De migrantes a refugiados: el nuevo drama centroamericano
El Salvador, un país sembrado de muertos
1 La vida junto al pozo
La abuela se quedó viviendo junto a la casa abandonada de su familia, a quince metros del supuesto asesino de su nieto mayor y a medio kilómetro del pozo donde ella sospecha que el vecino lanzó el cadáver, en el municipio Santiago Nonualco del departamento La Paz de El Salvador. La suya es una calle ciega de tierra, rodeada de mangos, milpas y cañales. Solo se escucha el canto de los talapos y el zumbido de las chicharras; cuando los perros ladran o los disparos suenan, la abuela piensa que pueden ser el vecino, o los emeeses de La Galilea o los policías rurales de San Rafael Obrajuelo que están cerca, y vienen por ella.
Hace un año que su hija, el yerno y cuatro nietos escaparon de la colonia con lo que llevaban puesto, de un día para otro, y en septiembre de 2017 obtuvieron el estatus de refugiados en México. Desde que se fueron no los ha visto ni cree que vuelva a verlos nunca, más que en las fotos del Facebook. La abuela quiere mandarles saludos por Whatsapp y graba este mensaje para el yerno:
—¿Qué les digo, pues? Pídanle a Dios de que les vaya bien y pidan por mí también aquí, pues. Y una cosa te quiero decir: que a mí me pase lo que me pase, vos no te volvás para acá. No vayás a regresar para acá. Vos tenés que ver por tus hijos, ¿oís? Ya por mí no te vayás a preocupar. Te digan lo que te digan de que me ha pasado algo, vos no volvás atrás. Solamente eso quiero decir.
La abuela tiene 76 años que ha vivido enteros en el campo, rajando leña, cortando caña, limpiando milpas, criando pollos. Los últimos 50, en este callejón de Santiago Nonualco. Ya no trabaja, no puede hacer fuerza, y el marido que la sostenía murió hace cuatro años. Ella va sobreviviendo como puede. Tuvo dos hijos y dos hijas. Los hijos viven en el mismo caserío, el menor comparte la casa con ella. Las dos hijas se fueron con sus familias: una a Estados Unidos empujada por la pobreza, la otra a México empujada por la violencia.
El callejón era tranquilo hasta que volvió un deportado entre 2009 y 2010, cuenta la abuela. Este nació en La Paz, la madre lo dejó pequeño para irse a Los Ángeles y mandó buscarlo cuando cumplió 13 años. Allá se hizo pandillero, cuando tenía unos 23 años lo expulsaron del país, se quedó una temporada en El Salvador y ahora está de regreso en Estados Unidos.
—Cuando vino ese joven, empezó a llevarse a los cipotes. No a la fuerza; al principio ellos llegaron por su voluntad.
A los pandilleros de la colonia los conoció chiquitos o en las panzas de sus madres. Pero ahora llegan también muchos de Miraflores, de Pedregal City, de Arco, todos de la Mara Salvatrucha, a armar balaceras con fusil. No tiene caso alertar a la Policía, algunos pandilleros van de uniforme también. En agosto detuvieron a un agente y a su esposa por cooperar con las maras, por cobrar extorsión. La pareja vivía en su mismo caserío.
Uno de los hijos de la abuela denunció una vez que el vecino le había disparado y fue peor. La noche siguiente recibieron la visita de los policías rurales de San Rafael Obrajuelo: allanaron sus casas, echaron abajo las cercas, golpearon a los hijos y a los nietos, y se robaron unas lociones y 200 dólares en efectivo que tenía guardados la abuela. Lo que deduce la familia es que los rurales eran socios del vecino.
El vecino es coyote, jala personas hacia Estados Unidos, gente que va buscando algo o que va huyendo de algo. Y lo hacía con ayuda del nieto desaparecido de la abuela. Primero lo mandaba a llamar para que le lavara el carro, le regalaba zapatos, ropa fina. Un día le pidió que lo ayudara a contar dinero. “Los billetes pesan”, le contó a la abuela el nieto de 17 años, acostumbrado a cargar sacos de maíz en grano de hasta 200 libras. “Fíjese que el vecino tiene un saco de billetes que no me lo pude echar al lomo de lo que pesaba”.
Un día el nieto llegó borracho y contento porque había viajado a México con el vecino a llevar un encargo. Luego los viajes se hicieron costumbre. Dos días después de regresar de uno de ellos, el muchacho entró a la casa llorando, diciéndole a la familia que iban a matarlo pero sin señalar quién iba a hacerlo. Al cabo de otros dos días, desapareció. La noche del viernes 24 de julio de 2015 fue a una fiesta y no regresó, y el vecino no volvió a preguntar por él.
