Que coman los de adentro

Desde que comenzó el régimen, familias enteras se ven afectadas económicamente si quieren evitar que sus presos pasen hambre.

Carlos Barrera
Miércoles, 26 de julio de 2023
Julia Gavarrete

Cecilia Ábrego comenzó su relato por la captura: “El 10 de mayo, por ser el Día de la Madre, íbamos para el cementerio a enflorar a mi mamá. Como a las 9 de la mañana, estábamos alistándonos cuando vinieron dos agentes a preguntar quiénes vivíamos aquí. Salí yo, porque era la propietaria de esta vivienda. Mi hijo estaba en la mesa. ‘¡Salí!’, le dijo el policía. Mi hijo salió, le pidieron el DUI, preguntaron por radio si él tenía algo pendiente. Alcanzábamos a oír que le decían que estaba limpio, que no tenía nada. Vino uno de ellos, le hizo así, con la cabeza, como que se fuera. Yo pensé que se iban a ir y me iban a dejar a mi hijo, pero le dijeron ‘nos vas a acompañar aquí cerca, a la delegación…”. 

A Cecilia la conocí el 30 de mayo de 2020 sobre la 79 avenida Norte, en San Salvador, por la crisis de hambre generada durante el encierro a causa de Covid-19. Caía un aguacero, pero Cecilia salió con una camiseta blanca atada a un palo de escoba. Ella y muchas otras familias se habían quedado sin comida ante la imposibilidad de trabajar. Meses más tarde, Cecilia, con 49 años en ese entonces, fue diagnosticada con cáncer de mama. 

Hoy, 12 de mayo de 2023, nos hemos vuelto a juntar en su casa, en la comunidad Nueva Esperanza, que se sitúa como un parche dentro de la pudiente colonia Escalón. Aquí vive desde hace 23 años. Le pedí que habláramos de cómo han sido sus días tras ese encierro que la dejó sin comida. Pero, antes, me habló de la detención de su hijo, porque desde entonces en su casa se come menos.  

Ella, que toda su vida fue vendedora ambulante, ha atravesado en los últimos años calamidad tras calamidad. En abril de 2022, su madre murió. Un mes después, su hijo Jimmy fue detenido por el régimen de excepción y enviado al penal de Izalco. Desde que comenzó el régimen, familias enteras se ven afectadas económicamente si quieren que sus presos no pasen hambre. La orden del Gobierno a los familiares ha sido que compren paquetes de comida, que contienen un vestuario específico (camiseta y short blancos), alimentos (cereales, leche, granos básicos) y productos de aseo personal (desde desinfectante para piso y escobas). El reo que no tenga una familia que lo apoye, comerá sólo las mínimas raciones que dan dentro de los penales y que muchos de los presos que han sido liberados describen como apenas un puñado de arroz y frijoles dos veces al día. 

Todos los meses, Cecilia llega para dejarle comida a su hijo. Lo básico, porque no tiene para comprar todo lo que piden en la lista. Compra cereales, arroz, harina, galletas y artículos de limpieza, un gasto al mes de 80 dólares adicionales que debe hacer y que complementa con las remesas que recibe de un hijo de 38 años y otra de 33, que viven en Estados Unidos desde que huyeron tras ser amenazados por las pandillas. Primero se fue su hijo, hace 12 años, y luego su hija, hace 10 años. Jimmy, el encarcelado de 36 años, es su único hijo en El Salvador. 

El 11 de septiembre de 2022, su hermano, que tras la muerte de su madre empezó a beber mucho alcohol, también fue detenido por el régimen. Los 80 dólares reservados para el paquete de su hijo Jimmy se duplicaron, ahora también tiene que enviar un paquete a su hermano menor al centro preventivo de Santa Ana. 

Pero su relato se vuelve cada vez más espinoso. El 20 de noviembre de 2022, falleció su padrastro, el padre de su hermano detenido. Él entró en depresión por no saber nada de su hijo. Dos días más tarde, una sobrina fue denunciada por unas vecinas por abandono de una niña. “Falleciendo mi madre, ella tuvo que ver quién cuidaba a sus niños. Le dejó la niña a un vecino, porque ella se iba a trabajar. Cuando volvió, la niña estaba golpeada. Por eso la metieron presa”, describe Cecilia. 

