“Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia, y solidaridad”.
Juan Pablo II
Los Acuerdos firmados en Chapultepec, México, hace 20 años por el Gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) tuvieron, en términos de la paz, un doble efecto. Por una parte, pusieron fin al enfrentamiento armado en el seno de nuestra sociedad y desmontaron la violencia política. Por otra, crearon las bases institucionales y constituyeron el punto de partida para el más largo y complejo proceso de construcción de la paz. Un proceso que requiere y va de la mano de la construcción de la democracia, la reunificación de la sociedad salvadoreña, el respeto irrestricto de los derechos humanos y el impulso de un desarrollo humano equitativo e incluyente.
La paz, contra lo que muchos piensan, no es un estado idílico de pasividad, donde los conflictos no existen y las diferencias han desaparecido. Todo lo contrario. La paz es un proceso dinámico que debe crearse y recrearse de manera permanente y que exige el mayor despliegue posible de las potencialidades y habilidades de la ciudadanía, así como de una institucionalidad estatal sólida y democrática. Como escribiera Ortega y Gasset: “No se puede ignorar que si la guerra es una cosa que se hace, también la paz es una cosa que hay que hacer, que hay que fabricar...”
La historia de nuestro país en las dos décadas posteriores a los Acuerdos de Paz ha vuelto a poner de relieve una de las grandes y reiteradas enseñanzas de la historia de la humanidad, y es que la paz es una cuestión compleja y una tarea difícil. Si bien es cierto que la sociedad salvadoreña no vive ya una guerra civil o un conflicto armado, también es verdad que no es una sociedad que vive en paz, como lo evidencian los índices de exclusión y pobreza, de violencia y delincuencia y de sostenida migración forzada de miles de salvadoreños al exterior.
Por eso es pertinente y necesario, al conmemorar el XX Aniversario de los Acuerdos de Chapultepec, reflexionar sobre la paz y preguntarnos de qué paz estamos hablando y quién es el responsable de construir y mantener esa paz.
Es poco común definir la paz por aquellas condiciones esenciales que le dan contenido y que determinan sus alcances: verdad, justicia y solidaridad, y por las relaciones sociales e instituciones que constituyen la plataforma que las sustentan.
La verdad es fundamento y columna vertebral de la paz. No hay paz sin confianza y ésta no se puede construir sobre la mentira, el engaño, la información oculta, parcial o deformada o sobre la manipulación de los medios de comunicación. El menosprecio de la verdad en una sociedad produce un clima de incertidumbre. Pero la verdad solo será fundamento de la paz, cuando cada ciudadano y ciudadana tome conciencia de sus derechos y sus deberes y los ejerza con el apoyo y bajo la vigilancia del Estado.
El derecho a la verdad abarca el pasado y el presente y requiere pleno acceso a la información y transparencia en todos los actores públicos y privados.
Sin embargo, la verdad es condición necesaria pero no suficiente. Además de la verdad, la paz requiere, sin duda, justicia social, entendida como la satisfacción de las necesidades básicas de todas las personas. La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás.
La solidaridad complementa la verdad y la justicia, ya que implica asumirnos parte de un mismo proyecto de sociedad y país y sentir las necesidades de los demás como propias y compartir la búsqueda de los mejores caminos y soluciones para superarlas.
La paz es, por consiguiente, mucho más que haber puesto fin al conflicto armado que tuvo lugar entre 1981 y 1992, aunque haberlo logrado a través de los Acuerdos de Chapultepec ha significado un paso indiscutible hacia ella. La paz, sin embargo, es ante todo un proyecto de reconstrucción de la sociedad salvadoreña en su conjunto, de restitución de su tejido social y de cohesión social. Un proyecto de construcción democrática como plataforma y motor de un desarrollo incluyente y humano.
En esta perspectiva, la paz solo puede ser fruto del compromiso de todos los sectores de la sociedad, expresado en una amplia y creciente participación de la ciudadanía y la construcción de una institucionalidad democrática. Es impensable si no se construyen mecanismos e instrumentos de diálogo y concertación entre el Estado y los diferentes sectores de la ciudadanía.
Esto cambia radicalmente la manera común de enfocar la participación ciudadana como un mero instrumento para la paz, como un simple complemento o medio de legitimación, dado que es parte de su esencia y posibilidad de realización. De aquí que el diálogo y la concertación, que sin duda constituyen una de las enseñanzas fundamentales de los Acuerdos de Paz, no deben concebirse como un mecanismo del que se echa mano solo coyunturalmente, sino como algo permanente, como un estilo institucionalizado en la relación entre Estado y ciudadanía, para abordar y superar los conflictos en aquellos puntos que tienen que ver con las apuestas estratégicas del país.
Para que ello sea posible es indispensable, por una parte, que el Estado salvadoreño comprenda la necesidad de impulsar procesos de construcción de ciudadanía a través de sistemas y mecanismos concretos de participación. Y por otra, que la ciudadanía asuma su responsabilidad, involucrándose de manera constructiva y creativa en el fortalecimiento de la institucionalidad democrática y el impulso de un desarrollo que sea incluyente y tenga como centro y sujeto a todos los sectores de la población.
