativista y alcalde auxiliar, me tenían en la lista negra”, dirá Juan Lux 37 años después. La guerrilla del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) operaba en el Ixcán desde hacía años, y él había aprendido a lidiar con las visitas esporádicas, ora de guerrilleros, ora de militares. Pero aquello de febrero de 1982 era distinto. “Yo tenía una buena casa, de pura caoba, y los soldados me la quemaron”, dice.
La casa en llamas, aquel día, era el problema menor. Cuando Juan Lux y sus dos hijos regresaban con las provisiones, vieron una docena de cadáveres, niños y adultos. Después, oyeron ráfagas de fusil cerca de donde habían dejado a Isabel Santos. Se movieron con el mayor sigilo posible, lejos de las veredas, pero no hallaron al resto de la familia donde la habían dejado. Se temieron lo peor.
Enmontañados, Juan e Isabel no supieron el uno de la otra durante cuatro días y cuatro noches eternas.
Una tarde, por la tozudez de Juan Lux y tras incontables caminatas por zonas en las que intuía que podría estar su familia, terminó hallando a su esposa y a sus cuatro hijos. No habían comido nada. El chiquito, José Luis, estaba tan débil que no podía pararse, mucho menos caminar. Pero la alegría de aquel rencuentro quedó marcada para siempre en la memoria del primogénito. “Cuando mi padre trajo a mi mamá y a mis hermanos, esa noche hicimos una fogata en la montaña, cocinaron y comimos...”, dice.
Fue una felicidad corta. Como miles de ixcanecos antes que ellos —indígenas en su inmensa mayoría—, los Lux concluyeron que era el momento de enfilar hacia la frontera y buscar algún campo de refugiados en México. Y hacia allá marcharon caminando con poco más que lo puesto.
¿QUÉ ES EL IXCÁN?
Ayer, a mediados del siglo XX, el Ixcán era una selva casi virgen.
Hoy, el Ixcán es un municipio de unos 100.000 habitantes y 1.575 kilómetros cuadrados que ocupa el norte del departamento de Quiché, en la Guatemala más indígena y genuina. Es una región lluviosa —en un mes cae más agua acá que en Madrid en un año entero— y caliente —es raro que el termómetro baje de los 18 grados y con facilidad supera los 34—; clima tropical de manual. Más datos de boca del Alcalde: siete microrregiones, 196 comunidades, una cabecera llamada Playa Grande, el 77% de población indígena —q'eqchi', mam, q'anjob'al, k'iche', poqomchi', popti', kaqchikel, ixil… hasta 12 grupos etnolingüísticos— y el 22% de mestizos; Babel. Otro dato: el Ixcán está en la cuenca de un río poderoso, el Chixoy, cuyas aguas terminan en el mar Caribe rebautizadas como río Usumacinta. Y un dato más, uno esencial para comprender el boom del contrabando: el confín norte del municipio es una línea recta de 54 kilómetros, una de esas fronteras trazadas con escuadra y cartabón; y al otro lado de la línea se suceden ejidos, fincas y pequeñas comunidades pertenecientes a Benemérito de las Américas, Marqués de Comillas y Ocosingo, tres municipios del Estado de Chiapas.
Playa Grande está a ocho horas en carro de la capital; a tres y media de la cabecera departamental más cercana, Cobán; y a dos y media del hospital más próximo, el de Barillas. Lejos de casi todo, sin apenas presencia en los noticieros y periódicos nacionales. Paradójicamente, fue un escenario medular durante la guerra que desangró el país entre 1960 y 1996. El Ejército de Guatemala concibió y pertrechó la Base Militar Playa Grande (que después cedió su nombre al enclave) como el centro neurálgico de la represión y el genocidio.
El 30 de diciembre de 1996, el día después de la firma de los Acuerdos de Paz, un grupo de comandantes guerrilleros voló al Ixcán y fueron recibidos en la base por el ministro de Defensa y demás generalotes. Se abrazaron, brindaron con whisky, sembraron un árbol. El acto, cargado de simbolismo, fue impulsado por la nobel de la Paz Rigoberta Menchú. En aquella avioneta que despegó desde la capital logró colarse Blanche Petrich (66 años), periodista mexicana que había cubierto la guerra para el diario La Jornada.
Petrich cumplía 44 años aquel 30 de diciembre y estaba en Guatemala con su hijo de ocho, pero ni lo uno ni lo otro impidieron el viaje: “Yo tenía mucho vínculo con la zona por las tres o cuatro veces que había estado, y también con la comandancia; quise ir porque sabía que el Ixcán fue un teatro de guerra muy intenso al que se le prestó poca atención, y para mí periodísticamente era un cierre importante”. Incluso consiguió una plaza para su hijo en la avioneta. “Por ahí tengo una foto de él en un tanque, algo que no le hizo mucha gracia”, dice.
En un plano más subjetivo, datos raspados de mi libreta que quizá ayuden a imaginar el Playa Grande actual son sus calles sin pavimentar salvo pocos centenares de metros; la infinidad de cantos rodados en sus calles polvorientas, más propios de las orillas de los ríos; el avispero de motocicletas en el que se mueven adolescentes, padres, abuelas y familias completas, sin casco nadie; sus casonas de colores y diseños histriónicos; una ciudad en la que la noche en uno de los hoteles de más renombre, el Reina Vasti, cuesta menos de 20 dólares; y de nuevo su calor, diabólico por ratos, que te hace sudar tanto que apenas es necesario orinar, aunque uno se la pase bebiendo todo el día.
Como municipio, el Ixcán es más joven que yo: un decreto gubernamental le dio vida administrativa el 21 de agosto de 1985.
A. EL TRANSE INICIA EN UN PUEBLO FRONTERIZO MEXICANO
En este pueblito chiapaneco llamado Nuevo Orizaba, el producto estrella del contrabando es el maíz. Se transa en un predio espacioso, y todos acá saben que andan en algo ilegal. Quizá eso explica la malquerencia al periodista.
Nuevo Orizaba es un conjunto de casas y negocios levantados sin mucho orden a orillas de una carretera conocida como la Fronteriza del Sur; más de 400 kilómetros de vía asfaltada junto a la frontera con Guatemala. Nuevo Orizaba pertenece al municipio de Benemérito de las Américas, pero el casco urbano está a 80 kilómetros de distancia.
