Ruth Marleni y sus nueve hijos comerán la flor de Izote que cortaron de su cerco unas horas antes del mediodía. A la comida se unirán su nuera y sus tres nietos, que viven con ella y a quienes también debe cuidar la mayor parte del tiempo. Para cocinar el Izote, Ruth corta un poco de hierba buena de su minúsculo huerto casero, improvisado en un recipiente de lámina oxidada. El Izote se cocina con leña esta vez. El gas se terminó hace una semana, y el subsidio de $8.04 que da el Gobierno aún no llega para comprar un nuevo cilindro de 25 libras, que sólo le dura diez días a esta familia del cantón El Jícaro, en el municipio de Tacuba, departamento de Ahuachapán. En esa casa tampoco cuentan con los $0.35 para llevar el maíz al molino y tendrán que arreglárselas para molerlo en una piedra y preparar las tortillas para el complemento de su almuerzo.
Vicente Mendoza, de 78 años, al fondo y Juan García Saldaña, de 72, reparan una de las calles que conducen al cantón El Jícaro Centro, del municipio de Tacuba. Ambos trabajan de manera voluntaria durante horas a punta de piocha y pala para que la lluvia no inunde el camino. Vicente fue un líder en su cantón, que muchos años atrás gestionó proyectos de energía eléctrica para la comunidad y ahora aporta hasta donde su edad le permite. “Yo no me pierdo el Canal 10. Ahí sólo hablan maravillas, pero nada de esas maravillas nos llegan hasta acá”, dice Vicente en referencia a la programación del canal gubernamental.
La comunidad Monseñor Romero pertenece al cantón El Corozal, de la zona baja del municipio de Berlín, Usulután. Allí, unas 75 familias viven en la pobreza a más de una hora del pueblo más cercano. En su mayoría, las familias del lugar viven de lo que cultivan y dependen totalmente de la época lluviosa para poder cosechar. Si la época de lluvia es mala, así será su alimentación en el verano. La falta de acceso al agua impide a esas familias cultivar huertos en sus casas. La fuente de agua más cercana queda a dos horas de camino.
Maura Dolores cultiva algunas hierbas al lado de su casa, para alimentar a sus cuatro hijos. Un pequeño huerto con chipilín, albahaca, chiles verdes, tomates y hierba buena. Una cosecha montada sobre armazones de palos y plástico, en el caserío El Jícaro Centro, del municipio de Tacuba. Maura tiene 35 años y está a cargo de los gastos familiares de desde que la Policía capturó a su esposo en abril de 2022, cuando apenas comenzaba el régimen de excepción. Desde entonces no hay noticias de su paradero, y ya no cuenta con los $150 al mes que él ganaba trabajando en un carwash en San Salvador. De cuando en cuando, Maura viaja a la ciudad de Ahuachapán para lavar y planchar ropa y ganar $10 por día, que sirven para asegurar al menos dos tiempos de comida para su familia.
Wendy Alicia Martínez, de 37 años, vive junto a sus dos hijas, un hijo y su esposo en la comunidad El Rescate, en Berlín. La familia tiene que ingeniárselas para poder comer. Cuidan un huerto casero que mantienen con el agua recolectada durante el invierno. Cultivan tomate, chile, pipián y, con mucha dificultad, el repollo, que no es cultivo adecuado para la zona y con regularidad suele perderse. Con su trabajo en una finca y la venta de algunos productos en el mercado de Berlín, Wendy comenta que reúne $60 por mes y con eso cubre hasta donde puede las necesidades de la familia.
Kennedy, de 11 años, y Odalis Asegurado, de 6, viven en la comunidad Monseñor Romero, del cantón Corozalito, Berlín. Su padre, José, solo puede proveer de dos tiempos de comida para sus hijas y el desayuno lo hacen en la escuela local. 'La situación es bien difícil aquí, no tenemos trabajo, no hay agua y no tenemos qué cultivar. Las bestias solo nos sirven para traer leña, no nos dan leche ni carne. Comemos tortillas con algo, arroz o maíz, pero pollo y carne no comemos', dijo José.
Santos Ángeles Hernández, con 63 años, baja con frecuencia a la quebrada El Llano para lavar su ropa y los trastes que ocupan en su familia. Camina alrededor de 15 minutos entre monte y veredas para llegar a ese riachuelo de agua turbia que baja de las praderas y brota entre dos piedras grandes, después de pasar por la mayoría de potreros que rodean el caserío Matazano, del cantón Valle Grande, al norte de San Simón, uno de los municipios más pobres y alejados del departamento de Morazán. Santos enjabona y enjuaga sus trastes en esa agua, los coloca en una bolsa negra y los carga hasta su casa. En esos trastes comen ella, su esposo y sus cuatro nietos. Santos también sobrevive de lavar la ropa de sus vecinos, unos $5 de ingresos por día para comprar las dos libras de frijoles con las que se alimentan por dos semanas.