Pusieron la denuncia en la Fiscalía, pegaron fotos suyas por todas las delegaciones y comenzaron la búsqueda en los cañales. De ahí siempre brotan cuerpos en época de zafra; cuando limpian los campos con la rastra, salen huesos, montones de huesos, y los campesinos y sus patrones callan, porque si avisan que hallaron un muerto, Medicina Legal ordena “que nadie toque la caña” y el ingenio cierra y la cosecha se pierde. No dicen nada y siguen los obreros picando la caña sobre los muertos.
—Todos esos cañales en El Salvador son cementerios. Ese yerno mío sacaba cuerpos hechos pedazos, pensando que era el hijo. Sin canillas, sin manos, sin cabeza y él con la ilusión de que ese era, que ese era, y nada. No sabemos dónde lo fueron a dejar, suponemos que tal vez está en ese pozo macabro.
La hierba y las abejas invaden ahora la boca del pozo al que se refiere la abuela, sellado con una tapia de cemento desde hace dos años por orden de la Fiscalía. Por los caseríos y las carreteras de tierra aledañas al pozo, nadie mira, nadie oye. O la gente no quiere decir nada aunque mire y oiga. Simplemente se van. Se van familias enteras, en silencio.
La hija menor de la abuela, su yerno y sus cuatro nietos huyeron de casa el 16 de septiembre de 2016. Salieron de tres en tres, cargando lo que podían en pequeñas bolsas plásticas. Un mes antes, los emeeses de la colonia cercana de La Galilea habían amenazado con matarlos a todos si no les entregaban a uno de los niños, al de 13 años. La familia volvió a la Fiscalía para poner la denuncia pero allí les dijeron que no podían ayudarles, que era mejor que se pusieran en contacto con una organización de derechos humanos con sede en la capital, para que ellos les ayudaran a escapar.
El Salvador es un país muy pequeño para esconderse. Mide poco más de 20,000 kilómetros cuadrados y las pandillas y el crimen organizado tienen control o influencia en todo el territorio. Además, las pandillas tienen estructuras en México, Italia, Estados Unidos y en los países del Triángulo Norte.
La familia se mudó cuatro veces dentro de El Salvador antes de dejar el país. Pasaron unos meses en la capital y después estuvieron en dos colonias del Oriente donde se toparon con otras pandillas que amenazaron con investigarlos para saber de dónde venían, a cuál organización estaban afiliados y de quién huían. En abril de 2017 lograron llegar al pueblo de Santa Elena, en Guatemala, con ayuda de varias organizaciones de derechos humanos. Ese mismo mes cruzaron la frontera hacia México y pidieron asilo en el estado de Tabasco. En septiembre, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) aprobó su petición. [Esta es la misma familia de la que hablamos en el video animado del primer capítulo de este proyecto. Después de encontrarnos con ellos en Tabasco, volvimos a su lugar de origen para entender las razones que los habían obligado a huir en busca de refugio].
Fotogalería
Lo que dejó atrás una familia que huyó de El Salvador por la violencia
La violencia de las pandillas, del crimen y del Estado es cada vez más referida como la causa principal de la migración forzada de los salvadoreños, tanto dentro como fuera del país; tanto por parte de los deportados y retornados, principalmente de Estados Unidos y México, como de aquellos que han pedido refugio en México, Belice y Costa Rica desde 2014, luego de que se agotaron las posibilidades de hallar protección en su propio país.
El gobierno salvadoreño no reconoce el desplazamiento forzado de manera oficial. La única instancia del Estado que admite el problema es la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), que señaló en su informe anual 2014-15 que las amenazas a la vida, las extorsiones y la presión sobre los adolescentes para que se unan a las pandillas han provocado la huida de familias enteras. El Salvador no cuenta con una cifra oficial de cuántos de sus ciudadanos se han visto forzados a abandonar sus casas y sus pueblos. Sin embargo, el Consejo Noruego para Refugiados estimó que más de 280,000 personas se encontraban en situación de desplazamiento dentro del país en 2014, según datos obtenidos a través de una encuesta nacional realizada por la Universidad Centroamericana. Se trata de una avalancha humana similar a la que provocó la encarnizada guerra civil que asoló al país entre 1980 y 1992 y dejó más de 75,000 muertos. Solo entonces y ahora, los países de la región han otorgado el estatus de refugiados a los salvadoreños que reciben en sus territorios, conscientes de que no migran sino que huyen. Pero el gobierno salvadoreño no lo reconoce porque hacerlo implicaría admitir también que ha perdido el control de gran parte de su territorio.
2 La vida dentro del pozo
En diciembre de 2015 los vecinos avisaron que el pozo hedía y la Fiscalía dio la orden para que Israel Ticas fuera a investigar. Ticas introdujo una cámara de vídeo que fue guiando hasta el fondo y en las imágenes que devolvió el aparato vio que sí había restos humanos dentro. Pero el pozo era antiguo. Era riesgoso bajar en rapel porque podía colapsar y Ticas aún no tiene los equipos adecuados para explorar de otra manera. Solo pudo bajar una vez al fondo y recoger lo que alcanzó antes de dar la orden de que sellaran el pozo para que ya no siguieran usándolo como escondite de cadáveres.