Alguien eligió este lugar ignoto para establecer un paso fronterizo formal. De la Fronteriza del Sur a la frontera hay menos de un kilómetro, y quien lo recorre pasa sí o sí junto al predio en el que se trasiegan los maíces.
Hoy es lunes 24 de junio, tres de la tarde, y el predio está especialmente movido. Hay no menos de 20 camiones parqueados, incluidos cuatro tráileres Kenworth articulados y con remolque —nueve ejes por todo, 34 ruedas—, capaces de mover 50 toneladas por viaje. Placas mexicanas y placas guatemaltecas, casi mitad y mitad. Están a lo suyo, como si nada.
Camino hacia un grupo de personas junto a un camión. Son trabajadores que se ganan la vida ensacando y moviendo el maíz mexicano. Me presento como periodista y, para justificar mi presencia, pregunto primero por la Guardia Nacional, que el Gobierno dice que ya desplegó en esta frontera. Se miran unos a otros. Nadie responde. Caras de pocos amigos.
Me alejo y voy hacia la rudimentaria cancha de fútbol situada a la par del predio, cuyo contorno también sirve como parqueadero para camiones, otros ocho. Bajo la sombra de unos árboles, en unas hamacas roídas, descansan dos jóvenes. También hay desconfianza, pero no tanta hostilidad.
Son indígenas q'eqchi' de Chisec, municipio del departamento de Alta Verapaz, con dificultades para expresarse en español. Se ganan la vida descargando camiones. Son parte de un grupo de ocho venido de Chisec y suman ya cuatro semanas en Nuevo Orizaba.
Les pagan dos quetzales por cada quintal empacado y movido. Cada uno junta entre 350 y 400 quetzales diarios, entre 40 y 50 dólares. Es un trabajo rompedor, bajo el calor diabólico, y el salario puede sonar escaso ante ojos europeos o de los estratos privilegiados de las sociedades latinoamericanas, pero para ellos ganar hasta 1.400 dólares mensuales [el salario medio en Guatemala es inferior a 600 dólares] representa una fortuna. Trabajan a destajo dos o tres meses, viven amontonados en una casucha rentada y, cuando juntan suficiente plata, regresan a sus aldeas. “Nosotros descargamos el maíz y ya”, me dice entre dientes uno de ellos.
El precio del maíz fluctúa durante el año, pero en México siempre está más barato que en Guatemala. En estos días en Nuevo Orizaba se compra a 120 quetzales el quintal (15,6 dólares), cuando en Ciudad de Guatemala se está pagando a 150 quetzales (19,4 dólares).
Hay una caseta en la entrada al predio. Tanto los camiones mexicanos como los guatemaltecos cancelan ahí una pequeña cantidad por utilizarlo, dineros que dizque se usan para beneficio de la comunidad. Una actividad ilegal se gana así la empatía —y la protección— de los lugareños, mayas tzeltales en su mayoría.
En la caseta, meciéndose en una hamaca, hay un joven camionero guatemalteco. Él descansa mientras cargan su camión, que luego llevará hasta San Agustín Acasaguastlán, a siete horas de Nuevo Orizaba.
El vaivén de camiones no cesa, y eso que toma horas vaciar cada uno. Lo habitual es que las rastras mexicanas traigan el maíz a granel, a la par se parquea un camión chapín, y los cargadores comienzan a ensacar los granos y a cargarlos. Ponen un plástico en el suelo, para que se pierda lo mínimo, y otro plástico sobre las cabezas, para que el sol no los achicharre.
Justo donde termina el predio hay una aduana, o lo que el Gobierno mexicano levantó para que fuera una flamante aduana; son unas instalaciones primermundistas en completo desuso, aunque custodiadas por el Ejército mexicano. Un soldado vigila a apenas 20 metros de donde se transan los maíces.
Nuevo Orizaba es en esencia eso: un poblado en el que convergen camioneros mexicanos y chapines y grupos de cargadores que se disputan mover los maíces de un camión a otro. Quizá eso explique que, pese a estar en medio de la nada, en Nuevo Orizaba haya hoteles en los que quedarse una o dos noches, por si hay más camiones que brazos para vaciarlos, y hasta un prostíbulo.
2. JUAN LUX, EL COLONIZADOR
Juan Lux (75 años) nació pobre entre los pobres en una aldea llamada Canillá —devino municipio en 1951—, en el corazón del Quiché. Nació pobre pero con una viveza que aún irradia esta tarde de finales de junio, en su casa de Santa María Tzejá, en el Ixcán.
Le tocó ganarse la vida desde niño limpiando milpas ajenas, estudió lo que le permitieron y siempre estuvo dispuesto a viajar. Trabajó estacionalmente en los campos de algodón de la costa del Pacífico y pasó unos meses en Ciudad de Guatemala, en casa de una abuela.
JUAN LUX, EL COLONIZADOR “Yo era cooperativista y alcalde auxiliar, me tenían en la lista negra” Edad: 75 años.Colonizó Santa María Tzejá (Ixcán) junto a un grupo de indígenas maya k'iche'. El ejército quemó su casa en 1982. No tiene jubilación: cultiva milpa y cuida de sus animales.
Ahí, dice, abrió los ojos: “En la capital vi el desarrollo, ¿va? La gente tenía carro, tenía tantas cosas, y yo... yo no tenía nada, pues; estaba cabrón”. Juan Lux habla sin filtros. Se lo ha ganado. Pequeño, enjuto y piel requemada, es alguien que septuagenario todavía siembra su milpa y alimenta a sus animales, alguien para el que jubilación, pensión y vacación siguen siendo conceptos extraños.
A inicios de los sesenta llegó al Quiché un sacerdote gallego —gallego de Galicia— llamado Luis Gurriarán, el padre Luis. En aquella década, el Gobierno guatemalteco impulsó a través del Instituto Nacional de Transformación Agraria la colonización de áreas selváticas despobladas, como el Petén y el Ixcán, y se apoyó en una Iglesia católica en plena efervescencia interna, tras el Concilio Vaticano II.