Cecilia Ábrego preparara el almuerzo en su casa. La mayoría de tiempo el menú se repite: arroz, tortillas y queso. Cuando se varía es porque hay huevos. Foto de El Faro: Carlos Barrera
 
Cecilia Ábrego preparara el almuerzo en su casa. La mayoría de tiempo el menú se repite: arroz, tortillas y queso. Cuando se varía es porque hay huevos. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Con su sobrina detenida, Cecilia ha tenido que destinar como mínimo 220 dólares al mes para los paquetes cada vez más precarios. La carga económica es más pesada en su casa y sólo la sobrellevan gracias a las remesas que recibe de sus hijos. Su esposo, Paul, de 49 años, trabaja en construcción. Gana 183 dólares cada quincena, un sueldo con el que debe alcanzar para cubrir los gastos básicos, los paquetes y el tratamiento de cáncer de Cecilia. Con lo poco que les sobra, alrededor de 150 dólares, comen ella, su esposo, dos nietos, de 16 y 11 años, que quedaron bajo su cargo cuando su hija migró, y también el hijo de la sobrina que está encarcelada. El niño tiene siete años, y Cecilia ha comenzado a cuidar de él desde que supo que lo veían deambulando por la calle.

“Ha sido desesperante. Los tres niños estudian. A veces, o se desayuna y se almuerza o se almuerza y se cena, pero siempre falta un tiempo en esta casa, porque ese tiempo se va guardando para llevar el poquito de paquete a esos penales. Las tortillas, me las traen fiadas. Se las pago a la quincena, cuando le pagan a mi esposo. Ya debemos un recibo de energía. Hemos recortado muchas cosas. Yo les digo: ‘no tengo para comprarles zapatos, hasta después les voy a comprar, ténganme paciencia. Voy a terminar de armar el paquete’. Cuando me dicen ‘mami, me han pedido una camiseta para la escuela’... Ya sea de 1.50 o de 2 dólares, ya es dinero. Con eso ya compro una bolsa de leche o de incaparina para llevarle a mi hijo, a mi hermano o a mi sobrina. Pero también el niño necesita esa camisa”, cuenta con la voz ahogada en llanto. 

Son casi las 11 de la mañana y Cecilia ya decidió cuál será el almuerzo. Hoy comerán arroz con tortillas para economizar lo que guarda en el refrigerador: unos ejotes, tres zanahorias, cinco papas y dos chiles. Con eso espera complementar los frijoles y los macarrones para comer esta semana. Los huevos los compra cuando tiene dinero. Aquí en la comunidad los venden a cinco por un dólar. Frente a la casa de Cecilia hay un paredón blanco, de unos tres metros de altura, que divide su comunidad del mercado Escalón, un proyecto de la Alcaldía de San Salvador por el que la comunidad ya ha protestado en el pasado. Jimmy vivía donde hoy está ese muro que se observa desde la sala donde Cecilia cuenta este relato. Describe que su hijo fue desplazado junto a otras familias con la promesa de que les sería entregado un apartamento en un complejo construido por la comuna al lado de la comunidad.

Para tratar su cáncer, Cecilia va de forma periódica al Instituto Salvadoreño del Seguro Social. Paul cuida hoy su trabajo más que nunca, porque a través de él es que ella se ve beneficiada con la cobertura médica. De lo contrario, no podrían pagar lo que vale. Recientemente, Cecilia necesitó un medicamento para una bronquitis. Su hijo mayor le mandó el dinero, pero ella nunca lo compró: dividió la mitad del dinero para la comida de los niños y la otra mitad para completar uno de los paquetes carcelarios.

“No es justo que uno esté dejando de comer por mandarle (paquetes) a nuestros familiares privados de libertad y ellos no se los estén entregando”, dice con el rostro marcado de impotencia y frustración. Cristosal denunció en un informe que presentó a un año del régimen de excepción la práctica de no entregar los paquetes de alimentos a los reos. Tras recopilar testimonios de liberados, pudieron concluir que era habitual. 

Cecilia dice que no está en contra de que se haga justicia, lo que pide es que no se persiga a inocentes. “Las personas que deben, está bien, sabemos que le han hecho daño al país, han derramado sangre, han extorsionado, violado, han corrido a algunos (del país) para buscar mejor vida. Pero, ¿la gente que no ha hecho nada?”, pregunta en defensa de sus parientes.

Al fondo de la sala cuelga una fotografía de cuando el presidente Nayib Bukele visitó su comunidad siendo candidato presidencial. Cecilia posa con un Bukele que le abraza sonriente. La fotografía sigue enmarcada, en el centro de la pared. “Para mí es bien doloroso ver esa fotografía y decir ‘¡¿cómo es posible que una persona que vino a esta comunidad y ofreció ayudar, mermar el hambre, el dolor, ahora nos esté causando tanto daño?! ¡No es justo!”, dice Cecilia.

—¿Cómo sería todo si sus hijos no le enviaran ayuda desde Estados Unidos?

—¡Ay! —Cecilia suspira. Guarda silencio unos minutos mientras observa una imagen donde aparece ella junto a su hijo—. Ya hubiera vendido todo y me hubiera ahorcado quizá.

El 12 de julio hablé con Cecilia de nuevo. Su salud ha empeorado. Me contó, entre lágrimas, que, por estar detenido, su hijo posiblemente perderá el apartamento que le fue prometido a él y su familia. Uno de los pocos consuelos de Cecilia es que su sobrina ya fue liberada.