—Lo único que logré recuperar fue un pie, lo demás continúa adentro —dijo Ticas, ya en agosto de 2017, en San Salvador.
Israel Ticas es criminalista y trabaja desde hace veinte años en la Fiscalía General de la República de El Salvador. Él y su asistente son los únicos investigadores forenses que procesan inhumaciones de esta manera en todo el país; los demás, dice él, solo desentierran muertos. Ticas tiene en su oficina un mapa gigante lleno de puntos de colores. Cada punto señala un entierro. La mayor concentración, medio centenar de puntos, está sobre San Salvador y hay varias decenas que se extienden hacia La Libertad, Santa Ana y Sonsonate; ninguno de los 14 departamentos está libre de puntos. Los lilas son pozos y los verdes son cementerios clandestinos que Ticas ya excavó. Los puntos azules y los rojos marcan pozos y cementerios clandestinos no explorados, donde habría uno o más cuerpos. Los puntos amarillos son las fosas comunes de la guerra civil que Ticas ha excavado —de esos hay menos, unos 15, pero allí aparecieron unas 55 personas— y los puntos anaranjados —unos diez— marcan los lugares donde se sabe que hay más víctimas del conflicto por recuperar.
—Comenzamos en 2005 con dos o tres fosas clandestinas y ahora somos el país más lleno de fosas clandestinas de todo el mundo –dice el criminalista.
Ticas ingresó a la policía en 1989, en plena guerra, y se especializó en el procesamiento de escenas de atentados de la insurgencia. Tras la firma de los acuerdos de paz en 1992 pasó a formar parte de la División de Policía Técnica Científica de la Policía Nacional Civil. Cavó su primera fosa en 2004, vestido de traje y corbata: era la víctima de un secuestro, una escena atípica en casos que no fueran de lesa humanidad pero que a partir de ese año se volvió común en casos criminales. Desde ese entonces ha hallado más de 500 víctimas en cementerios clandestinos, pozos artesanales, pozos sépticos y cuevas. Desde 2004 Ticas lleva una bitácora de cada procedimiento que ha ejecutado y sus diarios se van haciendo más gruesos conforme llega el 2008, el 2012, el 2015.
Él y su asistente no se dan abasto. Ahora mismo tienen tres informes pendientes de cinco fosas que han cavado en los últimos meses. Procesar una escena de homicidio con inhumación puede tomarles dos, tres días, una semana o más, dependiendo del grado de dificultad.
Los asesinos seriales, organizados o no, dejan su sello en cada escena. Los que matan en San Vicente, en el centro del país, cavan fosas circulares. Los de Occidente, fosas rectangulares. En La Libertad, San Salvador y San Miguel ha encontrado fosas ovaladas. Algunos los desnudan o los ponen boca abajo o los marcan clavándoles estacas, botellas, haciéndoles torniquetes en el cuello con alambres. A algunos los han enterrado vivos, se nota en el lenguaje corporal. Otros desmiembran a sus víctimas, las ordenan por piezas —el tórax, la cabeza, los brazos, las piernas— y las sellan con cal. Por el lujo de la barbarie ya Ticas puede inferir a simple vista cuándo la víctima era del bando contrario al grupo que lo asesinó o cuándo era alguien que no tenía ninguna relación con las pandillas o con el crimen organizado. La mayoría de los enterrados son personas jóvenes.
Minidocumental
Una noche como testigo de la violencia en El Salvador
—Cuando comencé a palpar muertos, comencé también a hacer mi propio escudo para no quebrarme emocionalmente. Mi escudo fue la ciencia a la hora de limpiarlos, de buscar microevidencias sobre sus cuerpos. Me tocaba oír música, me tocaba estar cantando. He trabajado cadáveres de niños y eso duele, niños de cuatro años, niñas de cinco años. Duele irlos descubriendo en la tierra, ir viéndole sus ojitos abiertos, sus labios rojitos. Eso te quiebra. Ahí es donde yo colocaba mi escudo para que estos sentimientos no llegaran hasta mí. Lo veía de forma científica, como una escena de crimen que tenía que reconstruir. Y comencé a hablarles, comencé a decirles: “Ya, ya te voy a entregar con tu mamá”.
En El Salvador hay miles de madres que buscan a sus hijos y muchas van a morir sin encontrarlos. Se arremolinan tras la cinta amarilla cuando Ticas llega al terreno a cavar una fosa y él les pregunta: “¿Ya pusieron la denuncia de la privación de libertad?” La mitad del grupo dice que sí, la otra mitad responde que no, que no denuncian por temor o por amenazas. Por eso Ticas afirma que nadie nunca sabrá la cantidad real de personas desaparecidas en el país durante la ola de violencia posterior a la guerra. Pero según sus cálculos, en la última década y media han desaparecido más salvadoreños que durante el conflicto bélico.