Desde la diócesis de Quiché, el padre Luis se sumó a otros esfuerzos colonizadores iniciados por otros curas —Guillermo Woods, Ramón Falla— y organizó un grupo para movilizarse hasta un terreno selvático de propiedad estatal en la margen izquierda del río Tzejá, un afluente del río Chixoy. Ya casado con Isabel Santos y padre, el joven Juan Lux —25 años tenía— vio aquello como la oportunidad de ser al fin propietario.
Unos pocos valientes más atendieron el llamado del padre Luis y se fueron caminando desde Uspantán hasta el pedazo de selva que hoy se llama Santa María Tzejá, seis días de travesía. Así lo recuerda Juan Lux: “Luis nos dijo: vamos a ir a ver si nos favorece, porque si no, ¿para qué? Y nos fuimos; no había nada, nada, nada, pura montaña virgen, selva todo esto. Había unas familias en Santa María Dolores, pero hasta acá nos tocó romper el camino”.
Aquel grupo eran casi todos indígenas maya k'iche'. Que casi todos los llegados pertenecieran al mismo grupo ayudó a preservar el idioma; al menos para ganar una generación. “Mis hijos dominan más el español, pero no se les ha olvidado el k'iche'”, dice Juan Lux.
El modelo económico elegido por el padre Luis fue el cooperativismo, y la cooperativa que comenzó a operar en Santa María Tzejá fue bautizada como Zona Reyna R.L., constituida legalmente en octubre de 1969.
A los meses, con parcela asignada, Juan Lux concluyó que existían las condiciones para traer a su familia. Y ahí, en Tzejá, en medio de la selva, comenzó a levantar aquella casa de pura caoba que el Ejército de Guatemala le quemó el 15 de febrero de 1982.
CONTRABANDO Y NARCOTRÁFICO
Una avioneta de no menos de 600.000 dólares tirada en un meandro del Chixoy, accidentada. La Fuerza Aérea Guatemalteca la ubicó el pasado 13 de junio en la aldea Nueva Máquina, en el Ixcán, cubierta con unos plásticos negros, para disimularla. Sola y vacía, en la orilla, aún dejaba escapar fluidos aceitosos sobre las aguas achocolatadas del río.
Era una Beechcraft, modelo Super King Air 200. Un aparato poco más largo que un bus, pero capaz de volar de un tirón hasta Ecuador cargada con una tonelada y media. Se accidentó a apenas cinco kilómetros de la frontera, a siete del destacamento militar del Ejército de Guatemala en Ingenieros.
Dos semanas después, el 26 de junio, el Estado guatemalteco se propuso inutilizar una pista clandestina en la aldea Nueva Máquina. Era mi penúltimo día en el Ixcán. Durante toda la mañana, Playa Grande fue un vaivén de camionetas y patrullas. Fiscales, soldados y policías de la División Antinarcótica llegaron hasta Nueva Máquina con la voluntad —y el papeleo— de destruir la pista, pero docenas de vecinos los esperaban, les impidieron el paso, y ahí quedó todo. A un guionista de esas series de narcos tan Netflix le costaría inventar una secuencia que retrate tan bien el raquitismo del Estado guatemalteco en el Ixcán.
No fue una casualidad que algo así ocurriera justo cuando yo estaba en el Ixcán. Dos meses después, el 17 de agosto, otra avioneta se accidentó cuando quiso aterrizar en otra pista clandestina, esta en la aldea Tres Lagunas. Nueva Máquina y Tres Lagunas están a ocho kilómetros una de la otra. También hubo tiempo para vaciar la aeronave, quemarla en un zanjón y hasta cubrirla con hojas de palma. Y también los vecinos obstaculizaron a fiscales y policías cuando al día siguiente se apersonaron.
Desde hace décadas, el Ixcán es un eslabón más en la cadena que permite que toneladas de cocaína vuelen cada año desde Sudamérica hasta los orificios nasales de los gringos. Si en esta crónica no se le ha dado más volumen al tema del narcotráfico es porque ya se narró en La frontera perdida en la selva y en El Caribe turbio. Pero acá todos saben. Es secreto a voces.
En la conciencia colectiva ixcaneca, el narco explica las mansiones desmedidas, los hoteles y negocios sin apenas clientela, la pasividad de las autoridades locales, y hasta el arraigo que tienen la música grupera y la mexicanidad. Y va más allá del vox populi. “Aquí hay grupos narcotraficantes, y ya empezaron a implementar la violencia como medio para apoderarse de los territorios”, me dirá el Alcalde.
B. LOS MAÍCES ENTRAN EN GUATEMALA
Los españoles dicen ‘Como Pedro por su casa’ donde en Centroamérica y México decimos ‘Como Juan por su casa’. Da igual Juan que Pedro; el dicho ilustra a cabalidad cómo ingresan en Guatemala los maíces trasegados en Nuevo Orizaba.
El Ejército mexicano custodia la aduana sin estrenar, pero no sellan pasaportes, ni siquiera los exigen. Tres soldados pasan el día bajo una gigantesca bandera mexicana, deteniendo a cuanto carro se acerca, pero con una consigna clara: “Se les revisa lo que es que no haya drogas y armas”. Los maíces, las Corona, el aceite Patrona y todo lo demás va de un país al otro sin reparo.
Del lado chapín no hay aduana ni nada que se le asemeje; solo una garita en la que el propietario del terreno exige un pago por cada carro, pick-up o camión que pasa con mercadería mexicana. En la aldea Ingenieros, el Ejército de Guatemala tiene un destacamento, pero como si no hubiera nada.
Y si por el paso formal de Nuevo Orizaba/Ingenieros entra y sale de todo, adquiere tintes enigmáticos saber por qué los 54 kilómetros de frontera que el Ixcán tiene con México están salpicados de pasos ciegos para vehículos de todo tipo, camiones incluidos. “Unos 20”, me dirá el Alcalde; seguramente son más.
Escuché varias explicaciones: que están para la droga y las armas; que son los planes B para cuando comience a operar una aduana en toda regla; que porque el tránsito se cierra cuando los soldados se van a las nueve de la noche; que por las mordidas que exigen los policías guatemaltecos a los camioneros desde Ingenieros a Playa Grande. Sea la razón que sea, la frontera entre el Ixcán y México es un colador.
