El hambre y la futura arquitecta

 “Carne no comemos”, dice Wendy lo obvio. Estos días han dejado también de comprar huevos, queso, crema y leche.

Carlos Barrera
Martes, 18 de julio de 2023
Julia Gavarrete

Wendy Alicia Martínez está dispuesta a dejar de comer dos de los tres tiempos para ver a su hija convertida en arquitecta. Ha dado su palabra y no piensa retractarse. Wendy es agricultora, especialista en huertos caseros, en los que trabaja junto a su esposo, Santos Díaz. Es madre de dos hijas bachilleres y un hijo pequeño, con quienes vive en la comunidad El Rescate, en Berlín. En su casa comen de la huerta a la que Wendy le dedica la mayor parte de su día. De no ser así, en su casa estarían pasando hambre. “Ahora todo está caro y no hay una fuente de dónde obtener un salario”, lamenta Wendy. “Con mi esposo, nos reímos”. Esa es su manera de afrontar cada nueva subida de precios. “Antes decíamos que con un dólar de papas nos daban de tres a cuatro libras. Ahora nos dan cuatro papas por un dólar”. 

La cocina de la familia de Wendy: frutas, como los guineos, se vuelven una necesidad esencial a falta de proteínas y otro tipo de alimentos para cocinar. Foto de El Faro: Carlos Barrera
 
La cocina de la familia de Wendy: frutas, como los guineos, se vuelven una necesidad esencial a falta de proteínas y otro tipo de alimentos para cocinar. Foto de El Faro: Carlos Barrera

 

Wendy vive en una casa de dos piezas divididas por un corredor con piso de tierra. En una habitación duerme toda la familia. La otra, la más pequeña, es la cocina. Wendy tiene su huerta en las faldas de un barranco, a unos 20 minutos a pie de su casa; ahí cultiva ejotes, guayabas, güisquiles, pepino, rábano, ayote y tomate. “Nos toca hacer malabares para comer”, explica esta mujer de baja estatura, fornida y piel acanelada. La producción depende del tiempo. Una tormenta es suficiente para que pierdan todo y se queden sin comida. Eso ocurrió con la tormenta Julia, que les dejó sin cultivos de ayote y tomate. Le preocupa que el dinero falte, pero más que se pierda una cosecha. Si tienen producción, hay comida. Pero cuando no, ponen toda su apuesta en conseguir un poco de dinero trabajando de lo que sea.

 

 “Carne no comemos”, dice lo obvio. Estos días han dejado de comprar huevos, queso, crema y leche.

Por ahora cuida la crianza de gallinas: no se las comen porque hacerlo sería un huevo menos en su mesa. “Qué galán fuera un salario mensual y darme el lujo de darle un dólar a mi hijo para pupusas”, dice. Eso es para ella comer pupusas: un lujo. Cada vez se siente un paso más cerca de entrar en lipidia. No hay día en el que en su casa no trabajen, pero no siempre consiguen dinero o logran cosecha. 

 

Su frustración se ha acentuado tras la detención bajo el régimen de excepción de dos de sus hermanos, que guardan prisión desde el 3 de abril de 2022 en Izalco. Hace unos días le confirmaron que ellos tendrán audiencia en diciembre. No sabe nada más porque no tiene dinero para recorrer los 174 kilómetros hasta la cárcel en Sonsonate, un viaje de al menos cinco horas en bus desde donde vive. Ambos hermanos vivían junto a sus papás en el mismo cantón, donde ayudaban a trabajar dos manzanas de cultivo. “Yo les ayudaba a ellos, les ayudaba a cortar y a vender. Con eso, yo ganaba 40 dólares a la semana”, describe. La producción que estaba a cargo de sus hermanos se perdió, a falta de que alguien más pudiera retomarla.

Esa es otra razón por la que los ingresos de Wendy bajaron: hasta hace poco más de un año, entre ella y su esposo sumaban hasta 200 dólares a la quincena. Hoy, se enfrentan con algunas quincenas en las que llegan a 30 dólares entre ambos. Esto pasa porque las fincas de café para las que solían trabajar han dejado de contratar gente. Ella no sabe la razón. Por eso comen cada vez menos. Por eso y porque quieren apoyar a su hija mayor, Julissa Alejandra, de 19 años, para que sea arquitecta. 

Julissa estudia arquitectura en San Miguel, donde sobrevive con trabajos de medio tiempo, con lo que sus padres logran recolectar de la venta de algunas verduras y hortalizas cosechadas en su huerto y la ayuda de un pariente. Foto de El Faro: Carlos Barrera
 
Julissa estudia arquitectura en San Miguel, donde sobrevive con trabajos de medio tiempo, con lo que sus padres logran recolectar de la venta de algunas verduras y hortalizas cosechadas en su huerto y la ayuda de un pariente. Foto de El Faro: Carlos Barrera

 

Julissa recién terminó su primer ciclo de arquitectura en una universidad privada en San Miguel, una carrera por la que paga una cuota de 90 dólares cada mes. Eso, más el transporte, la papelería, el alquiler y la alimentación, sumaría un presupuesto de unos 490 dólares para que Julissa estudie. Eso está fuera del alcance de la familia de Wendy. Lo logran porque un tío de Wendy pone la vivienda y comida en San Miguel y porque Julissa consigue trabajos de medio tiempo o por horas, con los que promedia mensualmente unos 100 dólares.

Wendy y su pareja trabajan de lo que consiguen: cuando no trabaja como agricultor, Santos, el papá de Julissa, trabaja en construcción. Él también es albañil. De ahí es que Wendy cree que Julissa heredó su interés por construir casas. En un país que se vuelve cada vez más caro, la familia de Wendy va detrás de un anhelo que hoy parece lejano. “Con lo poquito que ella gana y lo que nosotros hacemos, estamos haciendo posible este esfuerzo que para nosotros es un sueño, pero primero Dios un día lo habremos logrado. Hay que soñar, pero hay que soñar despiertos”, dice Wendy. “Pero, aunque tenga que dejar de comer dos tiempos de comida, la veré arquitecta”, promete.