A 20 años de la firma de los Acuerdos de Chapultepec, más allá de los esfuerzos realizados y de los logros y avances indiscutibles, no cabe duda que nos hemos quedado cortos en los tres rubros y que la responsabilidad principal de ello recae en el liderazgo del país. Seguimos teniendo un alto déficit en la construcción de la institucionalidad democrática, nos hace falta más y mejor ciudadanía y la relación entre ambos actores, Estado y ciudadanía, no solo sigue siendo frágil, sino está marcada aún por una mutua desconfianza.
El proceso de democratización a lo largo de estos últimos 20 años está a la vista, pero ha sido lento y altamente conflictivo. Si bien se han producido cambios en el aspecto formal de la estructura política, es decir, en las instituciones públicas y en las leyes que sustentan el proceso democrático, es evidente la resistencia a ellos de pequeños y poderosos grupos de poder económico y político que pugnan por volver a un régimen autoritario y la falta de interiorización de los valores y normas democráticas en amplios sectores de la población salvadoreña.
La ruta para superar esa contradicción, que además constituye una de las claves para la construcción de la paz, está en pasar a una gestión pública participativa. Pero entendida correctamente. Ello implica, por parte del Estado, la creación de un sistema –espacios y mecanismos- y una metodología que estimulen la participación de la ciudadanía en cuestiones fundamentales del país y del Estado democrático de derecho, así como el impulso de una nueva cultura en la administración pública que vea en el ciudadano no solo al destinatario de sus servicios, sino al socio principal en la construcción de un país que genere oportunidades y ofrezca bienestar a toda la población.
La ciudadanía, por su parte, debe desplegar mucha iniciativa para crear sus herramientas de participación, elevando su capacidad de propuesta y de sana y oportuna presión. Es indispensable que las organizaciones sociales se conviertan en genuinas escuelas de representación y democracia. Muchas organizaciones sociales y populares deben romper los viejos esquemas verticales y autoritarios en los que pequeños grupos de dirección concentran el poder y toman las decisiones al margen de aquellos a quienes deberían representar.
La democracia participativa no es un asunto del Estado solamente, sino también de la misma ciudadanía. La construcción de ciudadanía, la participación ciudadana es una relación entre el Estado y la ciudadanía.
Por eso, mientras nos mantengamos aferrados a los viejos esquemas y valores que no se rompieron automáticamente con los Acuerdos de Paz, poco importará la cantidad de mesas de diálogo, de comisiones de trabajo, de consejos económico-sociales que se formen aunque sean convocados por el gobierno de turno, porque en ellos seguiremos reproduciendo una cultura de poca tolerancia, de no reconocimiento del otro y de mutuas descalificaciones y deslegitimaciones.
Es hora de ampliar el debate en torno a la paz y llevarlo a mayor profundidad, vinculándolo a sus condiciones esenciales de verdad, justicia social, solidaridad y equidad y articulándolo a la construcción de la democracia. La mejor manera de aprovechar este XX Aniversario de los Acuerdos de Paz es retomar su enseñanza central de asumir el diálogo y la concertación como el medio principal y el método privilegiado para hacer país y, en este caso, para asumir la tarea fundamental que nos demanda: construir ciudadanía y fortalecer la institucionalidad democrática como las grandes bases y motores de una paz permanente y duradera en El Salvador. No se puede construir ciudadanía sin el Estado. No se puede construir Estado sin la ciudadanía.
La paz es por ello un enérgico reclamo por la ciudadanía. Por el retorno en nuestro país de la ciudadanía a la política y a la construcción del Estado democrático y de derecho, pero desde su propia naturaleza, no para sustituir a los partidos políticos o a los órganos de gobierno, sino para exigirles el cumplimiento de su papel –lo que en ambos casos pasa por transformaciones profundas-, para acompañarlos con propuestas y aportes sustantivos y para ejercer sobre ellos un riguroso rol contralor.
De nada o de muy poco servirán las medidas represivas contra el crimen y la violencia o las medidas cortoplacistas para generar empleo o detener la migración forzada, si no se enmarcan en un proceso amplio y sostenido de construcción de ciudadanía. Nuestro proceso de paz no solo depende, en buena medida, de la participación ciudadana y social, sino también constituye una oportunidad para que se construyan los sujetos de esa participación.
Los Acuerdos de Chapultepec cumplieron su papel y abrieron la ruta hacia la paz. Ya hemos navegado 20 años y, aunque las tempestades son muchas y las fragilidades son grandes, todavía estamos a tiempo de mantener el rumbo consolidando los logros, corrigiendo las fallas y emprendiendo las transformaciones pendientes. Esto ya no es responsabilidad de quienes firmaron los Acuerdos en 1992. Esto nos corresponde a todos los salvadoreños, sin excepción. Nadie que quiera que en El Salvador impere la paz está exento de responsabilidad en la construcción de la verdad, la justicia, la equidad y la solidaridad. No hay otro camino.