Para esta crónica yo entré en territorio mexicano por los pasos ciegos de Darién, de Primavera Frontera y de San Felipe, además de Ingenieros. Recorrí unos 40 kilómetros por la carretera Fronteriza del Sur y almorcé en dos taquerías de Nuevo Orizaba, pero según los registros migratorios, yo no he estado en México este año.
Además de los tres citados, hay pasos ciegos en Los Ángeles, Pueblo Nuevo, Cuarto Pueblo, Tierra Linda, Punto Chico, Carolina-Atenas, Sonora, Santa Cruz, Nuevo Paraíso, Las Muñecas… en casi la totalidad de las aldeas y comunidades ixcanecas que están junto a la frontera, sobre una calle que es el espejo chapín de la Fronteriza del Sur, solo que sin asfaltar.
Sin asfalto no significa sin mantenimiento. El Estado guatemalteco contrata una vez al año una empresa para que con motoniveladoras y rodos garantice el acceso hasta Nuevo Orizaba, mantenimiento que beneficia sobremanera a los trasegadores de maíz.
“Camiones, carros, motos… por acá pasa de todo”, dice Miguel.
Miguel Méndez (60 años) y su sobrino Juan Méndez (29) caminan de Guatemala a México. Para ellos no es más que un paseo de 25 minutos entre Nuevo Veracruz, el ejido en el que viven, y San Felipe, la aldea del Ixcán a la que Juan y Miguel se acercaron a tomar unas cervezas.
“En Veracruz no venden y fuimos a echarnos un par”, dice Juan con la soltura que da estar bajo sus efectos.
Son también mayas, pero tzeltales. Ambos adoran al presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, porque desde enero el Gobierno les deposita en sus cuentas dinero —3.000 pesos a Miguel, 4.500 a Juan, unos 150 y 230 dólares— por ser beneficiarios de programas sociales.
Les enseño en mi celular la portada del diario El Universal del 20 de junio, con un titular que dice: Guardia Nacional sella 23 municipios del sur, acompañado de un mapa en el que aparece Nuevo Orizaba como uno de los lugares de despliegue del nuevo cuerpo armado. Miguel y Juan se miran y luego me miran con la misma incredulidad con la que en el Ixcán me respondieron cuando pregunté si esta frontera se puede sellar.
3. JUAN LUX HIJO, EL GUERRILLERO
Juan Lux hijo (52 años) tenía apenas 15 años cuando el Ejército arrasó su aldea. “Después de ver aquello, me incorporé en la guerrilla”, dice mientras maneja un microbús desde Playa Grande a Cobán en el que solo vamos él, yo y su hijo adolescente.
Durante cuatro años fue parte del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), la guerrilla más activa en el Ixcán. Una adolescencia fusil en mano de la que le quedó un recuerdo que hoy me muestra con orgullo, apartándose el pelo del lado derecho de su cabeza: un balazo.
JUAN LUX, EL GUERRILLERO “Después de ver aquella matanza, me incorporé a la guerrilla” Edad: 52 años. Con 15 años, después de que militares guatemaltecos arrasaran su aldea, se alistó en el Ejército Guerrillero de los Pobres.
Profesión actual: conductor
En 1986 se alejó del EGP. “Ya me había cansado y me estaba atacando la debilidad; sin comida, y todos los días bombardeos, guerras, plomo... estaba muy débil”, dice. Cruzó la frontera para juntarse con el resto de los Lux, instalados ya en Chetumal, Quintana Roo, en la misma condición de refugiados que el Acnur otorgó a más de 45.000 guatemaltecos huidos por la guerra.
Trabajó en el campo y también en la ciudad —fue barman en la turística Cancún—, pero en 1990 quiso probar suerte y marchó indocumentado a Estados Unidos, a Los Ángeles. Allá estaba cuando finalizó la guerra civil, y no le costó regresarse al Ixcán cuando su padre le dijo que, fruto de las negociaciones, había logrado que les devolvieran las tierras de Santa María Tzejá de las que el Ejército los sacó en febrero de 1982.
Cincuentón ya, Juan Lux hijo habla con orgullo de su condición de indígena y de hombre de campo: cuida a sus animales y siembra varias manzanas con maíz, frijol, soya, pero lo hace sin químicos ni quemas, rotando cultivos. Es un activista contra la palma africana.
Le comento el caso de los agricultores tzeltales que conocí en el paso ciego; ellos sí cedieron y sembraron varias manzanas de su parcela con palma africana, cultivo que está en el ojo del huracán por su capacidad para desecar nacimientos de agua. “Es gente que solo mira el hoy y no por sus hijos”, responde, calla unos segundos, y dispara: “¿Qué futuro voy a dejar a mis nietos si nos acabamos el agua?”.
LOS IXCANECOS SE MATAN POCO
A pesar de la guerra; a pesar de la Base Militar Playa Grande, del Ejército Guerrillero de los Pobres y de los patrulleros civiles; a pesar de la frontera, del contrabando y del narco; a pesar de la institucionalidad raquítica; a pesar de que todo se ha concentrado en medio siglo; a pesar de que este municipio es parte del Triángulo Norte de Centroamérica; a pesar de los pesares… el Ixcán es una zona tranquila. Apelando a un lugar común, podría considerarse un remanso de paz dentro de la región más violenta del mundo.
Lo dicen los datos oficiales. Según la Policía Nacional Civil, en el Ixcán se cometieron 29 homicidios en el lustro comprendido entre 2014 y 2018, uno cada dos meses. La tasa en 2018 fue de cuatro homicidios por cada 100.000 habitantes, mientras que en toda Guatemala fue de 26; en México, 29; en Honduras, 40; y en El Salvador, 50 homicidios por cada 100.000 habitantes.
En mayo de 2019 mataron a una mujer en la feria de Playa Grande, un asesinato que todo mundo al que pregunté relacionó con el narcomenudeo. Para hallar otro asesinato de una mujer en el Ixcán hay que remontarse hasta junio de 2012; siete años sin homicidios de mujeres en un municipio de 100.000 habitantes del Triángulo Norte.
Lo avala también un experto. Carlos Mendoza (47 años) es el director del Observatorio de Violencia de la oenegé Diálogos, un referente en Guatemala en el monitoreo de la violencia homicida. Los números del Ixcán están en sintonía con los de la Guatemala de amplia mayoría indígena; es decir, muy por debajo del promedio nacional.