—Quien desaparece en El Salvador y no aparece a los cinco días, es porque está inhumado en algún río, en algún pozo, en alguna fosa séptica o en alguna cueva —dice el criminólogo.
Ticas cree en los milagros porque ha encontrado cadáveres que no andaba buscando. Cuando eso pasa, avisa en las redes sociales, publica en sus tres páginas de Facebook dónde ha encontrado cadáveres no identificados y sus características. Las madres van entonces a Medicina Legal o a la Fiscalía para pedir que les extraigan muestras de ADN y las comparen con los restos hallados; en algunos casos ha habido éxito. Las autoridades suelen dar con los cementerios clandestinos cuando un campesino o sus perros encuentran restos humanos, o por el olor de la descomposición, o cuando un aguacero erosiona la tierra y deja huesos a la vista. También llegan a través de testigos criteriados, que dan información a la Policía a cambio de algún beneficio procesal. Y ha habido muchos casos donde el testigo señala y dice: “Aquí lo enterramos, pero hay una casa”.
—En el país se están construyendo colonias sobre cañales y cafetales donde hay cementerios clandestinos y en dos años se va a perder muchísima gente que no vamos a encontrar. ¿Cómo vamos a botar una casa para buscar un cadáver? Decir que los van a encontrar cuando estén haciendo los arranques de la construcción es mentira porque están enterrados a más de dos metros de profundidad. Y van a quedar ahí, debajo de esas casas.
El criminólogo está siempre buscando la forma de llegar a esos cuerpos, inventa métodos, pide equipos prestados. En los últimos años ha desarrollado una técnica para no destruir los inmuebles, las fosas sépticas o los pozos donde se ocultan los cadáveres: cava en paralelo sin tocar la estructura de cemento y construye una bóveda que le permite trabajar de frente la escena del crimen. En estos días también está intentando hacer una cápsula o algún tipo de brazo mecánico para descender a pozos de alto riesgo y recuperar los restos humanos que están en el fondo. Porque si no hay cuerpo, no hay delito y si no hay prueba científica de ese cuerpo será más difícil aún que haya justicia, dice.
Su hijo es el único que conoce sus técnicas. A falta de asistente, Ticas se llevaba al niño a las excavaciones los fines de semana o cuando no tenía colegio. Al principio sacaba la tierra con la pala, le alcanzaba los utensilios, lo acompañaba a las clases que daba sobre reconstrucción facial. Cuando cumplió 10 años lo encerró solo y con la luz apagada en la morgue llena de cuerpos de la Facultad de Ciencias de la Universidad Salvadoreña “Alberto Masferrer”. Le dijo: “Ahora enciende la luz”. Cuando lo hizo, el muchacho gritaba y golpeaba la puerta: “Papá, sacame, abrime” pero después acabó tomándose fotos en la sección reservada a las momias. Luego, cuando Ticas trabajaba cadáveres putrefactos, le ponía al chico los guantes, tomaba una larva y le decía: “Ponga la mano, ábrala. Estos no son gusanos cualquiera. El tamaño del gusano le va a decir a usted el tiempo de muerto de esta víctima. Esto es ciencia, no lo veás de otra forma”. Después lo vestía con el equipo de bioseguridad y le hacía tocar cadáveres en diferentes estados de descomposición: que agarrara la adipocira, la grasa que resulta de la fusión de los músculos y los órganos sepultados en terrenos húmedos. Y así lo fue llevando, lo fue llevando, hasta que perdió el miedo, hasta que el alumno superó al maestro. En noviembre próximo, el hijo de Ticas se graduará como licenciado en criminalística en una universidad de México.
—Y yo no quiero que regrese al país. Como padre, no quiero. Ya su futuro está en algún laboratorio de allá o en Estados Unidos, qué sé yo. Acá no, acá vivimos amenazados todos. En El Salvador nadie está seguro, cualquiera de nosotros puede terminar inhumado y nunca jamás nos van a encontrar.
Ticas prefiere que el hijo se vaya lejos antes de que su tierra lo devore.
3 El hijo pródigo vuelve a casa
Wilfredo Gómez tiene 40 años y ha estado preso dos terceras partes de su vida entre Estados Unidos y El Salvador. De los 16 a los 30 rodó por varios centros de detención y correccionales de South Central Los Angeles, California, por cargos de drogas y porte ilícito de armas. A los 30 lo deportaron a El Salvador y cayó detenido tres meses después por un robo a mano armada. Lo condenaron a diez años que pagó entre varios penales: Apanteos, Izalco, Quezaltepeque, Cojutepeque, San Francisco Gotera. A mitad de condena tuvo un encuentro con Dios, abrazó la fe evangélica. Hace seis meses salió en libertad, transformado en otro hombre, dice. Salió en libertad hace seis meses, en febrero de 2017, transformado en otro hombre, dice
—Pensaba que mi propia pandilla me iba a matar allá adentro. Dios me salvó, ha sido a través de la fe que he cambiado y ni el diablo ni una pandilla pueden contra eso –dice.