En la casa de Maria Dolores Luna de 66 años se come tortilla todos los días. Es el alimento principal, ya que un poco de maíz es lo que siempre tienen. Las tortilla pueden ser acompañadas con sal y, cuando hay abundancia, con frijoles o arroz. En su casa el calor es abrasador, su estructura es de lámina y plástico con un enorme árbol seco al lado. No tienen plantas ni frutos silvestres, el terreno es árido y para tener agua tiene que invertir más de cuatro horas de viaje, lo que hace imposible cualquier intento de la familia por tener un huerto en casa. Carne y pollo no comen desde el año pasado. María es poco expresiva y sus comentarios los remata diciendo: 'La vida es dura, no es fácil'
Celia Herminia López, de 42 años, lleva sola la crianza de su nieto y sus cinco hijos desde el 2 de abril de 2017, fecha en que pandilleros asesinaron a su esposo. La mañana del domingo que lo mataron, Aquilino Mendoza volvía del pueblo de negociar unas parcelas para la siembra de ese año. Caminaba por la calle que conduce a El Jícaro, Tacuba, territorio que hasta entonces controlaba la MS-13, y se encontró con un grupo de hombres con armas en las manos. Acababan de asesinar a un joven y ya se habían descubierto el rostro. Aquilino los conocía muy bien y por eso lo mataron. Cruzó algunas palabras y le dispararon hasta dejarlo tendido en el polvo. Así se lo contaron los vecinos a Celia. Desde entonces, sus hermanos ayudaban con un poco de dinero al mes, pero fueron capturados en agosto de 2022 bajo el régimen de excepción. La precariedad de Celia se ha visto acentuada por el accionar criminal de las pandillas y por la política represiva del Estado. Al lado de Celia está Ronald, su hijo de 13 años, que desde hace tres días tiene dolores de cabeza, fiebre y vómitos, pero no ha tenido acceso a una consulta médica. En su casa comen cuando hay, y nunca más de dos tiempos al día: maíz usualmente, frijoles cuando alguien les regala o cuando Celia consigue vender pastelitos rellenos de verduras o trabajar en alguna finca. No recuerda cuándo fue la última vez que comió carne.
Julissa Martínez tiene 18 años de edad y vive en la comunidad El Rescate, Berlín. Estudia su primer ciclo de arquitectura en San Miguel gracias al apoyo de uno de sus tíos y a que consigue algunos trabajos, como el de llorar en funerales: un servicio que ofrecen algunas funerarias de bajo costo para dar dramatismo a esos rituales. Eso le sirve para el transporte mensual. En casa, su madre Wendy tiene que ingeniárselas junto a su marido para poder sostener sus estudios. de momento, eso les ha implicado reducir a dos los tiempos de comida. Su madre dice que si ella tiene que renunciar a un tiempo más, lo hará, con tal de ver a su hija convertida en arquitecta. Viven de la recolección de flor de izote que venden en el mercado de Berlín, o del trabajo eventual en fincas que consigue el padre. Al mes generan entre $30 y $60, que complementan con el huerto casero para poder alimentarse precariamente. Julia asegura que frutas que recolectan, como el mango y los guineos, también ayudan a atenuar el hambre. Tienen gallinas, pero no comen su carne, prefieren tener un par de huevos de vez en cuando. Los lácteos tampoco son parte de su alimentación desde hace varios meses.
La Nueva Esperanza es de las pocas comunidades que quedan en el corazón de la capitalina colonia Escalón. Allí, a unas cuadras del World Trade Center, decenas de familias viven apuñadas en pequeñas casas. Una de esas es la familia Ábrego que, liderada por Cecilia, trata de sobrevivir. Hace unos meses, durante el régimen de excepción, uno de los hijos de Cecilia fue capturado, a pesar de que su familia había sido víctima de las pandillas: dos hijos más tuvieron que huir hacia Estados Unidos por la violencia pandillera de la zona. Celia se pasa los días recolectando recipientes de plástico para vender y con eso comprar un paquete de alimentos y enseres básicos y llevarlo al centro penitenciario donde está su hijo. En casa, se saltan tiempos de comida por la escasez o comen únicamente arroz con tortillas. La carne no es opción. Al mediodía cuando las tortillas llegan, Ricardo Alexánder Ábrego, de 16 años, las cuenta para racionarlas y que alcancen para al menos dos días.
Nora Elizabeth Méndez vive en una casa construida de palos, láminas y bambú, en el caserío Matazano, sobre la calle que conduce al municipio de San Antonio del Mosco, en el departamento de Morazán. En la despensa de Nora sólo hay un poco de azúcar, un poco de pan dulce, algunos rollos de papel higiénico y algunas mazorcas de maíz que cuelgan del techo. Nora es ama de casa y cuida todo el día de Anelís, su hija de dos años. Su esposo sale desde muy temprano para sembrar y recolectar un poco de comida en la siembra.
Maura Dolores carga a Deysi Nohemy López, de tres años, en su vivienda del caserío El Jícaro Centro, del municipio de Tacuba, departamento de Ahuachapán. La despensa de Maura son un par de cajas de cartón y un recipiente plástico donde quedan algunos sobres de café instantáneo, un poco de arroz, jabones, consomés y toallas sanitarias. Desde la captura de su esposo bajo el régimen de excepción, Maura y sus cuatro hijos deben sacrificar un tiempo de comida. Cuando comen, hacen malabares, como repartir en una semana cuatro huevos entre cinco personas.