“La cosmovisión maya es un freno para la violencia, definitivamente —dice Mendoza—. Hablando de modelos econométricos, la variable étnica es estadísticamente significativa; es decir, en aquellos municipios en los que la mayoría de la población se identifica como indígena, es más probable que haya tasas de violencia homicida bajas. Hay una variable cultural relacionada con el derecho consuetudinario de los pueblos indígenas, además de su cohesión social, su fuerte identidad étnica, y sus propios mecanismos de solucionar conflictos”.
Y lo dicen también quienes conviven con la violencia día a día en el Ixcán. Ante una emergencia médica, los ixcanecos tienen dos opciones: llevar al herido por cuanta propia o llamar a Bomberos Voluntarios, el único cuerpo de socorro que opera en el municipio.
Mildred Diéguez (41 años) y Domingo Tiul Caal (32) trabajan en la 87ª compañía de Bomberos Voluntarios —la radicada en Playa Grande— desde hace 21 y 8 años, respectivamente. Responden sin titubear que los asesinatos son algo excepcional en su trabajo. Las emergencias que más atienden son los accidentes de motocicleta —nadie lleva casco en el Ixcán—, los embarazos complicados y lo que en sus fichas registran como ‘enfermedad común’.
C. LOS MAÍCES ILEGALES INVADEN GUATEMALA
Después de Nuevo Orizaba/Ingenieros, los camiones colmados de maíces recorren 25 kilómetros hasta rencontrarse con el asfalto. Ocurre en las afueras de Playa Grande, cuando la calle sin pavimento desemboca en la llamada Franja Transversal del Norte.
El camionero con el que platiqué en Nuevo Orizaba iba a San Agustín Acasaguastlán, a siete horas. “Pero el maíz mexicano lo encontrás a nivel nacional”, dice Gustavo Adolfo Rivas (57 años), el presidente de la guatemalteca Asociación Nacional de Granos Básicos (Anagrab). Maíces mexicanos los han hallado en Mazatenango (a 11 horas de Nuevo Orizaba), en Escuintla (a nueve horas y media), en Uspantán (a seis), en Jutiapa (a nueve), en… “Y esto sigue creciendo cada año”, dice Rivas.
La Cámara Guatemalteca de Alimentos y Bebidas calcula que el 22,5% del maíz blanco —el usado para hacer tortillas— que se consumió en el país en 2018 era de contrabando. Y el consumo en Guatemala se estima en más de 40 millones de quintales anuales.
Fácil podrían traducirse esos números en dinero que el Estado guatemalteco deja de recaudar, pero los impactos mayores son en otros ámbitos. En el Ixcán, por ejemplo, cientos de hectáreas en las que hace una década se sembraba maíz hoy están tomadas por la palma africana; el grano básico ya no es rentable. Y una región que por décadas fue receptora de migrantes hoy es tan expulsora de sus hijos como el resto de Centroamérica.
“Tenemos la sospecha de que una parte del maíz viene desde Estados Unidos y está genéticamente modificado”, apuntala Rivas el combo de problemas que genera el contrabando.
El trasiego industrial de maíces en el Ixcán se conoce en Guatemala. Esporádicamente algún periódico o televisora lo vuelve noticia, las gremiales afectadas lo denuncian e incluso el tema concentró los reflectores en 2016 y 2017 por el llamado caso El Bodegón, que terminó con un ministro de Agricultura condenado a tres años de cárcel por comprar maíces contrabandeados para repartirlo en programas sociales gubernamentales.
El problema se conoce, pero no se detiene. “Aquí hay una alianza perversa entre contrabandistas y gente del mismo Gobierno”, dice Rivas.
4. KEILLY LUX, LA MUJER EMPODERADA
Keilly Felipa Lux (46 años) tenía ocho años cuando le tocó esconderse en la selva cuatro días y noches eternas junto a su madre y tres hermanos, sin comida. La suya fue una niñez marcada por militares calcinando su hogar, por la huida a México, por dos años en un campo de refugiados en Chiapas, y por la reubicación en Quintana Roo. Una niñez rota se mire por donde se mire, con el agravante de su condición de mujer e indígena.
Los Lux fueron sacados de una aldea en la que casi todos eran maya k'iche', con una escuelita en la que se enseñaba en ese idioma, para terminar en asentamientos multiétnicos en los que su grupo era minoritario. “Estábamos organizadas, sí, pero hubo pérdida de nuestra cultura, del idioma, de la utilización de los trajes típicos”, se lamenta Keilly Lux.
KEILLY LUX, MUJER EMPODERADA “Con el exilio, perdimos parte de nuestra cultura” Edad: 46 años. De niña pasó cuatro días en la selva sin comida mientras huía de las matanzas del Ejército.
Vivió como refugiada en México.
Forma parte de una red de mujeres del Ixcán.
Con alguna dificultad, aún habla k'iche'. Sus hijas, no.
El cooperativismo impulsado por la Iglesia católica generó comunidades organizadas; y las comunidades organizadas, mujeres insumisas. No por casualidad durante el exilio en México, a inicios de los noventa, se fundó Mamá Maquín, una organización feminista que podría considerarse el germen de la actual y vigorosa Red de Organizaciones de Mujeres de Ixcán (ROMI), de la que forma parte Keilly Lux.
“Cuando se firma la paz, las mujeres vinimos con nuestra organización”, dice Reyna Caba (59 años), una de las líderes más activas. El feminismo que promueven, eso sí, es muy propio y pragmático, alejado de los reclamos más sentidos de la agenda más globalizada; por ejemplo, la exigencia número uno de la ROMI es que se prohíba la venta de alcohol en las comunidades que así lo decidan en asamblea.
“El exilio —dice Keilly Lux— tuvo una parte positiva, como es la organización de las mujeres, pero también una negativa, como es la pérdida de parte de nuestra cultura”. Con dificultad Keilly aún habla k'iche'; sin embargo, sus dos hijas ya no.
No son solo ellas dos. El español y no el k'iche' es la lengua con la que Juan Lux e Isabel Santos tienen que hablar ahora con la mayoría de sus nietos.