Los padres de Wilfredo emigraron a Estados Unidos en la década de 1980, en plena guerra civil, y a él lo dejaron en El Salvador, al cuidado de la abuela. Regresaron a buscarlo cuando cumplió diez años para llevarlo a vivir al cruce de la 18th Street con la Union Street de Los Ángeles, la cuna de la pandilla Barrio 18. Wilfredo no hablaba inglés, lo llamaban mojado, lo golpeaban en la escuela y también en la casa. Los pandilleros de su calle, en cambio, le ofrecían protección: lo esperaban al salir de clases, lo escoltaban a la casa, las chicas lo miraban. Lo que más deseaba Wilfredo a los 14 años era portar el símbolo de la pandilla, un número 18. Primero se lo tatuó en un brazo, después en el cuello. Cuando comenzó a mancharse la madre lo echó de la casa. A partir de ahí fue cubriéndose el cuerpo con carros voladores, flores exóticas, diosas indígenas, dibujos que copiaba de la revista chicana Teen Angels.
La mayoría de los jóvenes centroamericanos que entraron con él a la pandilla en la década de 1990 murieron peleando batallas territoriales en Los Ángeles en nombre del barrio. Para Wilfredo, que venía de la guerra, la muerte era rutina, algo que pasaba comúnmente.
—Llegar a Estados Unidos y ver un muerto no era la gran cosa. En Los Ángeles, en mi época, era raro el que llegaba a los 20 años. Todos morían siendo teenagers. Era algo de lo cual sentirse orgulloso: morir por tu barrio.
Esa era la idea del destino para Wilfredo: morir a tiros en las calles o vivir en las prisiones de Los Ángeles. Hasta que en 2006 recibió en la cárcel la visita de los agentes de Migración que traían una orden para deportarlo. Él trató de engañarlos, les dijo que nació en California, pero ellos le mostraron una copia del pasaporte salvadoreño con el que entró a Estados Unidos a los 10 años. Wilfredo no quería volver porque había visto en los documentales de History Channel lo temible que era la vida en ese país extraño. Pero no le quedaban opciones, tenía un resto de delitos acumulados, y firmó su deportación voluntaria. A los tres días lo mandaron en un vuelo a El Salvador.
—Mi madre pensaba que iba a morir acá, que me iban a matar. Y no se equivocó: el primer día iban a matarme.
Nadie lo estaba esperando en el aeropuerto. Otro salvadoreño que iba en el avión lo llevó a la colonia 22 de Abril de Soyapango, San Salvador, donde operaba la Mara Salvatrucha. Como él era miembro de la 18, ese mismo día lo iban a matar. Wilfredo aún traía puesto el suéter que le dieron en el centro de detención y sudaba a chorros, pero no quería quitárselo para no mostrar los tatuajes. Los mareros le preguntaron de dónde venía tan arropado con tanto calor que hacía. Logró zafarse de los pandilleros dándoles 10 dólares. En la madrugada consiguió un ride que lo sacó de ahí y buscó un hotel en el centro. Días después se emborrachó en una cantina de una zona neutra en el sur de la ciudad, vestido de franelilla y mostrando toda la tinta del cuerpo. El barman, que conocía a los Dieciochos, los llamó para que vinieran a evaluar al recién llegado. Ahí se presentaron al cabo de minutos, armados con pistolas. Los hombres no tenían tatuajes pero la emisaria que abordó a Wilfredo para preguntarle de dónde venía sí tenía un 18 pintado en el rostro. Ahí comenzó a sentirse en casa.
—Entendí que tenía que ganarme su respeto y así fue como acabé en prisión. Robé un arma, una UZI, me capturaron y me dieron 10 años.
En las cárceles buscó otra vez a los suyos. Ser deportado le garantizaba algún rango, pese a estar recién llegado. Pero él dice que no era lo mismo ser del barrio en Los Ángeles que en San Salvador. No entendía por qué mataban a gente que no fuese de la pandilla, por qué asesinaban niños, por qué violaban mujeres.
—En L.A. tu enemigo son las otras pandillas, no es la población en sí. Los que mueren son parte de las pandillas. Acá en El Salvador las cosas son muy distintas, la violencia está en la sociedad en sí, no solo en las pandillas.
Animación
Una esclava sexual que escapó de la pandilla MS-13 relata su historia
Wilfredo enfermó de tuberculosis en prisión, llegó a pesar 132 libras. Dice que en trance de morir pasaron por su cabeza todas las oportunidades que tuvo de ser otro y desaprovechó: los reclamos de la madre, el fugaz noviazgo en Los Ángeles con la hija de unos pastores expandilleros a la que dejó por fanática religiosa. En una de esas fiebres llegó un grupo de cristianos a predicar a su celda, lo invitaron a la iglesia y comenzó a obrar el milagro de su salvación. Al cabo de unos años, Wilfredo Gómez acabó convertido en pastor, conduciendo un rebaño de cientos de exdieciocheros que abandonaron la pandilla para irse con Dios.
