La posguerra en el espejo de la literatura
Miguel Huezo Mixco
Publicado el 22 de Enero de 2012

La celebración de los veinte años de los Acuerdos de Paz nos enfrenta con una muralla invisible. Manoteamos en el aire y no sabemos qué es. Volvemos la vista a los líderes nacionales, y sus respuestas se han vuelto vacías. Hasta los optimistas empedernidos traslucen desencanto. No es solo el lastre del pasado: hay algo en el presente que frena la marcha del país. 

Los pasados 20 años pueden ser vistos como un esfuerzo para derribar esa pared que nos heredó la cultura autoritaria. No ha sido fácil. Esta sociedad ha aprendido a fuerza de golpes. Inclusive, el final negociado de nuestra cruenta guerra civil fue la confirmación del axioma ancestral que dice: “La letra con sangre entra”.

Tras la firma de los Acuerdos y pasados los primeros años de entusiasmo comenzó a imponerse la duda sobre la posibilidad de que el país fuera capaz de realizar las transformaciones que se requerían. 

Mucho se habla ahora de los cambios políticos que desencadenó el pacto de Chapultepec. Poco se dice sobre cómo fueron mutando las personas, qué nuevas apetencias surgieron en su entorno familiar, cómo se fueron transformando sus relaciones, y cuáles fueron las pequeñas y numerosas decisiones que terminaron cambiando sus vidas y al país.

Una de las maneras de aproximarse a esas microtransformaciones es a través de la literatura. Algunos de los personajes que aparecen en los relatos de nuestros escritores y escritoras nos hablan de esas mudanzas íntimas, mejor que cualquier discurso o una serie estadística. 

Para el caso, las narraciones El asco, de Horacio Castellanos Moya, Mediodía de frontera, de Claudia Hernández, El perro en la niebla, de Róger Lindo, y Heterocity, de Mauricio Orellana Suárez, nos enfrentan al espejo de una sociedad atormentada que intenta superar el pesado lastre de las formas más tradicionales de convivir, de hacer política y de ejercer el poder. 

Sus autores mismos expresan en muchos sentidos las dificultades propias de la convivencia en el “nuevo” El Salvador. Inadaptados, forzados al exilio, a la incomprensión y a la marginalidad. Ninguno encarna la mítica figura del autor de éxito. Ninguno tiene un mercado firme en la ágrafa sociedad salvadoreña. Ni siquiera Castellanos Moya que es el autor salvadoreño que, como ninguno otro, ha ingresado al mercado editorial de las grandes ligas en español y conseguido el mayor número de traducciones a otras lenguas de sus obras. Sus libros, como los del resto de autores mencionados, apenas se encuentran en las librerías locales. Ninguno de ellos -con excepción de Claudia Hernández- posee título universitario; ninguno ha reclamado prebendas al Estado: se ganan la vida ejerciendo la docencia o el periodismo. Pero su sensibilidad funciona con la precisión de un sismógrafo emocional. Sus invenciones son una clara manifestación de lo que suele llamarse “conciencia crítica”, pero que quizás solo sea un esfuerzo por contar de manera genuina su manera de mirar el mundo en el que viven. Sus personajes son tripulantes de nuestra propia nave de los locos, balanceada por el oleaje, a la deriva.

Edgardo Vega, personaje central de El asco (1997), es un emigrado que ha hecho su vida en Norteamérica. No le concede el más mínimo valor a la “identidad salvadoreña”. Mira a El Salvador como un lugar infectado de fanatismo y mugre. Esta novela expresa el fin de la inocencia sobre la revolución, el cambio, y sobre los héroes y mártires. Pocos han visto, además, que en la perorata de Vega hay una crítica al escritor Moya que se hace ilusiones sobre la literatura. El personaje, además, desnuda los mecanismos de frustración, hostilidad e incomunicación que impregnan la política y las relaciones familiares, nos ofrece un rostro inquietante de la migración y pega una bofetada al becerro de oro de la “identidad cultural”. 

Claudia Hernández hace salir los monstruos de la vida cotidiana. Su cuento “Hechos de un buen ciudadano”, contenido en Mediodía de frontera (2002), es la historia de un hombre que recibe en su casa cadáveres ajenos, cuya carne debidamente salada utiliza para darles de comer a los hambrientos. Esta es una terrible metáfora de la banalización de la muerte, producto de tres intensas décadas de terror, a la cual vienen a echarle una mano el bombardeo noticioso y la crónica negra. 

El perro en la niebla (2007) narra la inmersión de Guille en el mundo de la clase obrera. Su idilio con Ana Gladys, operaria en una fábrica maquiladora, es un puente quebradizo entre dos dimensiones desconocidas: cada uno proviene de hogares, tiene hábitos alimenticios y aficiones tan diferentes que apenas se rozan con los dedos. La novela revela que las luchas sociales de los años 70 estuvieron cuajadas de decisiones personales difíciles y a menudo tontas, y que el nuevo país, fraterno y solidario, que comenzó a concebirse en aquellas batallas callejeras, tras la paz, paradójicamente, volvió a romperse en pedazos. 

Mauricio Orellana Suárez viene abriendo a hachazos el clóset de la estigmatización contra los homosexuales. Su novela Heterocity (2011), que podría leerse como una apología del matrimonio gay, desenmascara a la machista sociedad salvadoreña. El libro abre con dos elocuentes citas de las reformas constitucionales que en 2009 prohibieron las uniones matrimoniales y la adopción de hijos por parte de parejas del mismo sexo. 

En los ejemplos mencionados nuestros escritores echan una mirada corrosiva al sedimento cultural que reproduce una ética, erótica, estética y política retrógradas. Desde luego, los lobos disfrutan de este “orden” enfundados en su piel de corderos. El desafío por cambiar esa cultura es inmenso. Las transformaciones más perdurables comienzan en cada uno de nosotros. Desde luego, las políticas públicas juegan un rol decisivo para imprimirle una dirección a la sociedad. No la tenemos fácil. Quizás la prosa desquiciada de Rafael Lara Martínez ha evitado que se comprenda su contundente tesis de que la política cultural de nuestros días se arraiga en contenidos creados por la dictadura de Martínez. 

La desconfianza, la desilusión y la ironía son la voz contemporánea expresada a través de los personajes creados por nuestros escritores. Ojalá sepamos escucharlos. 

Miguel Huezo Mixco
 
Miguel Huezo Mixco