NO SÓLO DE MAÍZ VIVE EL HOMBRE
La Corona es una cerveza de gama alta en Centroamérica. Es cara, comparada tanto con las locales como con algotras importadas. No en el Ixcán.
Llamarla zona de bares sería exagerar, porque a las 10 de la noche todo está cerrado, pero a unos 300 metros calle abajo de la municipalidad hay tres o cuatro chupaderos que se conocen en toda Playa Grande como la Baratera. Son espacios simples, sin decoración, con parlantes asiduos a la música grupera y al reguetón, y en los que se toma con ganas desde buena mañana. Acá sigue arraigado lo de tirar el primer trago de la botella al suelo o, peor aún, escupirlo. Pues bien, por cuatro Coronas servidas frías y en la mesa pagué en la Baratera 25 quetzales (3,25 dólares).
La Corona contrabandeada es muy fácil de reconocer. En la corcholata tiene impreso un gran ‘+18’ y debajo un ‘No venta a menores’. La corcholata de la Corona que se importa pagando impuestos al Estado guatemalteco solo dice ‘Corona Extra’, además de tener un gran texto impreso sobre el vidrio que especifica importadores y números de registro.
“Si pedimos una Corona, seguramente sea de México”, me dijeron nomás llegué a Playa Grande. Y cabal, las que tiene el ‘+18’ en la corcholata son mayoría aplastante. En cantinas, restaurantes y tiendas ixcanecas es habitual ver cajas de 24 Coronas apiladas una sobre otra, hasta el techo. El contrabando está tan asumido en el Ixcán que no hace falta disimularlo.
Pasa también con el jabón, los yogures, el cemento, los abonos, los frijoles, las medicinas, los repuestos, las sodas, los desodorantes, el aceite Patrona… No en las cantidades supremas del maíz que México inyecta en Centroamérica, pero casi todo lo que se consume en el Ixcán —y más al sur— ha ingresado ilegalmente en Guatemala. Con una frontera tan agujereada y unos Estados tan condescendientes, el contrabando de productos mexicanos a pequeña, mediana y gran escala es cotidianidad pura.
Y en esa relación de ‘frontera abierta’, Guatemala pellizca tantito; las gasolineras, por ejemplo, que venden más barato. Pero el ganador indiscutible de la situación es México.
D. LOS MAÍCES DE NUEVO ORIZABA CRUZAN MÁS FRONTERAS
Hay maíz mexicano que entra por Nuevo Orizaba y se va hasta El Salvador.
Lo dijeron los indígenas q'eqchi' de Chisec que se ganan la vida ensacando. Lo dijeron unos jóvenes con los que platiqué largo en la gasolinera El Gran Jefe, en la aldea de Ingenieros. Lo dijo también el Alcalde. Y lo dijo Gustavo Adolfo Rivas, el presidente de Anagrab.
También apareció nombrado Honduras como país destinatario, pero con menor insistencia.
Google Maps calcula en 11 horas el tiempo que hay que invertir para recorrer los 540 kilómetros entre Nuevo Orizaba y San Salvador.
Agricultores y productores salvadoreños también creen que el mercado del maíz está afectado por el contrabando, y Guatemala es el sospechoso habitual. Luis Alberto Treminio (52 años) es el presidente de la Cámara Salvadoreña de Pequeños y Medianos Productores Agropecuarios (Campo). Cuestionado sobre si el contrabando está en el terreno de las sospechas o en de las certezas, responde esto: “Está en el terreno de los secretos a voces. Aquí se sabe que entra maíz, todo mundo se da cuenta, pero vas a revisar los datos oficiales del Gobierno y nada”.
Treminio cree “muy probable” que los salvadoreños estén comiendo tortillas palmeadas con maíces que entraron ilegalmente en Centroamérica.
EL ALCALDE SABE QUE NO ES CUENTO
Los indígenas son mayoría aplastante en el Ixcán, pero de los nueve alcaldes habidos desde 1985, siete han sido mestizos. El actual —hasta enero del año 2020— se llama Raúl Gutiérrez (63 años) y vive de procesar y revender el cardamomo que otros cultivan y cosechan. También es mestizo, de Zacapa, un departamento fronterizo con Honduras. Llegó a Playa Grande a mediados de los ochenta, animado por las facilidades que el Gobierno otorgaba para repoblar las aldeas arrasadas por el Ejército con personas políticamente afines. Nos recibe en el despacho municipal.
¿Por qué hay tanto contrabando en el Ixcán?
A tres horas de aquí, y por carretera asfaltada, está Comitán [Comitán de Domínguez, una de las ciudades más importantes de Chiapas], que es donde la gente más se provee. Si un lapicero aquí le cuesta un quetzal, allá cuesta 75 centavos. Las empresas de Guatemala traen caros los productos y sale más fácil ir a Comitán. La maquinaria es más barata, el hierro es más barato, el alcohol, los abarrotes... todo es más barato. El contrabando es una consecuencia de vivir en un municipio fronterizo.
¿Cuántos pasos ciegos hay en su municipio?
Unos 20. Es un tema complicado el de los pasos ciegos. Después de los Acuerdos de Paz, empoderaron a las comunidades. ¿Quiénes son los que mandan ahora? Los alcaldes comunitarios, y si una comunidad está cerca de la frontera, ponen una cadena y ya. Hay pasos ciegos en Darién, en Victoria, en Cuarto Pueblo, la de Carolina para motos, allá por San Jacobo... y además de eso, todas las comunidades que están a la orilla del río Chixoy, que si lo bajas en la lancha, ya estás en México.
Se paga por cruzar esos pasos ciegos.
Son cobros ilegales, pero las comunidades están empoderadas y cobran un cuota. ¿Para qué? Dicen que lo invierten en la misma comunidad.
El maíz es el producto más contrabandeado.
El Gobierno mexicano subsidia a sus agricultores, y por eso allá es mucho más barato. Es un problema porque deja en desventaja a nuestros productores. Cada rastra trae un promedio 40 toneladas, y son cantidad de rastras las que llegan al otro lado de la frontera. Para los mexicanos es un negocio vendernos, pero nosotros caemos en ese desequilibrio. Guatemala tiene terrenos fértiles y capacidad para abastecer su mercados; no necesitamos el contrabando.
¿Ese tema del contrabando puede solucionarse a corto o medio plazo?