En teoría, la promesa de lealtad al barrio tiene vigencia de por vida. Pero hay excepciones bajo las cuales la pandilla admite que un miembro “se calme” y se aleje de la actividad criminal, y entre ellas la experiencia religiosa es el mecanismo más popular. La facción Revolucionarios del Barrio 18 es la que ha perdido más soldados en el pulso con Dios que se está dando dentro de las cárceles. Wilfredo calcula que desde 2015 más de 500 de ellos se han pasado al redil de las ovejas, a los pabellones reservados para los cristianos en los penales de Izalco y San Francisco Gotera, atendiendo al llamado de la iglesia Final Trompeta. Un cisma sin precedentes, hasta ahora.
En marzo de 2017, la Universidad de Florida publicó una encuesta realizada entre casi 1,200 pandilleros y expandilleros salvadoreños para evaluar las posibilidades de que un pandillero abandone su organización sin sufrir represalias, sin ser asesinado por traidor. En el estudio participaron hombres y mujeres que pertenecen o pertenecieron a las pandillas afincadas en El Salvador: la Mara Salvatrucha, los 18 Sureños, los 18 Revolucionarios, la Mirada Locos, la Mara Máquina, la Mao-Mao. Más de la mitad del grupo (el 50.6 %) dijo que la única manera de abandonar estas organizaciones era dedicarse a Dios, demostrándole a la pandilla un compromiso real con la vida piadosa y sorteando las tentaciones y castigos que la organización suele poner en el camino. Una mayoría más amplia (97.1 %) opinó incluso que la religión puede ser un arma más efectiva que el trabajo o la educación para lograr la rehabilitación de los descarrilados. Pero siempre es la misma pandilla la que calcula la medida de la fe.
—La pandilla reconoce cuánto has cambiado verdaderamente, depende de tu testimonio, de tu presentación –dice Wilfredo.
Desde que está en libertad, él celebra a Dios como mínimo dos veces por semana en la Iglesia Eben Ezer, enclavada en territorio 18, en la emblemática colonia Dina de San Salvador. Los martes asiste a la misa de acción de gracias y los domingos al culto general. El resto de la semana trabaja en la panadería que opera en la trastienda del templo. La iglesia está a pocas cuadras del lugar donde el presidente Francisco Flores lanzó en 2003 el Plan Mano Dura contra las pandillas: un plan de seguridad que consistía en responder al fuego con fuego y en capturar a todo el que fuera sospechoso de ser pandillero. En un año, la estrategia probó ser un fracaso en términos de la reducción de la violencia. Lejos de disminuir, los homicidios aumentaron, y las pandillas consolidaron su control sobre el territorio con organizaciones cada vez mejor estructuradas. Pero como tantas promesas electorales que no se cumplen, la idea de acabar la violencia con plomo contaba con gran respaldo popular entre los votantes; en consecuencia, los sucesores de Francisco Flores en la presidencia sostuvieron y reforzaron el Plan Mano Dura por seis años más. En 2009, se instaló en el país el primer gobierno de izquierda desde la firma de los acuerdos de paz, encabezado por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Ese mismo año, El Salvador entró a las estadísticas como el país del mundo donde más se mata y el nuevo gobierno decidió cambiar radicalmente de estrategia. En marzo de 2012, la administración del presidente Mauricio Funes negoció un armisticio con las pandillas, con consecuencias inmediatas. La nueva estrategia, bautizada como La Tregua, logró que la tasa nacional de homicidios cayera casi a la mitad; pero la idea de que el Estado rebajara la represión contra las pandillas era profundamente impopular y al cabo de tres años el gobierno decidió abandonar el proceso. Fue entonces cuando El Salvador batió todos los récords: ese 2015, hubo más de 6,650 homicidios, una cantidad que no se alcanzaba desde 1996.
—No necesitas ser pandillero en El Salvador para quitarle la vida a alguien, eso te lo garantizo. La misma autoridad toma la justicia en sus manos. Ellos no entienden que un día fuiste pandillero y ahora eres cristiano. Para ellos siempre serás el mismo: una persona que merece morir lo más pronto posible, porque te consideran un cáncer para la sociedad.
4 Que alguien llame a la policía
A esta hora están los dos solos, con las celdas llenas, cubriendo el turno de la medianoche en una subdelegación de la Policía Nacional Civil en San Salvador. El agente Isaías vigila los calabozos, mientras su compañera cuida de la puerta, los libros de novedades y la radio. Ella viste una camiseta negra que lleva en la espalda la silueta de un policía apuntando el fusil con la rodilla en tierra y junto la frase: “No corras, porque si corres morirás cansado”. En el pequeño territorio de El Salvador han matado a tres policías durante las últimas 24 horas y los agentes temen que pronto les informen de la muerte de otro más. Acaban de avisar por radio los del comando central que aún no se sabe nada del policía secuestrado esta tarde en Soyapango.
—Lo más seguro es que se le encuentre, pero ya muerto –comenta ella.
Él suspira y responde:
—La vida policial es de locos. Uno dice, ‘¿pucha, qué ando haciendo yo aquí, va?’. Arriesgando el pellejo.
La estación está en territorio de la facción Sureños de la pandilla Barrio 18. A menos de una cuadra hay un placazo de los números junto al mensaje “Ver Oir y Callar”, escrito con la caligrafía de una maestra de primaria. La patrulla asignada a la estación tiene impactos de bala en la puerta derecha cubiertos de una macilla que repele el óxido. Hace casi un mes, los pandilleros dejaron en la esquina el cuerpo de un joven atravesado por siete balas: un muchacho que estudiaba en este barrio y que mataron porque vivía en una zona dominada por una pandilla rival. Y sin embargo aquí el agente Isaías se siente más seguro que en su propia casa.
— En la casa no se duerme bien, se duerme bien en el trabajo. En la casa, si no tengo la pistola debajo de la almohada, no me siento tranquilo. Tengo que estar casi tocándola para dormir y de repente se levanta uno todo asustado con la ladrazón de los perros en el pasaje.
Isaías vive en Olocuilta, en el departamento de La Paz, a 50 minutos en moto de la estación de policía de San Salvador donde trabaja. El único agente que pisa su colonia con regularidad es él. En la delegación policial más cercana no tienen personal suficiente para mandar a patrullar por allí, y los pocos agentes que trabajan en la zona se quedan rondando el casco urbano. Pero el cantón de Isaías es sano y sano se va a mantener, dice él. Las pandillas han querido entrar pero no han podido. A la gente que viene de otro lugar se le pregunta de dónde es, si son familiares de algún vecino y entonces la comunidad da el aval para que se queden o los echa. Todos en el barrio saben que Isaías es policía, él no se esconde, pero sí busca la manera de vivir una vida tranquila: no sale a ninguna parte, salvo al trabajo.
Hasta esta noche del 28 de agosto de 2017, han sido asesinados 23 policías en todo el país. Casi todos durante sus días de permiso, cuando no vestían uniforme; en muchos de los casos, cuando descansaban en sus casas, iban en el bus o llevaban a los hijos a la escuela. Solo entre la tarde de ayer y la noche de hoy han matado a tres. El primero fue el agente Andrés de Paúl Domínguez, destacado en San Juan Nonualco: seis supuestos pandilleros lo esperaron dentro de su casa, agazapados en su cuarto, y lo degollaron con un corvo el domingo a las tres de la tarde. Este lunes, a las 7:30 de la mañana, ametrallaron al agente José Roberto Pérez Chacón en el garaje de su casa, cuando estaba a punto de encender la camioneta para salir; los chats de policías le atribuyeron el crimen a un pandillero de la clica Francis Locos Salvatruchos apodado El Infierno. Luego, a las 6:18 de la tarde, cayó el agente Wilfredo Molina Calderón cuando daba un pésame en la funeraria El Cielo de Santa Tecla: le dispararon dos hombres en moto.
La seguridad de los policías en El Salvador es peor desde 2014. Ese año se triplicaron los asesinatos de agentes con respecto al año anterior: si en 2013 hubo 13 homicidios de policías, en 2014 hubo 39. Ya al año siguiente, 2015, la cifra escaló a 63 asesinatos. En 2016 fueron 46, y en los meses transcurridos de este año siguen el mismo ritmo desenfrenado (al cierre de esta historia, a mediados octubre de 2017, ya sumaban 38 los policías asesinados).
El agente Isaías culpa al Estado que no ha sabido enfrentar el problema de las pandillas ni defender a su propia policía. Pero la solución que empieza a esbozar para neutralizar el crimen se parece mucho a los planes Mano Dura que aplicaron sin éxito los gobiernos entre 2006 y 2012. Su idea millonaria consiste en capturarlos a todos: capturar al palabrero, de ahí al gatillero, a los posteros, y a todos los soldados que son miembros activos. Pero él propone llevar luego el asunto a otro nivel, para que haya verdadera justicia:
—Habría justicia si a todo marero tatuado le dieran la pena de muerte, porque ese no sirve a la población. Es un cargo estar cuidando pandilleros en la cárcel. Lo mejor sería la pena de muerte para estos delincuentes que no tienen piedad con la población salvadoreña.
Él admite que varios de sus colegas ya han aplicado este tipo de justicia por mano propia, y lo justifica:
—Ha habido varios casos en los que el compañero no halló otra salida que matar al que lo estaba amenazando. Porque si no lo mata usted primero a él, él lo va a matar a usted.