Media vez haya voluntad, sí. Bastaría controlar la frontera de ingreso, que es Ingenieros, ¿verdad? Porque ahí es donde entra la mayor cantidad.
—¿Por qué hay tanto contrabando en el Ixcán?
—A tres horas de aquí, y por carretera asfaltada, está Comitán [Comitán de Domínguez, una de las ciudades más importantes de Chiapas], que es donde la gente más se provee. Si un lapicero aquí cuesta un quetzal, allá cuesta 75 centavos. Las empresas de Guatemala traen caros los productos y sale más fácil ir a Comitán. La maquinaria es más barata, el hierro es más barato, el alcohol, los abarrotes... todo es más barato. El contrabando es una consecuencia de vivir en un municipio fronterizo.
El contrabando está tan asumido en el Ixcán que ni al Alcalde le hace falta disimularlo.
—¿Cuántos pasos ciegos hay en su municipio?
—Unos 20. Es un tema complicado el de los pasos ciegos. Después de los Acuerdos de Paz, empoderaron a las comunidades. ¿Quiénes son los que mandan ahora? Los alcaldes comunitarios, y si una comunidad está cerca de la frontera, ponen una cadena y ya. Hay pasos ciegos en Darién, en Victoria, en Cuarto Pueblo, la de Carolina para motos… y además de eso, todas las comunidades que están a la orilla del río Chixoy, que si lo bajas en la lancha, ya estás en México.
—Se paga por cruzar esos pasos ciegos.
—Son cobros ilegales, pero las comunidades están empoderadas y cobran. ¿Para qué? Dicen que lo invierten en la misma comunidad.
El Alcalde habla en tono afable y cálido, como un abuelito contando historias de juventud, pero no deja de sorprender que lo ilegal se asuma casi como algo natural, que la debilidad de la institucionalidad en Guatemala la explicite el máximo representante de una institución.
—El maíz es el producto más contrabandeado.
—El Gobierno mexicano subsidia a sus agricultores, y por eso allá es mucho más barato. Es un problema porque deja en desventaja a nuestros productores. Cada rastra trae en promedio 30 toneladas, y son cantidad de rastras las que llegan al otro lado de la frontera. Para los mexicanos es un negocio vendernos, pero Guatemala tiene terrenos fértiles y capacidad para abastecer su mercados; no necesitamos el contrabando.
—¿Usted cree que ese tema del contrabando puede solucionarse a corto o medio plazo?
—Media vez haya voluntad, sí. Bastaría controlar la frontera de ingreso, que es Ingenieros, ¿verdad? Porque ahí es donde entra la mayor cantidad.
Media vez haya voluntad, dice el Alcalde. Quizá eso lo explique todo.
5. JOSÉ LUIS LUX, EL POLÍTICO EMERGENTE
Playa Grande estuvo alborotada por un concierto hace un par de días, el viernes 21 de junio. En un salón de usos múltiples tocó el Grupo Liberación, un referente de la música grupera que hace dos décadas se codeaba con Los Temerarios, con Bronco, con Los Tucanes de Tijuana. En los premios Lo Nuestro 1995, cuando miles de ixcanecos vivían aún al otro lado de la frontera, su canción Ese loco soy yo fue finalista en la categoría Regional Mexican Song of the Year, que ganó Amor prohibido, el clásico de Selena.
En realidad el que vino al Ixcán no era el verdadero Grupo Liberación, sino uno de sus exvocalistas, Gerardo García, que con su propio grupo —Gerry García y Los Muchachos— se presenta en plazas como Playa Grande con el repertorio de la agrupación para la que en su día cantó. A casi nadie pareció molestarle el fraude.
Entre el público estaba José Luis Lux (39 años), el niño maya k'iche' que en febrero de 1982 casi murió de inanición en la selva tras los cuatro días y noches eternas.
JOSÉ LUIS LUX, EL POLÍTICO EMERGENTE “En el Ixcán hay muchas culturas, estamos muy identificados con la música mexicana” Edad: 38 años. Político emergente. Casi muere de inanición con dos años mientras huía de las matanza del Ejército de Guatemala con su madre. Vivió en un campamento de refugiados en México durante 13 años.
Hoy —casado, padre de dos hijos y en la antesala de los cuarenta— José Luis es el Lux más involucrado en la política. En las elecciones del 16 de junio corrió como candidato a diputado en el Quiché por el Movimiento Semilla, una nueva agrupación de talante progresista, que se promociona como un punto y aparte respecto a la política tradicional.
José Luis Lux vivió en México entre 1982 y 1995, desde los dos hasta los 15 años. Le gusta lo grupero y vestir camisas abotonadas, jeans y botas, como casi todos los hombres que llegaron a oír al Grupo Liberación, una concentración humana en la que la cultura indígena estaba ausente.
Hoy domingo, en Santa María Tzejá, y después de un almuerzo irrepetible en el hogar de los Lux, aprovecho para preguntar a José Luis por qué hay tantos mayas mexicanizados en el Ixcán. “Yo creo que en el concierto éramos mitad indígenas, mitad mestizos, sí, pero es normal; Ixcán es un pueblito con muchas culturas, y estamos muy identificados con esa música”, dice.
Después me invita a conocer el Tzejá, el río que hace medio siglo exacto su padre vadeó para llegar al parcelamiento que luego se convirtió en esta aldea. Subimos en su Toyota Hilux y bajamos despacio por un camino serpenteante, hasta el río.
Salvo por un imponente puente metálico de unos 40 metros de largo, todo luce selvático, vivo; árboles ciclópeos y todas las tonalidades del verde que uno pueda imaginar. Por las tormentas de anoche, el Tzejá baja ahora turbio y fértil.
En un arrebato, y a pesar de sus Levi's ajustados y sus botas, José Luis Lux trepa como adolescente una de las estructuras de acero que delimitan el puente. Se sienta a unos tres metros de altura y, luego de un par de minutos en silencio, saca su celular para fotografiar el río y la naturaleza salvaje que aún lo rodea acá.
“Este puente no estaba cuando regresé del exilio —me dice José Luis Lux, la nostalgia acentuando cada palabra—. Había uno de hamaca más abajito, pero no esto”.