Hace exactamente una semana la revista salvadoreña Factum reveló la existencia de escuadrones de la muerte en el seno de la Policía Nacional Civil de El Salvador. El 22 de agosto de 2017, la revista publicó un reportaje donde describe con detalle las operaciones de cuatro policías de la Fuerza Especializada de Reacción (FES), que están involucrados en al menos dos ejecuciones extrajudiciales, dos abusos sexuales contra menores, diversos robos, y una extorsión agravada, donde exigieron dinero a cambio de perdonarle la vida a un detenido en un operativo. Los periodistas tuvieron acceso a las conversaciones en redes sociales de al menos 40 agentes, a través de una fuente que trabajó como informante de la policía.
Isaías participa en algunos de estos chats de Facebook y de Whatsapp y por allí le llega este mensaje sin comas, que proviene de un usuario identificado como Hechos Informativos SV:
“A partir de las cero horas de este 29 de agosto se declara cero tolerancia a nivel nacional y no es apología ni exterminio es la ley no habrá tolerancia debido a que están muriendo gente trabajadora como también agentes de la PNC. Esto se descontroló desde que la revista Factum y los de El Faro publicaran que la PNC tiene grupos de exterminio. Eso ha desatado que grupos criminales ataquen con ira a los miembros de la corporación policial”.
La noche promete redadas para vengar a los agentes muertos pero en esta subdelegación no se cumplen.
El agente Isaías piensa a veces que no vale la pena perder la vida por un salario que no le alcanza. El sueldo básico del policía salvadoreño de menor rango es de 424 dólares mensuales, cien dólares más que el salario mínimo urbano que recibiría un obrero en una maquila o en un ingenio azucarero. Si el agente muere, sus familiares reciben una pensión de 192 al mes; un dinero que no rinde ni para comprar la canasta mínima promedio de 206 dólares, estimada por la Dirección General de Estadísticas y Censo de El Salvador”.
—El que trabaja de policía lo hace por la falta de empleo. Muchos entran a la academia al cumplir 18 y a los 19 ya son policías. A veces son muy inmaduros pero, es la necesidad del trabajo lo que los hace estar ahí —dice Isaías.
En la Academia Nacional de Seguridad Pública de El Salvador reciben 13 meses de entrenamiento y en cada promoción se gradúan entre 300 y 350 policías, menos del 10 % son mujeres. Los agentes de seguridad, como Isaías, tienen la tarea de patrullar las calles en equipos de dos, o de cuatro si se trata de un operativo especial. Usan armas largas pero tienen pocas e Isaías se queja de que les falta munición.
—Si no llevo mi arma larga no me siento bien. Con arma larga es difícil que se le escape a uno el marero. Con la culata del fusil bien apoyada no es tan fácil que se le vaya. En cambio, con la pistola, le varía el pulso a uno. Y también está el impacto psicológico, ¿verdá? De que todos vamos bien, bien armados y listos, avispados.
Repasando en el teléfono fotos de entrenamientos, funerales de policías y grafitis de pandillas, Isaías se topa con el mensaje de un compañero que se largó hace unos años del país y pidió refugio en Estados Unidos. Ahora vive en Nueva York y cuenta lo diferente que le resulta todo, que la vida de él cambió y que ni loco regresa. Isaías también se lo piensa. Ya su vida está marcada con tres letras: PNC, Policía Nacional Civil de El Salvador; tres letras tan duras de borrar como un tatuaje. Aunque renuncie, las pandillas siempre lo considerarán policía y tal vez su única posibilidad de salvarse sea huir de su país.
—¿Irme? Sí, he pensado irme del país. ¿A dónde me iría? No sé. Pero me iría lejos, lo más lejos que se pueda, donde mantenga con vida a mi familia.
CRÉDITOS
PROYECTO: Univision Noticias, El Faro
TEXTO Y NARRACIÓN DE AUDIOBOOK: Maye Primera
NARRACIÓN DE AUDIOBOOK EN INGLÉS: Juliana Jiménez
DISEÑO: Juanje Gómez, Andrés Góngora
MONTAJE: Juanje Gómez, Daniel Reyes
ILUSTRACIONES: Mauricio Rodríguez-Pons
VIDEO: Almudena Toral, Maye Primera, Andrea Patiño Contreras, Mauricio Rodríguez-Pons, Ricardo Weibezahn, Nacho Corbella
FOTOGRAFÍA: Almudena Toral
MAPA: Luis Melgar
EDICIÓN DE TEXTOS: Ricardo Vaquerano, José Fernando López
REDES SOCIALES: María Carolina Hurtado
PRODUCTO DIGITAL: Andrés Barajas, Paola Duque
DESARROLLO: Juanje Gómez, Andrés Góngora, Fabián Padilla, Cristhian Mora
TRADUCCIÓN: Julie Schwieter
EDICIÓN DE TEXTOS EN INGLÉS: Juliana Jiménez, Jessica Weiss