Ayer esto era una selva casi virgen. En medio siglo se han sucedido la colonización, el cooperativismo, la guerrilla, la represión, el repoblamiento, el narcotráfico, la mexicanización, el contrabando superlativo… Todo parece estar cambiando siempre en el Ixcán, demasiado deprisa quizá.
Sobre este proyecto
La frontera desconocida de América
José Luis Sanz / Javier Lafuente
Ha sido ignorada por décadas. La franja de tierra que conecta México con Centroamérica no tiene la fotogenia de un muro, ni la leyenda que el cine y los medios estadounidenses han dado al río Bravo o los desiertos de Arizona. Se la ha tratado como una frontera latinoamericana más: desordenada, salvaje, porosa y silenciosa. Pero se trata de la línea divisoria que más personas cruzan cada día en el continente americano; una de las más transitadas del mundo. Es cruce obligado para los cientos de miles de centroamericanos que caminan hacia el norte. Más de 120.000 migrantes han sido detenidos en México cada año en el último lustro. Se estima que un 90% de la cocaína que llegará a Estados Unidos ha tocado en algún momento suelo centroamericano antes de burlar la frontera con México. Es una torpeza hablar de migración, de narcotráfico, de esta región entera, sin adentrarse en este límite.
Un conocimiento raquítico se cierne sobre dos fronteras separadas por unos 5.000 kilómetros. La lejanía de Estados Unidos agrava el desinterés por la línea del sur: una frontera remota que no se puede contar en ciudades, sino en aldeas, ejidos y caseríos; que no se relata en la voz de gobernadores, sino de alcaldes, líderes comunales, militares, campesinos y coyotes. Para entender esta línea hay que perderse en veredas de tierra.
Son 1.138 kilómetros delineados por el cauce del río Suchiate en su camino hacia el Oeste, al Pacífico; el Usumacinta que cruza la frontera entre Guatemala y México en busca del Golfo; y desdibujada por la selva guatemalteca a medida que busca el Caribe. Una frontera de orografía complicada y de difícil acceso en buena parte de su trazado. Algunos de sus municipios tienen su propio idioma y a veces sus propias leyes de silencio. Muchas de las comunidades más olvidadas – y agredidas – por el Estado guatemalteco, como los Queqchís o los Cakchiqueles, se refugiaron cada vez más en lo recóndito de esta frontera. Y otras poblaciones, como los menonitas de Belice, encontraron en el olvido de estas tierras el área perfecta para asentarse y construir una vida. En muchos de sus puntos, el Estado es un concepto difuso. Casi todas las políticas de seguridad de los sucesivos Gobiernos mexicanos en las últimas tres décadas han tenido como campo de operaciones este pedazo de tierra en el que Norteamérica se estrecha para convertirse en istmo, pero ni la implementación ni el fracaso de esas políticas mereció más atención que algunas frases sueltas. Hasta ahora, la frontera sur ha vivido y evolucionado alejada de los focos y las preguntas incómodas.
Las maniobras antimigratorias de Donald Trump han abierto una nueva etapa de protagonismo. Su presión para que México contenga de manera más agresiva el flujo de migrantes y su reciente acuerdo para que Guatemala se convierta en primer receptor de deportados para el resto de la región centroamericana derivaron en la militarización de partes de la frontera. Del lado centroamericano del Suchiate, Trump encuentra un cómodo silencio: ninguno de los tres presidentes del triángulo norte centroamericano -que aporta más del 90% de migrantes que cruzan la frontera con México- ha hecho un reclamo público a los Gobiernos estadounidense y mexicano por su pacto de empezar “el muro” del norte en esta franja del sur.
También la construcción del “tren maya”, con el que el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere conectar desde Cancún hasta Palenque, pasando por Tenosique, promete transformar la zona. En ambos casos es incierto el impacto que las nuevas políticas tendrán, no solo en la ecología de la zona sino para los ecosistemas migratorio, laboral y criminal de esta parte del continente americano. La frontera sur de México es una incógnita en rápida mutación.
EL PAÍS y EL FARO nos hemos unido para tratar de destripar este territorio y verterlo en relatos. Como parte de la alianza que iniciamos en abril para contar Centroamérica fuera de sus fronteras, durante los próximos seis meses equipos conjuntos de periodistas de los dos medios, más de 20 personas en total, trabajarán para desvelar las identidades, conflictos y preguntas que esconde esta zona, para narrarla por entregas y en múltiples formatos.
Es una apuesta arriesgada, no solo por la compleja realidad que pretendemos mostrar sino también por las características propias de la zona, una de las más olvidadas y una de las más violentas del planeta.
Aspiramos a ahondar en lugares que, a priori, creemos conocer, como Tapachula o Tecún Umán; al tiempo que penetramos en otros más inhóspitos y recónditos como Xcalak, Ixcan, Bethel o Laguna del Tigre. Trataremos de ilustrar un mosaico formado por indígenas mayas, comunidades garífunas y misquitas, o blanquísimos asentamientos menonitas; por flujos humanos que arrancaron en Centroamérica, África o Asia; por largas extensiones de cultivos legales e ilegales; por pobreza, desigualdad, poderes políticos indefensos y grupos armados en constante recomposición; por países que se deshacen allí donde se encuentran.
Capítulo 4 de Frontera Sur, próximamente.
Créditos
- Dirección del proyecto: Javier Lafuente, José Luis Sanz
- Coordinación: Guiomar del Ser y Patricia R. Blanco
- Edición: Óscar Martínez, Jacobo García
- Diseño e Infografía: Fernando Hernández
- Front-end: Belén Polo y Nelly Natalí
- Desarrollo: Jacinto Corral
- Textos: Jacobo García, Óscar Martínez, Roberto Valencia, Elena Reina, Carlos Martínez y Carlos Dada
- Vídeo: Teresa de Miguel, Héctor Guerrero, Gladys Serrano, Mónica Gonzalez
- Foto: Héctor Guerrero, Fred Ramos, Mónica González, Víctor Peña, Gladys Serrano
- Edición de Imagen: Héctor Guerrero
- Redes Sociales: Anna Lagos
- Edición de textos: Ana Lorite
- Edición y grafismo de vídeo: Sonia Sánchez Carrasco, Eduardo Ortíz
- Edición de audio: Teresa de Miguel